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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Theresa se detuvo sin saber qué hacer. De improviso, los dos contendientes rodaron y desaparecieron por un terraplén. La joven recordó a los soldados con que se habían cruzado momentos antes y se lanzó calle abajo con la esperanza de encontrarlos. Sin embargo, antes de llegar al mirador volvió a detenerse, insegura de alcanzarlos y más aún de convencerles. Entonces volvió rápida sobre sus pasos para encontrarse con dos desconocidos que se afanaban en atender a un ensangrentado. Conforme se acercaba reconoció a Korne y a uno de sus hijos, intentando levantar el cuerpo inerme de su padre.

– ¡Por Dios! -gritó Korne a Theresa-. Corre adentro y dile a mi mujer que prepare un caldero con agua caliente. Tu padre está malherido.

Theresa no vaciló. Subió a trompicones hasta los altillos donde vivía el percamenarius y gritó pidiendo ayuda. Tiempo atrás, aquel lugar se había utilizado como almacén, pero el año anterior Korne lo había acondicionado como vivienda añadiendo unos sólidos andamiajes. Una gruesa mujer a medio vestir asomó su cara adormilada con una vela en las manos.

– ¡Pero por todos los santos!, ¿qué gritos son éstos? -exclamó mientras se santiguaba.

– Es mi padre. ¡Deprisa, por amor de Dios! -suplicó desesperada.

La mujer bajó a saltos por la escalera intentando cubrirse las vergüenzas. Cuando llegó abajo, Korne y su hijo entraban por la puerta.

– Esa agua, mujer, ¿todavía no la has preparado? -bramó Korne-. Y luz. Necesitamos más luz.

Theresa corrió al taller y rebuscó entre el desbarajuste de herramientas que yacían desperdigadas sobre las mesas de trabajo. Encontró unas lamparillas de aceite, pero estaban agotadas. Al final dio con un par de velas, perdidas bajo un montón de retales. Una de ellas rodó bajo la mesa y desapareció en la oscuridad. Theresa cogió la otra y se apresuró a encenderla. Entretanto, Korne y su hijo habían apartado los cueros de una de las mesas para depositar el cuerpo de Gorgias. El percamenarius ordenó a Theresa que limpiara las heridas mientras él se proveía de unos cuchillos, pero la muchacha no le escuchó. Absorta, aproximó la vela y observó con horror el tremendo tajo que su padre presentaba a la altura de la muñeca. Nunca antes había visto una herida así. La sangre manaba a borbotones y empapaba ropa, pieles y códices sin que Theresa supiera qué hacer para evitarlo. Uno de los perros de Korne se acercó a la mesa y comenzó a lamer la sangre que goteaba en el suelo, pero en ese momento regresó Korne y apartó al perro de una patada.

– Alumbra aquí -espetó.

Theresa acercó la llama al lugar que el percamenarius le indicaba. Luego el hombre arrancó una membrana de un bastidor cercano y extendió la piel en el suelo. Después, con la ayuda de un cuchillo y un listón de madera cortó la piel en tiras y unió los extremos hasta formar un largo cordón.

– Quítale la ropa -le ordenó-. Y tú, mujer, trae el agua de una maldita vez.

– ¡Bendito sea Dios! Pero ¿qué ha ocurrido? -preguntó la mujer, asustada-. ¿Estáis bien?

– Déjate de chácharas y trae el condenado puchero -maldijo Korne dando un puñetazo sobre la mesa.

Theresa comenzó a desvestir a su padre, pero la mujer de Korne la apartó sin contemplaciones para hacerse cargo ella. Una vez desnudo, lo lavó con esmero utilizando un retal de piel y agua recién calentada. Korne examinó con detenimiento las heridas, advirtiendo varios cortes en la espalda y alguno más en los hombros. Sin embargo, el que más le preocupó fue el del brazo derecho.

– Aguanta aquí -dijo Korne mientras sujetaba en alto el brazo de Gorgias.

Theresa obedeció sin prestar atención al reguero de sangre que empapaba su propio vestido.

– Muchacho -dijo el percamenarius a su hijo-. Corre a la fortaleza y avisa al físico. Dile que es urgente.

El mozo salió corriendo y Korne se volvió hacia Theresa.

– Ahora, cuando te avise, quiero que flexiones su brazo por el codo y lo aprietes contra su pecho. ¿Lo has entendido?

Theresa asintió sin dejar de mirar a su padre. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

El percamenarius anudó el cordón de cuero por encima de la herida y le dio varias vueltas antes de apretarlo con firmeza. Gorgias pareció recobrar el conocimiento, pero fue sólo un espasmo, si bien al poco dejó de sangrar. Entonces Korne hizo un gesto a Theresa y ésta flexionó el codo de Gorgias, tal como Korne le había indicado.

– Bueno. Lo peor ya ha pasado. Las otras heridas parecen menos graves, aunque habrá que esperar a la opinión del físico. También presenta golpes, pero creo que los huesos están en su sitio. Vamos a taparlo para que se caliente un poco.

En ese momento Gorgias tosió con fuerza y dio varias arcadas entre gestos de dolor. Al entreabrir los párpados vio a Theresa sollozando.

– Gracias al cielo -dijo con voz entrecortada-. ¿Te encuentras bien, hija?

– Sí, padre -lloró-. Pensé que podría pedir ayuda a los soldados y corrí a buscarlos, pero no los alcancé, y luego, cuando di la vuelta… -No pudo terminar la frase, ahogada por su propio llanto.

Gorgias le cogió la mano y la atrajo hacia él con gesto de aprobación. Después intentó decir algo, pero volvió a toser y perdió el conocimiento.

– Ahora conviene que descanse -dijo la mujer apartando a Theresa con delicadeza-. Y deja de llorar, que tanta lágrima no arreglará nada.

Theresa asintió. Por un momento pensó en avisar a su madre, pero enseguida descartó la idea. Ordenaría el taller a la espera del médico y cuando supiera del alcance de las heridas le informaría del problema. Mientras tanto, Korne, provisto de un cuenco con aceite, se apresuró a rellenar las lamparillas.

– La de veces que me entran ganas de untar un mendrugo -se lamentó él percamenarius.

Cuando terminó con la última, la estancia cobró el aspecto de una covacha iluminada por teas. Theresa se ocupó de recoger la maraña de agujas, cuchillos, lunellii, mazos, pergaminos y tarros con cola que se amontonaban desordenados entre las mesas y los bastidores. Después, como de costumbre, separó las herramientas según su función, y tras limpiarlas cuidadosamente las colocó en los estantes correspondientes. Luego se dirigió a su banco de trabajo para comprobar las reservas de talco y pulimento, así como la limpieza de la superficie. Cuando terminó, regresó junto a su padre.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó Zenón, el cirujano, un hombrecillo sucio y desgreñado cuyo olor a sudor competía con el de su aliento a vino barato. Traía una saca al hombro y parecía medio dormido. Entró en el taller sin saludar y tras un rápido vistazo se dirigió al sitio donde descansaba Gorgias. Luego abrió la talega y sacó una pequeña sierra metálica, varios cuchillos y un minúsculo cofre del que extrajo unas agujas y un rollo de cordel. El cirujano depositó los instrumentos sobre la barriga de Gorgias y pidió algo más de luz. Después se escupió varias veces en las manos, insistiendo en la sangre reseca que permanecía adherida a sus uñas, y a continuación empuñó la sierra con firmeza. Theresa palideció cuando el hombrecillo acercó el instrumento al codo de Gorgias, pero por fortuna lo empleó para segar el torniquete que momentos antes le había practicado Korne. La sangre volvió a manar, pero a Zenón no le alarmó.

– Bien hecho, aunque demasiado apretado -reconoció el hombrecillo-. ¿Os quedan tiras de cuero?

Korne le acercó una larga que el cirujano agarró sin quitar la vista de Gorgias. La anudó con pericia y comenzó a trabajar en el brazo herido con la misma despreocupación que quien rellena un pavo.

– Cada día sucede lo mismo -dijo sin levantar la cabeza de la herida-. Ayer le abrieron las tripas a la vieja Bertha, en la calle baja. Y hace dos días encontraron a Siderico, el tonelero, con la cabeza machacada a la puerta de su corral. ¿Y para qué? Pues para robarle no sé qué cosa, si el pobre desgraciado no tenía ni para alimentar a sus hijos.

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