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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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El último viernes de noviembre, Theresa despertó antes de lo acostumbrado. Solía madrugar para adecentar el corral y ocuparse de las gallinas, pero hacía tiempo que no quedaba pitanza que repartir, ni gallinas que alimentar. Aun así, se consideró afortunada. La tormenta que arrasó el arrabal había respetado los muros de su casa, y ni su padre ni su madrastra habían sufrido daños.

A la espera del amanecer, se acurrucó bajo las mantas y repasó mentalmente el examen al que se sometería horas más tarde. La semana anterior, Korne, el maestro de los percamenarii, había mostrado su oposición a realizarle la prueba de ingreso que ella había solicitado. Cuando el hombre se enteró, se agitó como un energúmeno objetando que nunca antes una mujer había desempeñado un puesto de oficial de percamenarii, y aún se enfadó más cuando ella le recordó que habían transcurrido los dos años estipulados que, conforme a las normas del gremio, habilitaban a cualquiera para demandar su ingreso en el oficio.

– Cualquier aprendiz que pueda levantar un fardo pesado -le había contestado Korne con gesto de asco.

Sin embargo, a última hora del jueves, Korne había aparecido en el taller con aire displicente para comunicarle que accedía a su petición, advirtiéndole además que el examen tendría lugar con carácter inmediato.

Aquella decisión había desatado los recelos de Theresa, y pese a la alegría que le causaba la noticia, no dejaba de preguntarse por los motivos que habían llevado a Korne a un cambio tan repentino. Sin embargo, se sentía capacitada para superar la prueba: sabía distinguir un pergamino de piel de cordero de uno elaborado con vitela de cabra, era capaz de tensar y atamborar las pieles húmedas mejor que el propio Korne, y podía restañar marcas de flechas y mordeduras hasta dejar los cueros tan blancos y limpios como el culo de un recién nacido. Y aquello era lo único que le importaba.

No obstante, cuando llegó el momento de levantarse, no pudo evitar que un escalofrío le sacudiese el espinazo.

Se incorporó a tientas y descolgó la raída manta que separaba su camastro del de sus padres, se la ciñó al cuerpo y, tras atársela con un trozo de cuerda, salió de la estancia procurando no hacer ruido. Luego de aliviarse en el corral, se adecentó con un poco de agua helada y regresó corriendo a la vivienda. Una vez dentro, encendió una pequeña lamparilla de aceite y se sentó sobre un arcón. La llama iluminó débilmente la única sala de la casa, un cubículo rectangular donde a duras penas cabía una familia. En el centro ardía el hogar, excavado en el suelo sobre una húmeda plasta de tierra.

El frío dolía y las ascuas comenzaban a flaquear, así que añadió un poco de turba y avivó el fuego con un palo. Después agarró un perol requemado y comenzó a rascar los restos de gachas, hasta que oyó una voz a sus espaldas.

– ¿Se puede saber qué demonios haces? ¡Anda! Regresa a la cama.

Theresa se giró y miró a su padre. Lamentaba haberle despertado.

– Es por el examen. No logro dormir -se excusó a media voz.

Gorgias se desperezó y se acercó a la lumbre murmurando de mala gana. El resplandor iluminó una cara huesuda bajo una maraña de pelo cano. Se sentó junto a Theresa y la apretó contra él.

– No es por eso, hija mía. Es por este frío, que acabará matándonos a todos -susurró mientras le frotaba las manos-. Y olvida esas gachas, que no las comerían ni las ratas. Ya encontrará tu madre algo para desayunar. Ahora lo que has de hacer es dejarte de vergüenzas y usar esa manta para abrigarte por las noches, en vez de dejarla colgada ahí, en medio de la habitación como si fuera una cortina.

– Padre, si no lo hago por vergüenza -mintió-. La coloco para no molestar mientras leo.

– Me da igual por qué lo hagas. Un día te encontraremos tiesa como un carámbano y ya no hará falta que nos pongamos de acuerdo.

Theresa sonrió y volvió a raspar las gachas. Le sirvió una ración que su padre devoró mientras la escuchaba.

– Es por esa prueba. Ayer, cuando Korne accedió a examinarme, hubo algo extraño en su mirada. No sé… algo que me preocupó.

Gorgias sonrió paternalmente y le revolvió el pelo. Le aseguró que todo iría bien.

– Si sabes más de pergaminos que el propio Korne. A ese viejo lo que le irrita es que sus hijos, tras diez años de oficio, no sean capaces de distinguir la piel de un borrico de un códice de san Agustín. Dentro de un rato te dará unos pliegos para que los encuadernes, lo harás a la perfección y te convertirás en la primera oficial de percamenarius de Würzburg. Le guste o no a Korne.

– No sé, padre… Él no permitirá que una recién llegada…

– ¿Y qué si no está dispuesto? Korne será maestro de percamenarius, pero el dueño del taller es Wilfred, y no olvides que también estará presente.

– ¡Ojalá! -dijo Theresa al tiempo que se levantaba.

Comenzó a amanecer. Gorgias se puso en pie y se estiró como un gato.

– Bueno. Aguarda a que seque los estilos y te acompaño hasta el taller, que a estas horas no conviene que una belleza ande sola por la ciudadela.

Mientras Gorgias preparaba sus utensilios, Theresa se entretuvo observando el hermoso laberinto que la nieve había dibujado sobre los tejados de la villa. Para entonces, el sol comenzaba a derramarse por las callejuelas, tamizando los edificios de un suave color ámbar. En el arrabal, al abrigo de las murallas, las covachas de madera se apretujaban unas contra otras como si se disputaran el trozo de suelo sobre el que debían aguantarse, al contrario que en la zona alta, donde las construcciones fortificadas festoneaban orgullosas los pasajes y las plazas. Theresa no alcanzaba a comprender cómo un lugar tan hermoso podía haberse transformado en un horrible cementerio.

– ¡Por el arcángel san Gabriel! -exclamó Gorgias-. ¡Al fin estrenas tu vestido nuevo!

Theresa sonrió. Meses antes, su padre le había regalado aquel precioso vestido, teñido de un azul tan intenso como un cielo de verano. Lo hizo con motivo de su vigésimo tercer cumpleaños, pero ella lo había guardado a la espera de una ocasión apropiada. Antes de salir se acercó al jergón donde dormitaba su madrastra y la besó en la mejilla.

– Deséame suerte -le susurró al oído.

Rutgarda refunfuñó y asintió con la cabeza, pero cuando los dos salieron de la casa, rezó para que Theresa suspendiera la prueba.

Padre e hija ascendieron a paso ligero por el camino de la herrería, con Gorgias ocupando el centro de la calle para evitar los rincones en que pudiera ocultarse cualquier indeseable. En su mano derecha empuñaba una antorcha mientras con la otra abrazaba a Theresa y la abrigaba con su capa. A la altura del mirador se cruzaron con un grupo de vigías que bajaban en dirección a las murallas. Poco después coronaron la subida y giraron por la calle de los caballeros hacia la plaza de la catedral. Allí bordearon la iglesia hasta divisar el edificio del taller, una construcción de madera extensa y achaparrada, a espaldas del baptisterio.

Faltaban unos pasos para alcanzar la entrada cuando, inesperadamente, una sombra surgida de la oscuridad se abalanzó sobre ellos. Gorgias intentó reaccionar, pero apenas si tuvo tiempo de apartar a Theresa y empujarla a un lado. En ese momento resplandeció un cuchillo y la antorcha rodó calle abajo hasta precipitarse por un cortado. Theresa se apartó a la vez que gritaba viendo cómo los dos hombres rodaban por el suelo. Desesperada, corrió en busca de auxilio hasta la puerta del taller, que aporreó con toda su alma. Sintió cómo los nudillos se le despellejaban, pero siguió gritando y golpeando la puerta. A sus espaldas oía el forcejeo de los dos hombres luchando por sus vidas. Volvió a patear la maldita puerta pero nadie respondió. De haber podido, la habría echado abajo y habría sacado a rastras a sus ocupantes. Exasperada, se dio la vuelta y echó a correr pidiendo ayuda. En ese instante oyó la voz de su padre conminándole a que se alejara.

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