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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Los artesanos volvieron a carcajearse, se empujaron los unos a los otros y se guiñaron los ojos mientras aplaudían la ocurrencia de Korne. En ese momento, Theresa se adelantó. Hasta entonces había permanecido callada, pero no iba a consentir más burlas.

– Si algún día tengo marido, el cómo le cuide será asunto mío. Y en cuanto a mis pechos -dijo-, en vista de la atención que les prestáis, con gusto informaré a vuestra esposa para que remedie las carencias que al parecer soportáis. Y ahora, si no os importa, desearía comenzar la prueba.

La ira encendió a Korne. No esperaba una reacción así, y menos aún que la respuesta de la joven fuese acogida con risas por parte de los muchachos. El percamenarius se acercó al cesto de las manzanas y escogió la más estropeada. Luego se dio la vuelta y caminó hasta situarse a un palmo de Theresa, mordió lentamente la manzana, y a continuación plantó la fruta aún babeante frente a los labios de la muchacha.

– ¿Te apetece?

Esbozó una sonrisa ante el gesto de asco de Theresa. Al mirar de nuevo la fruta observó un gusano que se retorcía en la parte podrida. Entonces, sin inmutarse, mordió a la vez el corazón y el gusano, y arrojó el trozo restante al último de los estanques. Mientras masticaba el bocado se recogió las greñas en una esperpéntica coleta. Luego se aproximó al estanque donde había arrojado la manzana.

– Aquí tienes tu prueba -dijo, y apartó la celosía de madera que protegía la balsa-. Deja la piel lista y obtendrás el título que tanto anhelas.

Theresa apretó los labios. Descarnar y acondicionar las pieles no era tarea propia de oficiales, pero si eso quería Korne, ella no iba a defraudarle. Se acercó al borde del estanque y observó la capa de sangre y grasa que flotaba en el agua. Con la ayuda de una pala apartó los despojos desprendidos por efecto de los cáusticos, buscando la piel en que debía trabajar. Sin embargo, tras varias pasadas no halló cuero alguno. Se volvió extrañada demandando una explicación.

– Está dentro -le señaló Korne.

Theresa se giró hacia el estanque más profundo, el que recibía las pieles según las arrancaban a los animales. Se descalzó con cuidado y dejó las botas cerca. Después se recogió la falda y sumergió las piernas en el agua al tiempo que contenía la respiración. En el estanque flotaban trozos de piel y sangre coagulada entremezclados con la suciedad propia de las albercas de maceramiento. Luego, ante la atenta mirada de los mozos, descendió hasta que el líquido le alcanzó el vientre.

El frío le hizo gemir.

Esperó un momento antes de aspirar una bocanada de aire y se dejó caer en las profundidades del estanque. Durante un suspiro desapareció bajo el agua, para al instante emerger con la cabeza impregnada en un velo de grasa. La joven escupió algo y se apartó la mugre del rostro. Luego se adentró en la balsa alejando los despojos que flotaban a su alrededor. Percibió el escozor de la cal bajo sus ropas y el hielo ateriéndole los huesos, pero continuó avanzando a tientas con el agua lamiéndole la barbilla. Sus pies desnudos percibían el lecho de fango mientras sus brazos se agitaban bajo el agua, como los de un ciego buscando un asidero. De repente tropezó contra algo y el corazón le dio un vuelco. Tras calmarse, tanteó el objeto con el pie sin lograr identificarlo. Por un momento pensó en renunciar, pero recordó a su padre y a cuantos habían confiado en ella. Entonces hinchó sus pulmones y se sumergió bajo las aguas. El frío palpitó en sus sienes cuando sus manos rozaron una cosa informe. Su tacto viscoso le provocó una arcada, pero se tragó el asco y continuó deslizando las manos por la masa hasta detenerse sobre una ristra de cuentas semejante a pequeños guijarros. Repasó las cuentas y tras un momento de incertidumbre advirtió que se trataba de una horrible hilera de dientes. El pavor estuvo a punto de hacerle abrir los ojos pero se contuvo a tiempo, pues de lo contrario, la cal la habría cegado para siempre. Soltó la quijada y buscó el aire desesperadamente con el rostro demudado en una máscara congestionada. Entonces, mientras tosía y escupía agua, emergieron frente a ella los restos de la cabeza pútrida y deforme de una enorme vaca.

De inmediato los mozos se acercaron para mofarse de la muchacha. Uno le ofreció la mano con la intención de ayudarla, pero cuando la joven se estaba afianzando, la soltó de repente y provocó que cayese de nuevo al agua. En ese momento apareció en el patio la mujer del percamenarius, quien había presenciado la escena y acudía con ropa seca. La señora apartó a los mozos y tiró de Theresa. Cuando la sacó, tiritaba como un perrillo. La cubrió con una manta para acompañarla al interior de la vivienda, pero cuando se disponían a franquear la puerta, se oyó la voz de Korne.

– Que se mude de ropa y vuelva a su trabajo.

Cuando Theresa regresó al taller encontró sobre su banco unos despojos de piel ajada. Los extendió con la ayuda de una paleta de madera y a continuación retiró el exceso de agua. Tras examinar la piel, dedujo que habría sido desollada aquella misma semana, pues la cal apenas había desprendido el pelo y aún quedaban adheridos restos de carne y grasa. El animal debía de haber muerto devorado por los lobos, porque el cuero presentaba numerosas dentelladas. Aparte de eso, se apreciaban señales de apostemas y desfloraduras propias de bestias de edad avanzada. Se dijo que aquella piel no serviría ni para echársela a las ratas.

– ¿No deseabas ser percamenarius? Pues ahí tienes tu prueba -sonrió Korne-. Prepara el pergamino que tanto deseabas que viera Wilfred.

Pese a saber que le pedía un imposible, Theresa no protestó. Rendir y limpiar la piel de un animal requería varios días de trabajo, y descanso para que los cáusticos y los lavados hicieran su efecto. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Con un cepillo de cerdas frotó y descarnó los restos que los gusanos no habían llegado a devorar. Cuando acabó con la carnaza, volteó la piel y después se aplicó a la cara en flor. Frotó el pelambre enérgicamente, acompañando el proceso con continuos fregados. Luego escurrió el cuero y después lo estiró sobre el banco para seleccionar las zonas que aún mostraban pelo. Finalmente buscó el cofre de retama para aplicar el ácido, pero observó con extrañeza que había desaparecido. Entre tanto, Korne observaba el proceso, esbozando a cada poco una sonrisa. De vez en cuando se daba la vuelta, como si tuviese cosas más importantes que hacer, pero al poco regresaba para comprobar los avances de la muchacha. Theresa prefirió no prestarle atención. Supuso que la desaparición de la retama no era casual, así que no se molestó en buscarla. En su lugar recogió una paletada de ceniza, la mezcló con el estiércol que los mulos habían dejado en la entrada y aplicó la pasta resultante en los poros del cuero. Después, con la ayuda de un cuchillo curvado y romo insistió en el pelambre hasta lograr el resultado apetecido.

En ese momento se tomó un respiro. Ahora debía tensar la piel sobre el bastidor para formar una suerte de gigantesca pandereta, un paso delicado, pues corría el riesgo de rasgar la piel por las zonas más estropeadas. Dispuso con habilidad unos guijarros en la periferia del cuero y los envolvió con un pellizco de la propia piel a modo de bolsitas semejantes a gruesos pezones, los cuales aseguró con un cordel. A continuación montó el cuero en el bastidor, y lo tensó valiéndose de los mismos cordeles que partían de los distintos pezones. Cuando comprobó que los desgarros interiores resistían, suspiró aliviada. Ahora, sólo restaba secar la piel al fuego y esperar a que tensase para proceder al acuchillado, de modo que acercó el bastidor a la hoguera que ardía en el centro de la nave. Aquel lugar no sólo era el más cálido, sino también el más iluminado, por lo que a su alrededor se disponían los bancos donde esperaban su reparación los códices más valiosos.

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