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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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No le cabía duda. El hombre que le había atacado conocía el incalculable valor del pergamino.

El crujido de la puerta sacó a Gorgias de sus pensamientos.

El mismo sirviente al que había enviado pidió permiso y cruzó el umbral. Le acompañaba el físico, visiblemente contrariado.

– Líbreme Dios de los letrados. Mucho presumen de sus conocimientos, pero al menor malestar se quejan como viejas en un velatorio -refunfuñó el médico mientras acercaba una lamparilla al brazo herido.

– Apenas si muevo los dedos y no dejo de sangrar -se lamentó Gorgias.

El hombre examinó el miembro con los mismos miramientos que un carnicero al descoyuntar un pollo.

– Y gracias deberéis dar si os libráis de que os lo ampute. ¡Por todos los diablos! ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Escribir una Biblia en griego?

Gorgias no contestó. Entretanto, el físico revolvía en su bolsa de trabajo.

– ¡Vaya por Dios! No me queda centinodia. ¿Tenéis aquí los polvos que os prescribí?

– ¡Maldita sea! Los olvidé en el taller. Mandaré luego a recogerlos -se lamentó al advertir que se había dejado la talega en el taller del percamenarius.

– Como veáis, pero he de advertiros: las otras heridas no me preocupan, pero ese brazo… Si no lo cuidáis, en una semana no servirá ni de pitanza para los cerdos. Y si perdéis el brazo, tened por seguro que perderéis la vida. Ahora voy a afianzar la costura para cortar la hemorragia. Esto os dolerá.

Gorgias torció el gesto, no sólo por el dolor, sino porque intuía que el físico estaba en lo cierto.

– Pero ¿cómo una herida superficial…?

– Os guste o no, las cosas son así. La gente no muere sólo de escrófulas y pestilencias. Al contrario, los cementerios se atiborran de gente sana que la espichó por roces y heridas sin importancia: una ligera febrícula, unos extraños espasmos… y adiós a los padecimientos. Tal vez no conozca los métodos de Galeno, pero he visto tantos muertos que soy capaz de distinguirlos meses antes de que se vayan a la tumba.

Una vez concluida la cura, el hombrecillo recogió sus utensilios y los introdujo desordenadamente en su bolsa. Gorgias ordenó al sirviente que saliese del scriptorium y esperase fuera. El criado obedeció.

– Aguardad un momento -dijo acercándose al físico-. Necesito que me hagáis un favor.

– Si está en mi mano…

Gorgias se cercioró de la lejanía del sirviente.

– El caso es que preferiría que el conde no supiese nada de esto. Me refiero a la gravedad de la herida. Estoy trabajando en un códice, un ejemplar por el que siente un especial interés, y a buen seguro que se disgustaría si pensase que el trabajo va a retrasarse.

– Pues no veo que podáis hacer otra cosa. Esa mano no podrá empuñar una pluma en al menos tres semanas. Eso contando con que no empeore. Y siendo el conde quien paga mis honorarios, convendréis conmigo en que no debo mentirle.

– Pero no os pido que mintáis, tan sólo que calléis el pronóstico. En cuanto a vuestros honorarios…

Gorgias introdujo la mano izquierda en un bolsillo del blusón y extrajo unas monedas.

– Es más de lo que os pueda pagar el conde -apostilló.

El físico cogió las monedas y las examinó con detenimiento. Sus ojos refulgieron por la codicia. Las besó y las guardó entre sus pertenencias. Luego, sin mediar palabra, se encaminó hacia la salida.

A la altura de la puerta se detuvo y se volvió hacia Gorgias.

– Descansad y dejad que la herida madure. La salud se pierde al galope, pero regresa caminando. Si observáis la aparición de abscesos o apostemas, mandadme aviso de inmediato.

– Perded cuidado que seguiré vuestro consejo. Y ahora, si no os molesta, haced pasar al doméstico.

El físico asintió y se despidió con un guiño. Cuando el criado entró en el scriptorium, Gorgias lo miró detenidamente. El muchacho, un imberbe flaco y desgarbado, se veía corto de entendederas.

– Necesito que te acerques al taller del percamenarius y le pidas a mi hija el remedio que me recetó el físico. Ella sabrá qué hacer. Pero antes, avisa al conde y dile que le espero en el scriptorium.

– Pero señor… El conde aún descansa -balbuceó.

– ¡Pues despiértalo! -gritó Gorgias-. Dile que lo preciso con urgencia.

El sirviente retrocedió sin dejar de asentir con la cabeza. Cuando salió, cerró la puerta y sus pasos se alejaron presurosos.

Gorgias miró en derredor para advertir que todo en la estancia era humedad. Las llamas de las lamparillas apenas si alcanzaban a iluminar los mismos bancos en que se aposentaban, otorgando al scriptorium un aspecto fantasmagórico. Tan sólo un estrecho ventanuco protegido por una sólida reja proporcionaba una tenue luz al enorme atril de madera sobre el que, en el más absoluto de los desórdenes, se acumulaban códices, cuencos de tinta, plumas y estilos, entremezclados con punzones, raspadores y secantes. La sala disponía de otro atril que contrastaba con el anterior por su completa desnudez. En la pared septentrional, una recia armariada flanqueada por dos luminarias custodiaba los códices más valiosos, cuyos lomos lucían gruesas argollas por las que discurrían las cadenas que los aseguraban a la pared. En las baldas superiores, y separados del resto, se alojaban los salterios de uso común, compartiendo linde con sendas Biblias arameas. En las restantes estanterías, decenas de volúmenes sin encuadernar apilados sobre misivas, epistolarios y cartularios de distinta índole, disputaban el espacio a los polípticos y censos responsables de las cuentas y transacciones.

Aún pensaba en el asalto de la mañana cuando la puerta crujió, se abrió lentamente y una tea encendida irrumpió en la estancia cegándole. Cuando el criado se apartó, una extraña figura achaparrada se recortó bajo la luz de la antorcha. Tras unos instantes, una voz quebrada resonó desde el umbral de la puerta.

– Decidme, buen Gorgias. ¿Cuál es esa urgencia que tanto os aflige?

En ese momento se oyó un gruñido ronco y sostenido. Uno de los perros de Wilfred contrajo las mandíbulas y avanzó hacia Gorgias arrastrando al otro moloso tras de sí. Los arneses se tensaron y el extraño artilugio al que estaban unidas las bestias avanzó pesadamente, chirriando sobre sus toscas ruedas de madera. A una voz, los perros se postraron y el carretón detuvo su avance. Entonces Gorgias contempló la grotesca cabeza de Wilfred, reclinada inhumanamente sobre su hombro derecho. El hombre soltó las bridas y acercó las manos a los perros, que se apresuraron a lamerlas.

– Cada día que pasa me cuesta más manejar a estos diablos -dijo Wilfred con voz entrecortada-, pero bien sabe Dios que mi vida sin ellos sería como la de un olivo seco.

Pese a los años, a Gorgias seguía sobresaltándole la impresionante imagen del conde. Wilfred vivía atrapado sobre aquella especie de cosa rodante sobre la que dormía, comía y vaciaba los intestinos, cosa que, por lo que sabía, venía haciendo desde el día en que de mozo le amputaran las dos piernas.

Se inclinó para saludarle.

– Dejaos de cumplimientos y contadme. ¿Qué es lo que sucede?

El escriba miró hacia otro lado. Tanta prisa por hablar con el conde y ahora no sabía por dónde empezar. En ese momento un perro se movió y desplazó bruscamente el artilugio. Una de las ruedas rechinó y Gorgias se arrodilló para comprobarla mientras buscaba las palabras adecuadas.

– Es uno de los roblones; con el traqueteo ha debido de perderse. Los tablones se han desalineado y corren peligro de soltarse. Haríais bien en llevar la silla al carpintero.

– No me habréis levantado para examinar el carromato.

Cuando Gorgias alzó la mano para excusarse, Wilfred vio el aparatoso vendaje que la cubría.

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