Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Ninguno de los presentes supo darle razón sobre el paradero de su hija.

Gorgias se arrodilló y pidió a Dios por el alma de Theresa. Cuando se disponía a continuar la búsqueda, sintió que las fuerzas le abandonaban. De repente, un escalofrío le sacudió por dentro hasta nublarle la vista. Intentó apoyarse en una columna pero la negrura se apoderó de él, y tras vacilar unos instantes se derrumbó en el suelo sin conciencia.

A media mañana, los tañidos de las campanas sacaron a Gorgias de su desvanecimiento. Lentamente, el velo que enturbiaba su mirada se fue disipando hasta que las desdibujadas figuras se aclararon como si las enjuagasen con agua limpia. Enseguida reconoció a su esposa Rutgarda; esbozaba una sonrisa que apenas disimulaba su rostro ajado por el llanto. Más atrás distinguió a Zenón, ocupado con unos frascos de tinturas. De repente sintió un dolor tan intenso que temió que le hubieran cortado el brazo, pero al alzarlo comprobó que volvía a tenerlo cuidadosamente vendado. Rutgarda lo incorporó encajándole un grueso almohadón bajo la espalda. Entonces Gorgias advirtió que continuaba en el interior de San Damián, recostado contra la pared de una de las diminutas capillas.

– ¿Y Theresa? ¿Ha aparecido? -acertó a preguntar.

Rutgarda lo miró con tristeza. Las lágrimas le resbalaron mientras escondía el rostro entre sus hombros.

– ¿Qué ha sucedido? -gritó-. ¡Por Dios! ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Theresa?

Gorgias miró alrededor, pero no obtuvo respuesta. Entonces, a pocos pasos de donde se encontraba, vio un cuerpo inerte cubierto por una sábana.

– La encontró Zenón en el taller, acurrucada bajo un murete -dijo Rutgarda sollozando.

– ¡No! ¡No! ¡Por todos los Santos! No es cierto.

Gorgias se levantó y corrió hacia el lugar donde yacía el cuerpo. El sudario que la protegía estaba marcado con una grotesca cruz blanca, por cuyo extremo asomaba un miembro calcinado. Gorgias retiró la sábana y sus pupilas se dilataron por el horror. Las llamas habían devorado el cuerpo hasta transformarlo en una irreconocible figura de carne y piel abrasada. Sus ojos no quisieron creerlo, pero todo se le derrumbó cuando reconoció los jirones del vestido azul de su hija, el que ella tanto adoraba.

Desde primera hora de la tarde, la gente se fue agolpando a las puertas de la iglesia para la celebración de los funerales. Varios chiquillos reían y parloteaban jugando a esquivar los empellones de los mayores, mientras los más irreverentes se burlaban de las mujeres, a quienes intentaban molestar imitándolas en sus llantos. Un grupo de ancianas envueltas en oscuras pellizas se había congregado en torno a Brunilda, una viuda acusada de regentar un negocio de mancebía, que solía estar al tanto de cualquier acontecimiento. La mujer concitó la atención de sus compañeras al sugerir que la causante del fuego había sido la hija del escriba, y que durante el incendio no sólo se habían producido víctimas, sino que además, como auténtica desgracia, había ardido un lote de provisiones que Korne mantenía oculto en sus almacenes.

Continuamente se formaban corros en los que se discutía sobre el número de heridos, se escenificaba la gravedad de las quemaduras o se especulaba sobre las causas del incendio. De vez en cuando alguna mujer corría de un lado a otro con la sonrisa en la boca, ansiosa por compartir las últimas habladurías. Sin embargo, y pese a la animación del momento, la llegada del conde Wilfred y su tiro de perros fue acogida con alivio, porque la lluvia comenzaba a arreciar y escaseaban los lugares donde protegerse.

Nada más abrirse la cancela, los asistentes se apresuraron a ocupar los mejores lugares. Como de costumbre, los hombres se acomodaron en los puestos próximos al altar, dejando para las mujeres y los niños los sitios más retrasados. La primera fila, reservada para los padres de los fallecidos, la ocupaban el percamenarius y su esposa. Junto a ellos descansaban sobre sendos sacos de paja los dos hijos heridos en el incendio. El cadáver del menor, Celías, yacía envuelto en un sudario de lino junto al cuerpo de Theresa. Los difuntos yacían sobre una mesa instalada para la ocasión frente al altar mayor. Gorgias y Rutgarda habían declinado la invitación de Wilfred y se habían situado más atrás para evitar cualquier confrontación con Korne.

Wilfred aguardó bajo el pórtico hasta que los últimos feligreses ocuparon sus lugares. Cuando cesaron los murmullos, chasqueó su látigo e hizo que los perros le condujesen por una nave lateral hasta el transepto. Allí, dos acólitos tonsurados le ayudaron a situarse detrás del altar, y tras cubrir las cabezas de los perros con unas capuchas de cuero, liberaron al conde de los correajes que lo aseguraban al artefacto. A continuación, el subdiácono despojó a Wilfred de la capa pluvia que portaba y la sustituyó por una túnica albata que ajustó mediante un cíngulo. Encima le sobrepuso un indumentun bordado del que pendía por su reborde inferior una hilera de campanitas de plata, y finalmente coronó su cabeza con un imponente tocado damasquinado. Una vez ataviado, el ostiario le lavó las manos en un aguamanil y dispuso un modesto cáliz funerario junto a los crismas que custodiaban los santos óleos. Dos candelabros iluminaban tenuemente los sudarios de los fallecidos.

Un clérigo rechoncho de andares dificultosos se acercó al altar provisto de un salterio. El hombre abrió el volumen con parsimonia y, tras humedecerse el dedo índice, comenzó el oficio recitando los catorce versículos preceptuados por la regla de san Benito. Luego entonó cuatro salmos con antífona y salmodió otros ocho, para seguidamente pronunciar una letanía y la vigilia de los difuntos. Después tomó la palabra Wilfred, quien con su sola presencia zanjó de un plumazo las primeras murmuraciones. El conde escrutó a los asistentes como si buscase al culpable de la tragedia. Hacía dos años que no vestía la indumentaria de sacerdote.

– Agradeced a Dios el que hoy, con Su inefable misericordia, se haya apiadado de nosotros -explicó-. Acostumbrados a vivir en la complacencia, a abandonaros en el deleite de los apetitos, olvidáis con deleznable facilidad por qué estáis en este mundo. Vuestro piadoso aspecto; vuestros rezos y limosnas; vuestro turbio entendimiento os lleva a imaginar que cuanto poseéis es consecuencia de vuestro esfuerzo. Os obcecáis en desear mujeres distintas de las vuestras, envidiáis la suerte de los favorecidos y hasta os dejaríais arrancar las orejas si con ello pudieseis conseguir la riqueza que tanto anheláis. Pensáis que la vida es un banquete al que estáis invitados, un convite para saborear los guisos y los licores más refinados. Pero sólo un seso egoísta, un alma débil rezumante de ignorancia, es capaz de olvidar que no es sino el Santísimo Padre el propietario de vuestras vidas. Y del mismo modo en que un padre azota a sus hijos cuando es desobedecido, de igual forma que el alguacil corta la lengua al mentiroso o cercena el miembro del cazador furtivo, Dios corrige a quienes olvidan sus preceptos con el más terrible de los castigos.

Todos murmuraron.

– El hambre llama a nuestras puertas -continuó-, se adentra en nuestros hogares y devora a nuestros hijos. Las lluvias anegan las cosechas, las enfermedades diezman al ganado. ¿Y aún os quejáis? Dios os envía señales, y vosotros os lamentáis por sus designios. ¡Rezad! Rezad hasta que vuestras almas escupan los esputos de la codicia y las flemas de la ira. Rezad para alabar al Señor. Él se ha llevado a Celías y Theresa, liberándolos del pecaminoso mundo que vosotros habéis construido. Ahora que sus almas abandonan la corrupción de la carne, vosotros lloráis como mujeres atusándoos los cabellos. Pues atended, os digo, porque ellos no serán los últimos. Dios os muestra el camino. Olvidad las penas y tan sólo temed, pues el banquete que anheláis no lo hallaréis en este mundo. ¡Orad! Suplicad perdón, y tal vez logréis sentaros a Su festín, pues aquellos que renieguen del Señor se consumirán en el abismo de la condenación, hasta el fin de los siglos.

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