Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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– Pero ¿por qué motivo? Durante el incendio yo estaba con vos, aquí en el scriptorium…

– Mmm… Veo que aún desconocéis las complejas leyes carolingias, cosa que deberíais remediar si en algo apreciáis vuestra cabeza.

Wilfred restalló el látigo y los perros se movieron como si supieran adonde dirigirse. Los animales tomaron un pasillo lateral y arrastraron el artilugio rodante hasta unos aposentos lujosamente decorados. Gorgias siguió sus pasos obedeciendo una seña del conde.

– Aquí suelen hospedarse los optimates -explicó Wilfred-. Príncipes, nobles, obispos, reyes. Y en esta pequeña sala custodiamos los capitulares que nuestro rey Carlos ha venido publicando desde su coronación. Junto a ellos archivamos códigos de la lex Sálica y Ripuaria, decretales y actas de los Campos de Mayo… En definitiva, las normas que gobiernan a los francos, sajones, burgundios y lombardos. Ahora dejadme ver…

Wilfred hizo rodar la silla hasta una estantería deliberadamente baja y examinó uno por uno los volúmenes ordenados y protegidos por cubiertas de madera. El clérigo se detuvo ante un tomo raído que sacó con dificultad y hojeó humedeciéndose los dedos con la punta de la lengua.

– Aja. Aquí está: Capitular de Vilbis. Poitiers, anno domine 768. Karolus rex francorum. Permitidme que os la lea: «Si un hombre libre infligiere daño material o de vida a otro de igual condición, y por innominada circunstancia resultase incapaz de responder de su falta, recaerá sobre la familia del ofensor el castigo que en justicia al primero correspondiera.»

Wilfred cerró el libro y lo devolvió a la estantería.

– ¿Mi vida corre peligro? -preguntó Gorgias.

– No sabría qué deciros. Conozco al percamenarius hace tiempo. Es un hombre egoísta. Peligroso tal vez, pero, desde luego, listo como pocos. Muerto no le servís de nada, así que imagino que buscará vuestros bienes. Otra cosa es su familia. Proceden de Sajonia, y sus costumbres no son las de los francos.

– Si lo que busca es riqueza… -sonrió con amargura.

– Precisamente ése es vuestro mayor problema. El juicio podría terminar con vuestros huesos en el mercado de esclavos.

– Eso ahora no me preocupa. Cuando entierre a mi hija ya veré el modo de resolverlo.

– Por Dios, Gorgias, recapacitad. O al menos pensad en Rutgarda. Vuestra esposa no tiene culpa de nada. Deberíais concentraros en preparar vuestra defensa. Y ni se os ocurra pensar en la huida. Los hombres de Korne os darían caza como a un conejo.

Gorgias bajó la mirada. Si Wilfred no autorizaba la inhumación, sólo le quedaría la opción de trasladar el cadáver hasta Aquis-Granum, pero eso le resultaría imposible si, tal como apuntaba el conde, los parientes de Korne estaban dispuestos a impedírselo.

– Theresa será enterrada esta noche en el claustro -dijo-. Y seréis vos quien se ocupe de ese juicio. Al fin y al cabo, vuestra dignidad necesita de mi libertad mucho más que yo.

El conde sacudió las riendas y los perros gruñeron amenazadoramente.

– Mirad, Gorgias. Desde que comenzasteis a copiar el pergamino os he proporcionado comida por la que muchos matarían, pero ciertamente con esto estáis tensando la cuerda más de lo aconsejable. A tal punto, que tal vez debiera reconsiderar el alcance de nuestros compromisos. De algún modo vuestras habilidades me resultan imprescindibles, pero suponed que un accidente, una enfermedad, o incluso ese juicio os impidieran cumplir lo pactado. ¿Acaso creéis que mis planes se detendrían? ¿Que vuestra ausencia impediría el desarrollo de mi empeño?

Gorgias supo que pisaba un terreno resbaladizo, pero su única oportunidad pasaba por presionar a Wilfred. Si no lo conseguía, su cabeza acabaría junto a Theresa en un estercolero.

– No dudo que consiguieseis encontrar a alguien. Desde luego que podríais hacerlo. Tan sólo deberíais localizar un amanuense cuya lengua materna fuese el griego; que conociese las costumbres de la antigua corte bizantina; que dominase la diplomática con igual maestría que la caligrafía; que distinguiese una vitela nonata de un pergamino de cordero y que, obviamente, supiese mantener la boca cerrada. Decidme, su dignidad, ¿a cuántos de esos hombres conocéis? ¿Dos escribas? ¿Tal vez tres? ¿Y cuántos de ellos estarían dispuestos a embarcarse en tan incierto encargo?

Wilfred gruñó como uno de sus animales. Su cabeza ladeada, encendida por la ira, se veía más grotesca que nunca.

– Puedo encontrar a ese hombre -le retó mientras se daba la vuelta.

– ¿Y qué es lo que copiaría? ¿Un trozo de papel quemado?

Gorgias se detuvo en seco.

– ¿A qué os referís?

– A lo que oís, eminencia. A que la única copia existente se evaporó en el incendio, de modo que, a menos que también conozcáis a alguien capaz de leer en las cenizas, tendréis que aceptar mis condiciones.

– Pero ¿qué pretendéis? ¿Que acabemos todos en el infierno?

– No es ésa mi intención, ya que, por fortuna, recuerdo palabra por palabra el contenido del documento.

– ¿Y cómo demonios pensáis que puedo ayudaros? Represento la ley en Würzburg. Debo obediencia a Carlomagno.

– Decídmelo vos. ¿O acaso el poderoso Wilfred, conde y custodio del mayor secreto de la cristiandad, no va a poder solucionar un simple entierro?

Nada más enterarse de la noticia, Reinoldo y Lotaria se personaron en San Damián para colaborar en el sepelio de Theresa. Al fin y al cabo, Lotaria era la hermana mayor de Rutgarda, y tras su matrimonio con Reinoldo la relación entre ambas familias se había estrechado. Una vez ultimados los detalles, Gorgias y Reinoldo acordaron el traslado del cadáver. Rutgarda y Lotaria decidieron marchar solas para ir adelantando trabajo, pero sus maridos les dieron alcance al poco, merced a unas parihuelas que encontraron en la hostería catedralicia.

Ya en la vivienda, Gorgias depositó el cuerpo sobre el jergón que su hija siempre ocupaba. La miró con ternura y sus ojos se enrojecieron. No podía admitir que nunca más disfrutaría de su sonrisa, que no volvería a contemplar sus ojos vivarachos ni sus mejillas encendidas. No podía aceptar que de aquellos rasgos tan dulces, tan sólo perviviera un rostro desfigurado.

La noche se adivinaba larga y el frío les atería los huesos, así que Rutgarda propuso tomar algo caliente antes de emplearse en las distintas ocupaciones. Gorgias se mostró de acuerdo y encendió el hogar. Cuando el fuego prendió, Rutgarda puso a calentar la sopa de nabos que había preparado el día anterior, aumentándola con agua y espesándola con un trozo de manteca que había traído Lotaria, mientras ésta se dedicaba a adecentar un rincón que juzgó adecuado para amortajar a Theresa. La mujer, pese a su voluminosa figura, se desenvolvía con la agilidad de una ardilla, y en un abrir y cerrar de ojos dejó el lugar limpio de aperos y utensilios.

– ¿Saben vuestros hijos que pasaréis la noche fuera?

– Lotaria los puso sobre aviso -respondió Reinoldo-. Está mal que lo diga, pero esta mujer es un tesoro. Fijaos: en cuanto se enteró de lo ocurrido, salió corriendo a pedir un frasco de esencia a casa de la partera. No está bien que yo lo diga, pero a veces creo que piensa más que algunos hombres.

– Debe de ser cosa de familia. Rutgarda también es sensata -confirmó Gorgias.

Rutgarda sonrió. Gorgias no solía decirle cosas bonitas, pero era un hombre cabal como pocos, y eso la enorgullecía.

– Dejaos de halagos y salid a cortar un poco de leña, que he de preparar la mortaja. Ya os avisaré cuando termine -refunfuñó Lotaria.

Rutgarda rellenó un cuenco con sopa y se lo acercó a Gorgias.

– Ves lo que decía. Piensan más que algunos hombres -reiteró Reinoldo.

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