Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Rememoró con tristeza cómo su pasión por la lectura se interrumpió a los dieciséis años, a resultas del asesinato del emperador León IV a manos de su esposa, la emperatriz Irene. La muerte del Basileus deparó una interminable sucesión de rencillas y venganzas que acabaron con la detención y ajusticiamiento de cuantos osaron oponerse a la nueva Basilissa. Pero no sólo los críticos acabaron en los cementerios. Aquellos que en vida del Basileus habían establecido vínculos políticos o comerciales con él, sufrieron igualmente la ira de la emperatriz.

Una noche de invierno, el cubiculario se presentó en su casa embozado y con un par de caballos. De no haber sido por su aviso, al día siguiente él y su hija habrían sido ejecutados. Luego vino la huida a Salónica, la peregrinación hasta Roma y el traslado a las frías tierras germanas.

Pero ¿por qué pensaba aquello en ese preciso momento? ¿Por qué evocar unos recuerdos que alimentaban su dolor?

«Destino maldito, tormenta de crueldad. Meandro de caprichos que arrancas de mi alma la carne que era mía, dejándome vacío. Cilicio infame, senda de castigo. Llévame contigo para regalarte mi odio. Ven y abrázame.»

Cerró los ojos y se echó a llorar.

Pese a lo dificultoso del terreno, Gorgias y Reinoldo concluyeron la fosa poco después de la medianoche. A esa hora los clérigos descansaban en sus aposentos y Wilfred pudo oficiar el sepelio en el más estricto secreto. Luego ordenó a Gorgias que cubrieran el féretro sin cruz o signo que pudiese delatar lo acontecido.

– En cuanto al manuscrito… -le recordó el conde.

Gorgias asintió con los ojos enrojecidos. Entonces Wilfred bajó la cabeza y lo dejó a solas con su amargura.

Capítulo 5

Aquella noche los vientos del norte sembraron de hielo hasta el último rincón de Würzburg. Los hombres se apresuraron a sellar las rendijas y avivar los fuegos de los hogares, las mujeres apretujaron a sus hijos entre los jergones, y todos rezaron por que la leña almacenada conservase el calor hasta el amanecer.

Los que durmieron al abrigo de las ascuas soportaron el frío con resignación, pero Theresa fue incapaz de conciliar el sueño. El llanto le había inflamado los párpados hasta hincharlos como odres, y sus ojos enfebrecidos apenas si lograban percibir la cochiquera en la que había encontrado refugio. Su piel aún conservaba la tez cenicienta del humo, y el olor de sus ropas le recordó una y otra vez el infierno que acababa de vivir. La muchacha rompió a llorar y pidió perdón a Dios por sus pecados.

De nuevo en su cabeza retumbaron las imágenes de lo ocurrido: las risas burlonas de los mozos del taller; la piel podrida flotando en el estanque; la prueba por la que tanto había luchado; la discusión con Korne; y por último, el pavoroso incendio. Sólo de pensar en ello se le erizaba la piel, pero dio gracias al cielo por haberle permitido escapar del fuego con vida.

Señor, ¡si al menos hubiese podido evitar la muerte de Clotilda!

En alguna ocasión había sorprendido a aquella muchacha merodeando por los almacenes del taller o rebuscando entre los restos de basura. Según creía, sus padres habían fallecido a principios del invierno, y desde entonces deambulaba sola por los aledaños de la catedral sin que nadie se apiadara de ella. Calculó que Clotilda sería de su edad o incluso algo más joven. Pasado un tiempo, la muchacha había desaparecido y no volvió a saber de ella hasta el día del incendio.

Recordó el instante en que decidió regresar al taller, justo después de asegurar a la esposa de Korne sobre el muro del patio. Cuando entró en la estancia, las llamas crepitaban en el techo convirtiendo el lugar en una enorme lengua de fuego. Buscaba sus últimos libros y entonces la vio. Clotilda, acurrucada en un rincón, manoteaba sin cesar intentando alejar las ascuas que le llovían desde la techumbre. A sus pies había varias manzanas desparramadas. Sin duda la muchacha había aprovechado la confusión para entrar en el taller y conseguir algo de comida.

Intentó sacarla, pero ella se resistió con un gesto de dolor. Entonces advirtió que su piel enrojecida ya había sufrido el envite de las llamas. Al mirar alrededor descubrió bajo una de las mesas su vestido azul, el que había utilizado cuando se sumergió en el estanque. Lo cogió, y tras comprobar que aún seguía empapado, se lo ofreció a la muchacha. Ésta se despojó de sus andrajos y se enfundó el vestido de Theresa. El agua la alivió. En ese momento el techo crujió y las vigas comenzaron a caer. Recordaba que intentó arrastrarla, pero la muchacha se asustó y corrió en la dirección opuesta. Luego todo se derrumbó y Clotilda quedó sepultada bajo los escombros.

Después ella huyó ladera abajo, corriendo, tropezando, sintiendo en su nuca el aliento del diablo. Tomó la vereda que rodeaba la muralla y tras franquearla se adentró en la maleza hasta llegar a un castañar donde los cerdos solían alimentarse. Allí se refugió en la cabaña de los porqueros. Cerró la puerta como si quisiese negarle el paso a tanta desgracia y se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra la pared de barro y zarza.

Los libros quemados; el taller arruinado y consumido; aquella pobre chica muerta. Ya nunca se atrevería a mirar a Gorgias a la cara. Le había deshonrado de la peor forma en que una hija podía deshonrar a su padre, y aunque le doliese reconocerlo, haberle decepcionado era lo que más sentía. Lloró sin consuelo hasta que las lágrimas horadaron sus mejillas. Su garganta balbuceó una y otra vez pidiendo perdón a Dios, rogándole que nada de aquello hubiese sucedido. Todo era culpa suya, de su estúpido afán por querer ser quien no era. Tenían razón quienes le decían que el sitio de una mujer estaba en su casa, con su marido, pariendo hijos y sacando adelante una familia. Y Dios ahora la castigaba por su avaricia.

Se despertó tiritando, con el cuerpo entumecido y las sienes martilleándole la cabeza. Al levantarse, las piernas le flaquearon como si hubiese caminado toda la noche. El frío le atería el pecho y su garganta era un sembrado de espinas. Cuando logró despejarse abrió la portezuela y comprobó que ya había amanecido. El lugar aparecía desierto, pero aun así lo escrutó con atención.

Una bandada de estorninos elevó el vuelo aleteando con estruendo. Theresa admiró el verdor de los abetos y la limpieza del cielo. El bosque de castaños se le antojó un jardín recién arreglado, y por un momento se dejó llevar por el perfume de la tierra húmeda y el suave susurro del viento.

El estómago le gruñó recordándole que no probaba bocado desde el día anterior. Desató la talega de piel que su padre había olvidado en el taller del percamenarius y extendió su contenido en el suelo. Descubrió una tablilla de cera y un estilo de bronce que utilizaba como puntero. Envuelta en un paño, una manzana madura. La cogió y la mordió con fruición. Mientras masticaba, terminó de ordenar el resto de las pertenencias: un pequeño eslabón acerado para encender fuego, un crucifijo tallado en hueso, un frasco de esencia para perfumar pergaminos, y el carrete de hilo de cáñamo que Gorgias solía utilizar en el cosido.de los cuadernillos. Lo recogió todo para guardarlo de nuevo.

Meditó un buen rato hasta tomar una decisión: huiría lejos de Würzburg, a un lugar donde nadie pudiera encontrarla. Tal vez al sur, a Aquitania; o al oeste, a Neustria, donde había oído hablar de la existencia de abadías regidas por mujeres. Incluso si encontrase la oportunidad, viajaría hasta Bizancio. Su padre siempre decía que algún día conocería a sus abuelos, los Theolopoulos. Apenas los recordaba, pero si llegaba a Constantinopla seguro que les encontraría. Allí trabajaría hasta convertirse en una mujer de provecho. Estudiaría gramática y poesía, como a Gorgias le hubiese gustado, y quizás entonces, algún día, se atreviese a regresar a Würzburg para encontrarse con su padre y pedirle perdón por sus pecados.

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