Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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– Pero ¿es que hay más sajones? -preguntó atemorizada.

– Son poco más que una banda, pero fieros como alimañas.

La verdad, no sé cómo se han infiltrado, pero los pasos están infestados. De hecho, he perdido tres días rodeando las montañas.

Rodeando las montañas… Eso sólo podía significar que Hóos procedía de Fulda, de modo que no podía conocer lo ocurrido en Würzburg. Suspiró aliviada.

– En cualquier caso, tu aparición ha resultado providencial -dijo mientras observaba cómo Hóos se limpiaba las manos ensangrentadas frotándolas contra la nieve.

– Bueno. Lo cierto es que desde ayer merodeaba por los alrededores -repuso él-. A última hora decidí hacer noche en el horno, pero al acercarme observé luz en la casa y comprobé que eran esos sajones. No quería problemas, así que resolví dormir en el cobertizo y esperar a que marchasen. Cuando desperté habían desaparecido. No obstante, me adentré en el bosque para asegurarme. Después de un rato decidí volver y entonces vi que te habían atrapado.

– Habrían salido a cazar. Traían unas ardillas.

– Probablemente. Pero dime… ¿qué hacías tú en la casa?

Theresa se ruborizó. No había previsto esa pregunta.

– La tormenta me sorprendió cerca del horno. -Carraspeó-. Me acordé de la vivienda y vine para guarecerme. Luego esos hombres surgieron de la nada.

Hóos torció el gesto. Seguía sin entender qué hacía una joven por aquellos andurriales.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó ella intentando cambiar de tema.

– Yo he de cavar un rato. En cuanto a ti -le sugirió-, convendría que te ocupases del moretón de tu cara.

Theresa contempló a Hóos mientras el joven se adentraba en la vivienda. Hacía tiempo que no le veía, y aunque su rostro se había endurecido, aún conservaba su pelo ensortijado y su semblante amable. Hóos era el único de los hijos de la viuda Larsson que había abandonado el oficio de cantero. Lo sabía porque la mujer presumía continuamente de su nombramiento como fortior de Carlomagno, cargo del que ella desconocía todo, a excepción de su extraña pronunciación. Calculó que Hóos rondaría la treintena. A esa edad un hombre ya solía haber engendrado un par de hijos. Sin embargo, nunca oyó a la viuda Larsson mencionar que tuviese nietos.

Al cabo de un rato, Hóos regresó al cobertizo con la pala que había usado para remover la tierra. Con gesto cansado la arrojó al suelo junto a Theresa.

– Esos hombres ya no nos causarán problemas -dijo.

– Estás empapado.

– Sí. Ahí fuera diluvia.

Ella torció el gesto, pero no supo qué decir.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Hóos.

Asintió con la cabeza. De buena gana se habría comido una vaca.

– Perdí mi montura atravesando un barranco -se lamentó él-. El caballo y los víveres se fueron al diablo, pero ahí dentro -dijo señalando la casa- he visto un par de ardillas que podrían aliviarnos, de modo que decide: o entras y nos llenamos la tripa, o nos quedamos aquí fuera hasta que el frío nos reviente.

Theresa apretó los labios. No quería volver a la cabaña, pero Hóos llevaba razón: en aquel cobertizo no aguantarían mucho más tiempo. Se levantó y lo siguió, aunque a la entrada la detuvo un escalofrío. Hóos la miró con el rabillo del ojo; la compadecía, pero no quería que ella lo notara. De un puntapié abrió la puerta y le mostró la habitación vacía. Luego le pasó un brazo por los hombros y entraron juntos.

El calor de la leña les reconfortó igual que un caldo recién servido. Hóos había añadido una brazada de leña al fuego, que chisporroteaba con fuerza iluminando suavemente la estancia. La fragancia a castañas calientes acarició su olfato y el olor a carne aguijoneó su apetito. Theresa observó los enseres recogidos y una manta dispuesta junto al fuego. Por primera vez desde el incendio creyó sentirse segura.

Aún no se había acostumbrado al calor cuando Hóos se presentó con las ardillas y las castañas.

– Esa gente sabía dónde buscar alimento -dijo-. Espera un momento… -Salió y al poco volvió con varias prendas-. Se las pedí a los sajones antes de enterrarlos. Échales un vistazo. Tal vez encuentres algo que te sirva.

Theresa apuró un último bocado antes de ocuparse de las ropas. Las examinó detenidamente para acabar escogiendo una casaca de paño oscuro y aspecto desaliñado que usó para cubrirse las piernas. Hóos le recriminó que desechase una pelliza más gruesa porque presentaba manchas de sangre, pero en cambio celebró que conservara el cuchillo con que el sajón corpulento había intentado matarla.

Cuando terminaron de comer, se quedaron en silencio un rato escuchando el tableteo de la lluvia sobre el techo de hojarasca. Luego Hóos fue a mirar a través de una rendija. Estimó que pronto anochecería, aunque hacía rato que la oscuridad se había adueñado del firmamento.

– Si continúa arreciando, los sajones no saldrán de sus guaridas.

– Aja -asintió ella.

– ¿Tú no eras la hija del escriba? Te llamabas…

– Theresa.

– Es cierto. Theresa… Venías de vez en cuando al horno en busca de cal para curtir pergaminos. Recuerdo que la última vez que te vi, tenías tantos granos en la cara que parecías una torta de arándanos. Has cambiado mucho. ¿Aún trabajas de aprendiza en el taller del percamenarius?

A ella le molestó la comparación con una torta.

– Sí. Pero ya no soy aprendiz -mintió-. Realicé la prueba para acceder al puesto de oficial.

– ¿Una mujer oficial? ¡Dios Santo! ¿Es eso posible?

Theresa calló. Estaba acostumbrada a conversar con mozos cuya mayor sabiduría consistía en perseguir perros a pedradas, así que bajó la cabeza y se acurrucó bajo la casaca. Luego la alzó lentamente y miró a Hóos de reojo. Visto de cerca, resultaba más alto de lo que en principio le había parecido. Quizás hasta el extremo de superar en una cabeza a cualquiera de los mozos que recordaba. Parecía fuerte y nervudo; probablemente, a causa del trabajo en la cantera. Mientras Hóos atisbaba por la rendija, lo imaginó como uno de esos enormes perros lanudos que cubren de lametones a los bebés mientras soportan pacientemente sus travesuras, pero que despedazarían en un instante al primero que osase ponerles la mano encima.

– ¿Y tú a qué te dedicas? -le preguntó-. Tu madre presume de que ocupas un cargo en la corte.

– Bueno -sonrió él-. Ya conoces a las madres cuando hablan de sus hijos: lo mejor es creer la mitad de lo que dicen, regalarles un gesto de admiración y olvidar rápidamente la otra mitad.

Theresa rio. Su padre hablaba tan bien de ella, que en ocasiones la hacía ruborizar.

– Hace tres años -continuó Hóos-, la fortuna me hizo destacar en una de las campañas militares emprendidas por Carlomagno. La noticia llegó a sus oídos y a mi regreso me ofreció el juramento de fidelidad. Lo que muchos conocen como encomendación.

– ¿Y eso qué significa?

– Pues en pocas palabras, convertirse en vasallo del rey. Un soldado de confianza; alguien a quien acudir en cualquier momento.

– ¿Un soldado? ¿Como los del praefectus de Würzburg?

– No exactamente -rio-. Esos hombres son unos pobres diablos que obedecen sin rechistar por un mísero jornal. Yo en cambio poseo mis propias tierras.

– Pensé que los soldados no tenían tierras -se admiró.

– A ver cómo te lo explico… Al encomendarte al rey, te obligas a servirle con lealtad, pero estableces un compromiso mutuo que el rey suele compensar con generosidad. De su mano obtuve veinte arpendes de tierra de laboreo, quince más de viñedos y otros cuarenta de campo inculto que pronto comenzaré a roturar, de modo que, en realidad, mi vida no difiere en mucho de la de un cómodo terrateniente.

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