Con los dedos temblando, rozó su cabello antes de susurrarle un adiós impregnado de culpa.
Se levantó con cuidado y miró alrededor. Junto a la ventana descansaban las pertenencias que Hóos había sustraído a los cadáveres; principalmente, enseres de caza y ropa sucia. Aunque el joven las había revisado, ella volvió a examinarlas.
Entre los pliegues de una capa descubrió una cajita de madera con un eslabón afilado, lasca de pedernal y algo de yesca en su interior. También halló varias cuentas de ámbar enhebradas y una porción de huevas secas de pescado que no dudó en introducir en su bolsa junto a la caja. Desechó una correa medio podrida, pero aprovechó un pequeño odre de agua y un par de botas enormes que, haciéndolas ceder, calzó sobre sus propios zapatos. Luego se dirigió hacia donde yacían las armas que Hóos había limpiado antes de clasificarlas. Mientras las ordenaba, el joven le había explicado la habilidad de los sajones en el manejo del scramasax, un puñal ancho del que a veces se valían como espada corta, y de su torpeza con la francisca, el hacha ligera empleada por los ejércitos francos.
Pasó de largo ante los arcos de tejo y se detuvo frente al mortífero scramasax. Al empuñarlo, un temblor le sacudió el espinazo. Las armas le asustaban, pero si pretendía cruzar los pasos debería portar alguna. Finalmente se decidió por un cuchillo chato que juzgó mucho más ligero. Sin embargo, justo después de habérselo uncido, reparó en la daga que Hóos había depositado aparte.
Al contrario de los toscos puñales sajones, aquella daga lucía un minucioso labrado que ascendía por ambos lados de la hoja hasta imbricarse en un puño de plata coronado por una esmeralda. Era ligera y fría, y su filo refulgía delicadamente a la luz de las ascuas. Imaginó que poseería un valor incalculable.
Contempló a Hóos plácidamente dormido y la vergüenza le encogió el corazón. Él le había salvado la vida y ella le pagaba como una ladrona. Dudó un instante, pero al momento se deshizo del puñal y se unció la daga a su cíngulo. Luego, al tiempo que pronunciaba una disculpa imperceptible, cargó con la talega de su padre, se embutió en las pieles nuevas y abandonó la casa para adentrarse en el terrible frío de la madrugada.
El amanecer sorprendió a Hóos con Theresa ya lejos de la cabaña. La buscó por la cantera y los lindes del bosque, e incluso ascendió el curso del río antes de darse por vencido. De regreso a la vivienda se entristeció por el destino que aguardaba a la muchacha, pero más aún le apenó el hecho de que le hubiera robado su daga de esmeraldas.
Gorgias se despertó aterrado, tiritando por el sudor que le empapaba, incapaz aún de aceptar el que días atrás hubiera sepultado a su única hija. Vio a Rutgarda a su lado y la abrazó. Luego imaginó a Theresa cuando aún vivía, sonriente, enfundada en su vestido nuevo, dispuesta a realizar la prueba que la llevaría a convertirse en oficial d e percamenarius. Recordó el ataque sufrido y cómo ella le había salvado la vida. Después el pavoroso incendio, su búsqueda desesperada, los heridos y los muertos… Lloró al revivir el instante en que contempló el cadáver de Theresa. De su hija apenas quedaban los jirones de aquel vestido azul que ella tanto adoraba.
Acurrucado junto a Rutgarda, sollozó hasta gastar sus últimas lágrimas. Pasado un rato se preguntó cuánto más podrían permanecer en la vivienda de sus cuñados, apretados como arenques, sin paja sobre la que acomodarse y a expensas de los tablones que Reinoldo disponía cada noche sobre el suelo de tierra.
Se dijo que sus cuñados formaban una familia excepcional. Pese al trastorno que les ocasionaban con su presencia, ambos les habían acogido con cariño, y tanto uno como otro se esforzaban para que ni él ni Rutgarda echasen en falta las comodidades de su antigua vivienda. Gorgias se congratuló por la fortuna de Reinoldo. Su trabajo como carpintero no dependía de las inclemencias del tiempo, de modo que incluso en los momentos más difíciles, el reparar un tejado podrido o recomponer las ruedas de un carro podían ayudarle a alejar el hambre de su casa.
Por un momento sintió que la envidia le asaltaba. Codició la sencillez de Reinoldo; el que su única preocupación consistiese en obtener el pan necesario para alimentar a sus retoños, o dormir junto al calor de su esposa. Reinoldo solía afirmar que la felicidad no dependía del tamaño de la hacienda, sino de quienes le esperaran a uno dentro de ella, y a juzgar por su familia, aquella frase no podía resultar más cierta.
Desde su llegada a la vivienda de Reinoldo, Rutgarda había atendido a los niños de la pareja, se había encargado de la limpieza y la costura, e incluso de la comida cuando había dispuesto de la suficiente como para utilizar la cocina. Eso había permitido a Lotaria entregarse a sus quehaceres como doméstica en la hacienda de Arno, uno de los ricos de la comarca. Él, por su parte, procuraba auxiliar a Reinoldo en la carpintería cuando el trabajo en el scriptorium y su maltrecho brazo se lo permitían. Sin embargo, pese a la hospitalidad de su cuñado, sabía que pronto debería encontrar otro lugar en el que alojarse, pues era posible que por su causa, Reinoldo fuera objeto de cualquier tropelía.
En aquel instante los pucheros de un pequeño hicieron que Lotaria y Rutgarda se movilizaran al ritmo de la llantina. Entre ambas adecentaron a los chiquillos, que tiritaban como si se hubieran caído al río, les frotaron los ojos con un poco de agua y los vistieron con casullas de lana limpias. Luego encendieron la lumbre y calentaron unas gachas resecas que en otro tiempo habrían ido directamente a la pocilga. Gorgias se levantó medio dormido, saludó con un gruñido y, tras rebuscar en un baúl destartalado, se cubrió con el delantal que habitualmente empleaba para su faena como escriba. Mientras lo hacía, dejó escapar un juramento como pago a los dolores con que le saludaba la herida de su brazo.
– Deberías cuidar tu lenguaje -le reprendió Rutgarda señalando a los niños.
Gorgias murmuró algo y entre bostezos se dirigió hacia el fuego procurando evitar los bártulos diseminados por toda la estancia. Se lavó la cara y se acercó al aroma de las gachas.
– Otro día de perros -se lamentó Gorgias.
– Al menos en el scriptorium no hace tanto frío.
– No estoy seguro de ir allí hoy.
– Ah, ¿no? ¿Y adonde irás? -preguntó extrañada.
Gorgias no respondió enseguida. Se había propuesto investigar el asalto sufrido antes del incendio, pero no deseaba inquietar a Rutgarda.
– Me quedé sin tinta en el scriptorium, así que pasaré por el bosque de nogales a ver si recojo unas cuantas nueces.
– ¿Tan temprano?
– Si voy tarde, los chiquillos no dejarán ni una.
– Abrígate -dijo la mujer.
Gorgias miró a su esposa con cariño. Rutgarda era una buena mujer. La estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Luego cogió la talega con su material de escritura y se abrió camino hacia las dependencias catedralicias.
Mientras Gorgias ascendía por las callejuelas dormidas, se preguntó sobre el asaltante que días atrás le había robado el pergamino, recordando el suceso como si lo reviviera: la sombra agazapada abalanzándose contra él; unos ojos de hielo resaltando sobre el embozo que protegía su rostro. Luego aquel dolor agudo atravesando su brazo, y por último, tan sólo tinieblas.
«Unos ojos de hielo», se dijo con amargura. Si por cada par de ojos claros que encontrase en Würzburg le regalasen un puñado de trigo, llenaría su granero en una semana.
Por un momento anheló que aquel robo hubiese obedecido a un capricho del destino; al desvarío de un muerto de hambre en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. En tal caso, el borrador yacería abandonado en algún camino, estropeado por la lluvia o roído por las alimañas. Sin embargo, era de necios imaginar algo semejante. Con toda seguridad, el ladrón conocía de antemano su incalculable valor. Se preguntó entonces quién podría codiciar aquel pergamino.
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