Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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– Pero aun así, tienes que ir a la guerra…

– Así es. Por lo general las levas sólo entran en combate con la llegada del verano, cuando la siega ya ha finalizado, así que en ese momento preparo mis pertrechos, recluto a los que me acompañarán a la contienda y acudo a la llamada.

– ¿También dispones de siervos? -se sorprendió.

– Siervos no. Llámalos colonos, manumisos o mancipia. Pero no son siervos; son hombres libres. Unos veinte, entre hombres y mujeres. Como comprenderás, yo solo no podría explotar esos terrenos. Por suerte, Aquis-Granum rebosa de desheredados procedentes de todos los rincones del reino: aquitanos, neústrios, austrasios, lombardos… Acuden a la corte creyendo que harán fortuna, y acaban desesperados en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. Entre tanta gente, sólo has de elegir con tino a quién arrendar la tierra.

– Entonces, ¿eres rico?

– No, por Dios, ya me gustaría -rio-. Los colonos son gente humilde. Como pago por su usufructo me entregan una parte de la cosecha, más ciertas corveas semanales. Ya sabes: limpiar los caminos, reparar algún cercado y tareas semejantes. En ocasiones me ayudan a arar los mansos que reservo para mi uso, pero como te decía, todo eso no es demasiado. Mis posesiones ni se aproximan a las de un antrustion del rey.

– Y dime, Hóos, ¿es Aquis-Granum hermoso?

– ¡Oh! Desde luego, tan hermoso como pudiera serlo un enorme bazar si dispusieses de los suficientes denarios. Te diré que en una sola de sus calles se abarrota más gente que en toda la ciudad de Würzburg. Tanta que te perderías. A cada paso surgen comercios de carnes o aperos, de hebillas o guisados; justo a su lado se elevan otros repletos de telas y sederías, y apretujado entre cada dos, donde apenas si cabe una alfombra, encontrarás un tercero en el que te ofrezcan desde un tarro de miel hasta una espada aún ensangrentada.

Le contó que las calles serpenteaban como una vieja maraña tejida por manos temblorosas, entrecruzadas mil veces en una urdimbre de covachas, tabernas y lupanares. De vez en cuando surgían pequeñas plazas de incontables esquinas que acogían a la multitud, donde rateros y lisiados competían con borrachos, transeúntes y animales, a la búsqueda del mejor lugar para sus negocios. Al final, las callejas confluían en una rambla por la que podría desfilar un regimiento a caballo, y donde ésta acababa, al flanco de la gran basílica, se alzaba majestuoso un imponente edificio de ladrillos negros. El palacio del rey Carlomagno.

Theresa escuchaba embelesada. Por un instante creyó estar viendo su lejana Constantinopla.

– ¿Y hay juegos, y foro, y circo?

– No te entiendo.

– Como en Bizancio… Edificios de mármol, avenidas empedradas, jardines y fuentes, teatros, bibliotecas…

Hóos enarcó una ceja. Imaginó que Theresa bromeaba. Le dijo que lugares así sólo existían en las fábulas.

– Te equivocas -respondió contrariada.

Al punto se levantó y miró hacia otro lado. No le importaba si Aquis-Granum tenía o no jardines con fuentes, pero le dolía que Hóos dudase de su palabra.

– Deberías conocer Constantinopla -añadió-. Recuerdo Hagia Sofía, una catedral como jamás llegarías a imaginar. Tan alta y espaciosa que su interior podría acoger a una montaña. O el hipódromo de Constantino, de dos estadios de longitud, donde cada mes se celebraban juegos y competiciones de aurigas. Recuerdo los paseos por las murallas de Teodosio -sus ojos se iluminaron-, unas defensas de piedra que resistirían el envite de cualquier ejército; las fuentes iluminadas, haciendo brotar agua del suelo; los suntuosos desfiles imperiales, interminables batallones de soldados encabezados por columnas de elefantes primorosamente engalanados… Sí. Deberías conocer Constantinopla. Así sabrías cómo es el paraíso.

Hóos se quedó boquiabierto. Aunque aquello no fuera más que fantasía, admiró la portentosa imaginación de la muchacha.

– Desde luego que me agradaría conocer el paraíso -afirmó burlón-, pero no quiero morir tan pronto. Por cierto… ¿qué son los aurigas?

– Son conductores de carros a los que uncen varios caballos. Pero no carros como los tirados por bueyes. Aquéllos son pequeños y ligeros, y, sobre todo, veloces como el viento.

– Como el viento… ya. ¿Y los elefantes?

– ¡Oh! Los elefantes… Deberías verlos -rio-. Son animales enormes como casas, de piel acerada inmune a los dardos. Poseen gruesas patas que semejan troncos de árbol, y por su boca asoman dos colmillos gigantescos con los que embisten como lanzas. Bajo los ojos agitan una nariz parecida a una enorme serpiente. -Sonrió ante la incredulidad de Hóos-. Sin embargo, pese a su fiero aspecto, obedecen a sus guías, y cabalgados por seis jinetes se comportan como el más dócil de los potros.

Hóos intentó reprimirse, pero finalmente se echó a reír.

– Bueno. Ya está bien por hoy. Deberíamos descansar un poco. Mañana nos espera un buen trecho hasta Würzburg -dijo.

– ¿Y cuál es el motivo de tu viaje? -se interesó Theresa desoyéndole.

– Duérmete.

– Pero es que yo no quiero regresar a Würzburg.

– Ah ¿no? ¿Y qué pretendes? ¿Esperar aquí a que aparezcan, más sajones?

– No, claro que no. -Su gesto se ensombreció.

– Pues entonces deja de pronunciar desatinos y duerme un rato. No quiero tener que tirar de ti mañana.

– Aún no me has contestado -insistió ella.

Hóos, que ya se había tumbado junto al fuego, se incorporó de mala gana.

– Dentro de poco, un par de navíos cargados de alimentos zarparán de Fráncfort en dirección a Würzburg. En ellos viajarán personas importantes. El rey desea que se les acoja conforme a su rango y por ese motivo me envió como emisario.

– ¿Y vendrán ahora, con las tormentas?

– Mira, ese asunto ya no es de tu incumbencia. Ni siquiera de la mía, así que acuéstate y duerme hasta mañana.

Theresa guardó silencio pero no logró conciliar el sueño.

Aquel joven la había ayudado, sí, pero apenas difería de los otros mozos, y seguramente, el que la hubiese salvado sólo obedecía al fruto de la providencia. Además, le resultó extraño que alguien con su posición cruzara las montañas desarmado y sin compañía. Sin apenas darse cuenta, cerró el puño sobre el cuchillo que guardaba bajo sus ropas y entornó los ojos. Luego, tras un rato imaginando su ansiada Constantinopla, se fue quedando dormida.

Por la mañana despertó antes que Hóos. El joven dormía profundamente, así que se levantó con cuidado, fue hasta la puerta y acercó su cara a una rendija. El frescor matinal la saludó. Sin pensar en el peligro, abrió despacio y salió al manto de nieve nueva que tapizaba el camino. Olía a paz, y no llovía.

Hóos aún dormitaba cuando regresó. Sin saber el motivo, ella se recostó contra su hombro y la templanza de su cuerpo la reconfortó. Por un instante se sorprendió a sí misma imaginándose junto a él en una ciudad lejana, en un lugar cálido y luminoso donde nadie la importunara por su afición a la escritura; un lugar donde poder conversar con un joven de mirada franca, distante de los problemas que tan inesperadamente habían irrumpido en su vida. Pero en ese instante acudió a su mente el recuerdo de su padre, y entonces se reprendió por su egoísmo y cobardía. Se preguntó qué clase de hija se dedicaría a fantasear con un mundo de felicidad mientras su padre soportaba el oprobio de sus pecados. La respuesta no la satisfizo. Entonces se juró que algún día regresaría a Würzburg para confesar sus pecados y devolver a su padre la dignidad que nunca debió haberle arrebatado. Luego volvió la vista hacia Hóos. Por un momento pensó en despertarlo y pedirle que la acompañase a Aquis-Granum; sin embargo, se contuvo, a sabiendas de que aunque se lo suplicase, él no lo aprobaría.

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