Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Oculta tras la leña, Theresa no alcanzaba a adivinar lo que estaba sucediendo. ¿A qué estaban esperando? ¿Por qué no la buscaban? Desde su escondrijo observó cómo los hombres se desprendían de las armas y ensartaban un par de ardillas para asarlas al fuego. Reían y gesticulaban como dos borrachos mientras se daban empellones y volteaban los espetones descuidadamente. Se fijó en el más corpulento, una montaña de grasa cubierta de pieles cuya mayor virtud parecía consistir en no caer de bruces contra el suelo. El delgado no paraba quieto, constantemente se rascaba la cara llena de pecas y alzaba la nariz como una alimaña olisqueando a su presa. Theresa imaginó que si una rata caminara sobre dos patas, seguramente se le parecería.

En un momento determinado, el más corpulento espetó algo al pecoso y éste, molesto, hizo ademán de empuñar el cuchillo. Sin embargo, se detuvo y ambos rieron ruidosamente. Cuando se calmaron, Theresa advirtió que conversaban en un dialecto ininteligible, y entonces comprendió que sólo un milagro la salvaría. Aquellos hombres no eran soldados, ni venían de Würzburg. Parecían sajones: paganos dispuestos a matar al primer infortunado que se cruzase en su camino.

En ese instante Theresa se apoyó en un madero haciéndolo caer con estrépito. La muchacha contuvo la respiración mientras el hombre corpulento miraba el tronco con ojos estúpidos, pero en vez de comprobar el origen del ruido se volvió hacia el fuego y continuó con el asado. Sin embargo, el pecoso mantuvo la mirada sin pestañear. Después cogió una rama encendida, empuñó su cuchillo y avanzó lentamente hacia los troncos. Theresa cerró los ojos y se acurrucó tanto que los huesos le dolieron. De repente sintió una mano que la aferraba por los pelos y tiraba hasta alzarla. Chilló y pataleó intentando zafarse, pero un brutal puñetazo la dejó sin aliento. Momentos después, el sabor de la sangre le hizo comprender que lo último que verían sus ojos serían los rostros de aquellos asesinos.

El pecoso acercó la tea a Theresa y la examinó como quien descubre una zorra en un cepo para conejos. Sonrió al comprobar la tez clara de su rostro, apenas estropeada por el puñetazo. Después bajó lentamente la mirada deteniéndose en sus pechos, que adivinó firmes y generosos, para continuar hasta sus caderas amplias y marcadas. Entonces enfundó el cuchillo y la arrastró por el brazo hasta el centro de la sala. Allí, ante la mirada aterrada de Theresa, el hombre se desabrochó los pantalones dejando a la vista un palpitante miembro velludo. La joven se quedó paralizada. Jamás había imaginado que una cosa tan horrible pudiera esconderse bajo unos pantalones. Estaba tan aterrorizada que no pudo evitar que la vejiga se le vaciase. Creyó morir de vergüenza. Sin embargo, los dos hombres celebraron la deyección con una sonora carcajada. Luego, el corpulento la sujetó mientras el otro hacía jirones su vestido.

El pecoso esbozó una grotesca sonrisa cuando el vientre de Theresa latió bajo el fulgor de las ascuas. Admiró la palidez de su carne, en contraste con el triángulo que adornaba el nacimiento de sus piernas, y sintió cómo el deseo le aguijoneaba con fiereza. Entonces se escupió sobre el miembro, lo frotó y lo condujo hacia Theresa. La joven gritó y se revolvió. Los maldijo una y mil veces, y sin saber cómo logró soltarse, momento que aprovechó para correr hacia la pila de maderos. Allí se apresuró a buscar el estilo que llevaba en la talega, pensando que si lo encontraba dispondría de una oportunidad. Sin embargo, sus manos hurgaron en vano.

Justo cuando el pecoso se disponía a asaltarla, sus dedos tropezaron con el punzón de su padre, y Theresa lo esgrimió con desesperación. El pecoso se detuvo, con el estilo temblando a un palmo de su cara. El corpulento miraba la escena sorprendido, aguardando como un perro el gesto de su amo, pero el pecoso, en lugar de pronunciarse, rompió a reír escandalosamente. Luego agarró una vasija de la que bebió hasta que el líquido le resbaló a borbotones y entonces, sin soltar la jarra, arreó un bofetón a Theresa haciendo que el estilo volase por los aires.

En un instante Theresa se encontró tumbada sobre un banco lleno de zuecos y con el sajón babeándole la cara. El aliento a alcohol le inundó los pulmones. Enfebrecido por el vino, el sajón buscaba su sexo mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Theresa intentó cerrar las piernas pero el sajón las separó con violencia. En ese momento advirtió que su atacante apoyaba la mano derecha bajo la enorme cuchilla. Estaba tan borracho que ni se había dado cuenta. Ella se dijo que le bastaría con un instante de libertad. Entonces alzó la cabeza y lo besó en la boca. El sajón se sorprendió y ella aprovechó su desconcierto. Empujó el soporte que aseguraba la cizalla hasta lograr que se desplomase sobre la mano del sajón, con tal violencia que sus dedos saltaron seccionados en un interminable reguero de sangre.

Theresa aprovechó para correr hacia la puerta mientras el herido se revolcaba como un cerdo. La habría franqueado de no ser porque el corpulento se interpuso en su camino. La joven intentó esquivarle, pero el hombre, con inusitada rapidez, la agarró por los pelos y elevó su cuchillo. Theresa cerró los ojos y gritó. Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, el hombre dejó escapar un extraño gruñido. A continuación sus ojos palidecieron y sus piernas se tambalearon. Después cayó de rodillas frente a Theresa, y finalmente se derrumbó de bruces contra el suelo. En ese instante ella advirtió un enorme puñal clavado en la espalda del bandido, y detrás de éste, la figura del joven Hóos Larsson tendiéndole la mano.

Hóos la sacó de allí. Luego el joven regresó a la casa, se oyeron unos gritos desgarradores y al poco volvió con las manos ensangrentadas. Se acercó a Theresa y la cubrió con su capa de lana.

– Ya pasó todo -dijo con voz torpe.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Entonces se dio cuenta de que estaba medio desnuda y sus mejillas enrojecieron. Procuró taparse lo mejor que pudo. Hóos la ayudó.

Hóos Larsson le resultó más atractivo de lo que recordaba. Quizás algo recio, pero de mirada franca y modales contenidos. Hacía tiempo que no sabía de él, aunque eso no importaba. Le agradecía que la hubiese salvado, pese a que seguramente ahora la conduciría a Würzburg para entregarla a la justicia. Pero eso ya le daba lo mismo. Lo único que deseaba era que su padre la perdonase.

– Deberíamos entrar. Aquí vamos a congelarnos -sugirió él.

Theresa miró hacia la casa y negó con la cabeza.

– No tienes nada que temer. Están muertos.

Volvió a menear la cabeza. No entraría ni aunque se muriese de frió.

– ¡Dios! -refunfuñó Hóos-. Pues vayamos al cobertizo. Allí no hay fuego, pero al menos nos protegeremos de la lluvia.

Sin darle tiempo a contestar, tomó a la joven en brazos y la llevó hasta el cobertizo. Una vez allí, dispuso con los pies un poco de paja a modo de lecho y depositó encima a Theresa.

– He de ocuparme de esos cadáveres -dijo.

– Por favor, no te vayas.

– No puedo dejarles. La sangre atraería a los lobos.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Pues enterrarlos, supongo.

– ¿Enterrar a unos asesinos? Deberías arrojarlos al río -sugirió ella frunciendo el ceño.

Hóos rompió a reír. Sin embargo, al advertir el gesto de reprobación de Theresa, procuró contenerse.

– Disculpa, pero no creo que sea una buena idea. El río está tan helado que necesitaría un pico para abrir un agujero por donde echarlos.

Theresa calló avergonzada. Lo cierto era que sabía bastante de pergaminos, pero casi nada de cualquier otra cosa.

– Y aunque el agua fluyese -agregó él-, arrojarlos no resolvería el problema. Sin duda esos hombres formaban parte de alguna avanzadilla, y tarde o temprano, el río conduciría los cadáveres hasta sus compañeros.

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