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David Liss: Una conspiración de papel

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David Liss Una conspiración de papel

Una conspiración de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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Solamente sonrió.

– Bueno, supongo que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild, ¿no le parece?

Recordé las palabras de mi tío: «Al señor Mendes le gusta decir que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild».

– Dale recuerdos míos al señor Mendes -murmuré.

Me mostró una sonrisa de dientes podridos.

– Es usted un tipo listo, ¿eh? Me da hasta pena haber jugado con usted, señor, pero Wild es un poquito más listo, supongo.

Ordené al sinvergüenza impertinente que se marchara. No podía creer mi mala fortuna. Con toda seguridad habían cortado mis líneas de comunicación para que me fuera imposible enviar precisamente la clase de mensaje que quería enviar. Si estaban impidiendo que me pusiera en contacto con mi tío, era prácticamente seguro que quienquiera que estuviera conspirando contra mí se encargaría también de que me enfrentase a un juicio. No podía imaginar que a la Compañía de los Mares del Sur le apeteciese mucho eso: de hecho, si iban a llevarme a juicio podía considerar que mi vida estaba en peligro en todo momento, ya que la Compañía de los Mares del Sur tenía mucho que perder en un juicio. El Banco de Inglaterra, sin embargo, tenía mucho que ganar, y lo único que podía asumir es que quien estaba detrás de esta trama para aislarme era Bloathwait.

No dormí en absoluto aquella noche, pero tampoco pensé mucho acerca de lo que me había ocurrido ni en lo que había visto. Permanecí sentado en mi incómoda silla de madera e intenté vaciar la mente. Pero no pude olvidarme del todo del bonito rostro de Sarah Decker. Si ella era Sarah Decker, ¿quién era entonces la mujer que había conocido aquel día, y qué podía significar ese encuentro? Me hallaba, como había dicho Adelman, en un laberinto en el cual no podía ver lo que tenía por delante ni tampoco siquiera lo que tenía por detrás. Sólo sabía dónde estaba, y estaba atrapado.

A la mañana siguiente me llevaron ante el juez. El juez Duncombe me observó fijamente en su tribunal de Great Hart Street.

– Estoy asombrado -me dijo, y claramente lo estaba-. El señor Weaver, una vez más, y un asunto de asesinato, una vez más. De veras, señor, veo que debo proceder a encerrarle inmediatamente antes de que despueble usted la metrópoli entera.

Tragué saliva al oír la palabra «asesinato». Confieso que la situación me aterrorizaba, porque no ofrecía muy buenas perspectivas, por ponerlo suavemente.

– ¿Debo entender que Sir Owen efectivamente ha muerto, señoría?

– No -explicó Duncombe-. El médico me ha contado que las heridas de Sir Owen son superficiales y que se espera que se recupere completamente. Pero está el asunto del otro individuo, el lacayo, Dudley Roach, que sí está muerto del todo. Dígame, señor Weaver, ¿le agrada o le desagrada a usted la expectativa de que Sir Owen vaya a recuperarse?

– Le confieso que tengo sentimientos encontrados -dije audazmente-, pero lo cierto es que prefiero que viva para que se le pueda obligar a confesar sus crímenes. Espero que le vigilen bien y que no pueda escapar.

– Estamos aquí para discutir sus crímenes -dijo el juez con sarcasmo-, no los de un barón.

Me erguí y hablé con aplomo.

– Estoy convencido de que los testigos de los hechos testificarán que Sir Owen disparó una pistola contra mí y me atacó. Fue él quien mató al lacayo, que no era más que un testigo desafortunado de la locura de Sir Owen. Yo sólo deseaba defenderme y apresar a un hombre cuyos crímenes debieran ser sacados a la luz pública. El hecho de que le hiriese fue un accidente, nada más.

– Por lo que me dicen mis alguaciles -replicó-, las cosas no son así. Parece que usted atacó a Sir Owen, y si él se defendió con pasión, el resultado del conflicto puede explicar su empeño. Si usted le incitó con un ataque, el cargo de homicidio puede recaer en usted, no en Sir Owen. ¿No está usted de acuerdo?

No lo estaba, y se lo dije.

Duncombe me hizo una serie interminable de preguntas acerca de lo ocurrido, y yo contesté como mejor pude sin revelar nada acerca de las acciones de la Mares del Sur falsificadas. Dije solamente que me había enterado de que Martin Rochester había cometido varios asesinatos y que Sir Owen y Martin Rochester eran la misma persona. Como había sucedido en el teatro la noche anterior, esta información produjo no poca sorpresa. Duncombe se me quedó mirando con asombro, mientras que el público de la sala estalló en elevados murmullos. El juez golpeó su mazo y restituyó un silencio respetuoso.

– Si sabía usted que este hombre era lo que usted dice -me preguntó-, ¿por qué no pidió una orden de arresto?

La pregunta me sorprendió, y no encontré respuesta. Me temía que Duncombe creyese que mi confusión era señal de que me había pillado en un renuncio.

Me interrogó durante lo que me parecieron horas, aunque creo que no fue tanto tiempo en absoluto. Entonces Duncombe empezó con la labor de interrogar a los testigos. No voy a pedirle a mi lector que soporte lo que yo soporté, escuchando los interminables detalles de mi enfrentamiento con Sir Owen. Baste decir que más de una docena de testigos ofrecieron testimonios, y que ninguno de ellos pretendía disculparme.

Enfrentado a la naturaleza arbitraria de nuestro sistema legal, tenía razón para preocuparme, ya que si alguien poderoso deseaba enviarme a juicio, entonces no veía forma de evitar ese sino. Y consideré con cierta contrición la muerte del lacayo inocente. Pese a que él había sido víctima del humor algo volátil de Sir Owen, aquél era un humor provocado por mí, y ahora sabía que había provocado a Sir Owen basándome en un engaño. Alguien se había esforzado mucho en asegurarse de que yo creyera que Sir Owen me había mentido. Alguien lo había dispuesto para que una persona se hiciera pasar por quien no era y me enfrentase a una serie de mentiras que sólo podían llevarme a la conclusión de que Sir Owen era un sinvergüenza. Ya no sabía qué creer.

El interrogatorio de Duncombe a los testigos duró más de cuatro horas, y para cuando concluyó, yo estaba demasiado exhausto como para siquiera ser capaz de adivinar su veredicto. No veía razón para que no me llevase a juicio, y esta perspectiva me aterrorizaba. Por fin, tras oír a todos los testigos, el juez anunció que estaba listo para tomar una decisión.

Busqué alguna señal en su manera de comportarse, deseando conocer mi destino antes de que él lo pronunciase, pero no fui capaz de sacar nada en claro de la expresión severa y hierática del juez.

– Señor Weaver, es usted sin duda un hombre peligroso y excitable, y claramente agitó a Sir Owen, pero nunca le obligó a sacar un arma ni a vaciar el cargador tan temerariamente. Sospecho que me dará usted razones, en el futuro, para desear que Sir Owen hubiera tenido más puntería, pero ésa no es la cuestión que se dilucida hoy aquí. No encuentro causa para acusarle de homicidio. Si Sir Owen desea procesarle por agresión, entonces me temo que se verá usted ante este tribunal muy pronto. Deseo de todo corazón que puedan ustedes arreglar sus asuntos en privado. Puede retirarse.

Me di cuenta más tarde de que debí haberme sentido eufórico de alivio, pero quizá estaba demasiado perplejo. No sabía cómo comprender su decisión. Sólo me quedaba suponer que Duncombe había sido sobornado en mi favor, pero ¿quién habría intercedido por mí? ¿Alguien habría informado a mi tío de que yo estaba en peligro a tiempo de intervenir? ¿Si era así, por qué no estaba en la sala?

Me abrí paso entre la concurrencia, con el único deseo de salir de aquel horrendo edificio, antes de que el juez cambiase de opinión. Elias me dijo más tarde que él estaba allí y que me agarró el brazo al pasar por su lado, pero yo no tengo recuerdo de haberle visto. Avancé a empellones, moviéndome con la determinación embotada de una mula estúpida, hasta que escapé de los confines del tribunal y respiré el aire pútrido y neblinoso de la tarde londinense. A pesar de lo mal que olía el aire aquel día, y de lo nublado y desapacible que estaba el tiempo, me regocijé en él con una satisfacción indescriptible. Era un momento de alivio, y la consciencia de que el alivio no era sino momentáneo lo hacía aún más dulce.

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