David Liss - Una conspiración de papel

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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David Liss Una conspiración de papel Traducción de Eva Cruz Título original A - фото 1

David Liss

Una conspiración de papel

Traducción de Eva Cruz

Título original: A Conspiracy of Paper

© 2000, David Liss

Uno

Hace ya algunos años, los caballeros del negocio del libro me insisten con toda urgencia en que traslade mis memorias al papel; pues, como han argumentado estos caballeros, son muchos los que pagarían gustosos unos pocos chelines por conocer las verdaderas y sorprendentes aventuras de mi vida. Si bien ha sido mi costumbre desechar la idea con un movimiento despreocupado de la mano, no puedo afirmar que jamás haya pensado seriamente en ello, ya que a menudo he sido yo el primero en felicitarme por haber visto y vivido tanto, y muchas veces he compartido alegremente mis historias en buena compañía, en la sobremesa de alguna cena. Con todo, existe una diferencia entre las historias que se cuentan avanzada la noche, en torno a una botella de clarete, y un libro que cualquier hombre en cualquier lugar puede coger y examinar. Por supuesto que me he deleitado con la idea de contar mi historia, pero también he reconocido que publicarla sería una empresa peliaguda -los nombres y detalles de mis aventuras tocarían de cerca a tanta gente aún viva que el libro que las recogiera podría ser, cuando menos, objeto de denuncia-. Pero la idea me ha intrigado -atormentado incluso-, no cabe duda de que alimentada por la vanidad que anida en el corazón de todos los hombres, y quizás más aún en el mío que en el de la mayoría. He decidido, por tanto, escribir este libro como a mí me plazca. Si los caballeros de Grub Street desean tachar los nombres de oscuras conexiones, son libres de hacerlo. En lo que a mí respecta, conservaré el manuscrito a fin de que haya algún registro veraz de estos acontecimientos, si no para esta época, sí para la posteridad.

Me ha costado bastante decidir cómo comenzar, pues he visto muchas cosas de interés para el público en general. ¿Arranco como los novelistas, con mi nacimiento, o como los poetas, en mitad de la acción? Tal vez no. Creo que empezaré mi historia con el día -ahora hace ya más de treinta y cinco años- en que conocí a William Balfour, puesto que fue el asunto de la muerte de su padre el que me proporcionó algo de éxito y de reconocimiento entre el público. Hasta ahora, sin embargo, pocos han sabido toda la verdad acerca de ese asunto.

El señor Balfour me visitó por primera vez a última hora de una mañana de octubre de 1719, un año de mucha agitación en esta isla: la nación vivía en permanente temor a los franceses y a su apoyo al heredero del depuesto rey Jacobo, cuyos seguidores jacobitas amenazaban constantemente con recuperar la corona británica. Nuestro rey alemán llevaba apenas cuatro años en el trono, y las luchas de poder en el seno de su gobierno irradiaban una sensación de caos a toda la capital. Todos los periódicos condenaban la carga que suponía la deuda nacional, que decían que nunca podría ser saldada, pero esa deuda no mostraba señales de disminuir. Fue ésta una época de exuberancia y de desorden, de desastres y de oportunidades. Fue una buena época para un hombre cuyo sustento dependía del crimen y la confusión.

Pero a mí la política nacional me importaba más bien poco, y la única deuda que me preocupaba era la mía. Y el día en el que comienza mi relato tenía problemas más acuciantes incluso que mi precaria economía. Llevaba tiempo despierto, aunque muy poco levantado y vestido, cuando mi casera, la señora Garrison, me informó de que había abajo un caballero cristiano que deseaba verme. La buena de mi casera siempre sentía la necesidad de especificar que era un caballero «cristiano» el que me visitaba, aunque en los meses que llevaba residiendo con ella, ningún judío, aparte de mí mismo, había cruzado nunca el umbral de su puerta.

Esa mañana me encontraba deshecho, y en absoluto en condiciones de recibir a nadie, mucho menos a un extraño, así que le pedí a la señora Garrison que le despidiera, pero, con su habitual intrepidez -porque la señora Garrison era una criatura resuelta-, regresó para informarme de que el motivo de la visita del caballero era urgente.

– Dice que viene por un asesinato -me explicó con el mismo tono apagado que utilizaba para anunciarme una subida en el alquiler. Su cara pálida y venosa se endureció mostrando su desagrado-. Eso ha dicho, asesinato por las buenas. No puedo decir que me agrade, señor Weaver, que venga gente a mi casa hablando de asesinatos .

No alcanzaba a entender del todo por qué, si la palabra le resultaba tan desagradable al oído, la pronunciaba tan alto en mitad del pasillo, pero supe que mi tarea era confortarla.

– Lo comprendo perfectamente, señora. Seguro que el caballero ha dicho «satinado» y no «asesinato» -mentí-, pues ando en este momento ocupado en un negocio de telas. Dígale que suba, por favor.

La palabra «asesinato» había llamado mi atención tanto como la de la señora Garrison. Había estado involucrado en una especie de asesinato hacía apenas doce horas, y pensé que el asunto podía concernirme, y mucho. Este Balfour sería sin duda algún pájaro carroñero -la clase de renegado *desesperado que infestaba Londres-, una criatura que peinaba las callejuelas húmedas e inmundas cercanas al río, a la caza de cualquier cosa que pudiera empeñar, incluyendo información. Seguro que había oído algo acerca del desafortunado incidente con el que me había topado y venía a pedirme que pagara su silencio. Yo sabía bien cómo deshacerme de un hombre de su calaña. No con dinero, por supuesto, porque darle a un granuja un poco de plata no es más que animarle a que vuelva por más. No, yo había llegado a la conclusión de que, en estos casos, la violencia me era más rentable. Pensaría en algo nada sangriento -en algo que no atrajese la atención de la señora Garrison cuando tuviese que escoltar al canalla hasta la puerta-. Una mujer a la que le enojaba que se hablase de asesinato bajo su techo, difícilmente daría su aprobación al espectáculo de una mutilación bajando por su escalera.

Me tomé un momento para ordenar mi sala de visitas, como yo la llamaba. Le había alquilado dos habitaciones a la señora Garrison, una privada, y otra donde me ocupaba de mi negocio. Como muchos hombres de negocios -porque así me imaginaba a mí mismo, incluso entonces- solía atender mis asuntos en un café cercano, pero la delicada naturaleza de mi trabajo había convertido esos establecimientos públicos en lugares inaceptables para mis clientes. En lugar de eso, había montado una habitación con diversas sillas confortables, una mesa en torno a la que sentarse y una elegante estantería que usaba para almacenar vino y queso en lugar de los libros para los que estaba diseñada. La señora Garrison se había ocupado de la decoración, y si bien le había dado al cuarto un tono alegre poco apropiado, con su pintura rosa pálido y sus cortinas celestes, me di cuenta de que unas cuantas espadas y algún grabado de tema marcial en las paredes contribuían a añadir un correctivo suficientemente masculino.

Me enorgullecía que estos aposentos fueran tan sumamente decentes, puesto que su aire refinado tranquilizaba a los caballeros que acudían a solicitar mis servicios. Mi oficio tocaba con frecuencia aspectos desagradables, y los caballeros, según había aprendido, preferían la ilusión de estar participando en un negocio corriente -y nada más.

Me gustaría añadir, aun a riesgo de que se me acuse de vanidoso, que también me enorgullecía de mi propio aspecto. Había escapado de mis años como púgil con pocos de los distintivos que otorgaban a mis colegas veteranos del ring ese aspecto de rufianes -ojos perdidos para siempre, narices aplastadas u otras desfiguraciones semejantes-, y no lucía más señal de las palizas que unas pocas cicatrices pequeñas por la cara, una nariz que mostraba tan sólo alguna que otra leve protuberancia y el contorno mellado que acompaña a varias roturas. De hecho, me consideraba un hombre razonablemente apuesto, y me empeñaba en vestir siempre con corrección, aunque con modestia. Sólo llevaba sobre el cuerpo camisas limpias, y ninguna de mis chaquetas o chalecos tenía más de un año. Sin embargo no era uno de esos joviales petimetres vestidos a la última con colores vivos y chorreras; un hombre de mi profesión prefiere siempre las modas sencillas que no atraigan sobre su persona especial atención.

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