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David Liss: La compañía de la seda

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David Liss La compañía de la seda

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David Liss, ganador del prestigioso premio Edgar, sorprende con una magnífica novela, protagonizada por un peculiar investigador que debe desentrañar un complot en torno al comercio de la seda con las colonias británicas de ultramar. Londres, 1722. En la época de apogeo del mercado de importación de seda y especias, Benjamín Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, se ve acorralado por el excéntrico y misterioso millonario Cobb para que investigue en su provecho. Muy pronto Weaver se ve sumergido en una maraña de corrupción, espionaje y competencia desleal cuyo trasfondo son los más oscuros intereses económicos y comerciales. Una vez más, el renombrado autor David Liss combina su profundo conocimiento de la historia con la intriga. Evocadoras caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía sumergen al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componen un colorido tapiz del comercio con las colonias, las desigualdades sociales y la picaresca de aquellos tiempos. «Los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.» Publishers Weekly

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David Liss La compañía de la seda Benjamin Weaver 03 Título original The - фото 1

David Liss

La compañía de la seda

Benjamin Weaver 03

Título original: The Devil's Company

© 2007, David Liss

© 2007, Francisco Javier Calzada, por la traducción

1

En mi juventud sufrí demasiado de cerca la proximidad de las mesas de juego de toda clase y condición, y vi horrorizado cómo la Diosa de la Fortuna repartía dinero, a veces no exactamente el mío, en las manos de otros. Como hombre ya más maduro, a punto de entrar en la tercera década de la vida, he tenido el buen juicio de no entregarme a herramientas tan peligrosas como son los dados y las cartas, instrumentos dañinos que no hacen ningún bien más que el de darle al hombre esperanza antes de precipitarse a sus fantasías. Sin embargo, nunca me resultó difícil hacer una excepción en las raras ocasiones en que era dinero de otro hombre lo que tenía en mi bolsa. Y si aquel otro hombre había montado una martingala que garantizara que los dados rodarían en mi favor o que me vendrían las mejores cartas, tanto mejor entonces. Tal vez los moralistas más escrupulosos sugerirán que alterar ilícitamente las probabilidades a favor de uno es lo más bajo en lo que un hombre puede caer. Esos hombres también dirán que es preferible ser un ladrón, un asesino, incluso un traidor a su país, a hacer trampas en la mesa de juego. Quizá sea así, pero yo hacía trampas al servicio de un generoso patrón y eso, en mi espíritu, acallaba los ecos de la duda.

Empiezo esta narración en noviembre de 1722, ocho meses después de los sucesos de las elecciones generales sobre las que he escrito anteriormente. Las turbias aguas de la política habían inundado Londres unos meses antes y ciertamente toda la nación, pero una vez más la marea se había retirado sin dejarnos más limpios. En la primavera, los hombres habían luchado como gladiadores al servicio de este candidato o de aquel partido, pero al llegar el otoño las cosas se habían calmado sin que se hubiera filtrado nada importante, y las relaciones entre el Parlamento y Whitehall seguían galopando como de costumbre. El reino no afrontaría otras elecciones generales en los próximos siete años y, mirándolo en retrospectiva, ya ni siquiera podíamos recordar qué fue lo que desató el alboroto de las pasadas.

Yo había sufrido muchas heridas en aquellos sucesos que conmocionaron la vida política, pero, en definitiva, mi reputación como cazarrecompensas me valió algunas ventajas. Alcancé, por ejemplo, cierta notoriedad en los periódicos y, aunque buena parte de lo que decían de mí los escritorzuelos de Grub Street era de lo más rastrero, mi prestigio había salido de allí notablemente aumentado, y desde entonces ya no faltaron llamadas a mi puerta. Había, es verdad, algunos que ahora preferían mantenerse alejados de mí, temerosos de que mis actividades tuvieran la desagradable costumbre de atraer la atención, pero eran muchos más los que veían con buenos ojos la idea de contratar a un hombre como yo: un hombre que había librado encarnizadas peleas como pugilista, que se había fugado de la prisión de Newgate y demostrado su temple resistiéndose a las personalidades políticas más poderosas del reino. Un tipo capaz de hacer tales cosas -razonaban esas personas- sin duda podrá dar con el paradero del sinvergüenza que debe treinta libras, encontrar al granuja que planea escapar con una hija decidida a todo y llevar ante la justicia al pillo que ha robado un reloj.

Estos eran el pan y la sal de mi oficio, pero estaban también quienes hacían un uso menos común de mis talentos; por eso me encontraba yo ahora aquella noche de noviembre en el café de Kingsley, en otros tiempos un establecimiento anodino, pero que en la actualidad está mucho más animado. En la última temporada, Kingsley ha sido una casa de juego muy de moda entre la gente bien, y tal vez seguirá disfrutando de esta posición una o dos temporadas más. Los intelectuales de Londres no podrían disfrutar mucho tiempo de ese entretenimiento o de otro cualquiera sin cansarse, pero por el momento el señor Kingsley había sacado partido de la ventaja que le había ofrecido su suerte.

Si durante las horas diurnas seguía siendo posible entrar allí para tomarse un café o un chocolate, disfrutar leyendo un periódico o escuchando el que otro leía, a la caída de la tarde se necesitaba tener una constitución de hierro para soportar las palabras más soeces. A esa hora había allí casi tantas prostitutas como jugadores, y prostitutas muy bien parecidas, además. Que no buscara nadie en Kingsley a las furcias enfermas o medio muertas de hambre de Covent Garden o St. Giles. Ciertamente los gacetilleros decían que la propia señora Kingsley inspeccionaba personalmente a las mujerzuelas para asegurarse de que satisfacían sus exigentes estándares. Había asimismo allí músicos que tocaban animadas cancioncillas mientras un contorsionista flaquísimo retorcía su calavérica cabeza y su cuerpo esquelético para forzarlos a adoptar las más improbables figuras y actitudes… sin que el numeroso público le prestara la menor atención. Abundaban en el local botellas de calidad mediana de clarete, oporto y madeira para complacer a los paladares más exigentes de unos hombres demasiado distraídos para diferenciar entre cualesquiera de esos caldos. Y allí, lo más importante de todo, estaban también las causas de su distracción: las mesas de juego.

No sabría decir qué fue lo que hizo que las mesas de Kingsley pasaran de la oscuridad a la gloria. Se parecían mucho a las de cualquier otro establecimiento pero, sin embargo, los más elegantes de Londres indicaban a sus cocheros que los llevaran a aquel templo de la Fortuna. Después del teatro, tras la ópera, al concluir una reunión, Kingsley era siempre el lugar elegido. Allí se podía encontrar a varios caballeros bien situados en el ministerio jugando al faro, así como a un miembro de la Cámara de los Comunes más famoso por sus espléndidas fiestas que por sus dotes de legislador.

Vi al hijo del duque de N…, que perdía decididamente al piquet . Varios galanes animosos intentaban enseñar a la actriz Nance Oldfield a dominar las reglas del azar… y habría que desearles buena suerte en su intento, pues se trataba de un juego desconcertante. Los grandes apostaban poco y los de posición más sencilla se jugaban importantes sumas, todo lo cual me divertía y entretenía, aunque mi disposición importara poco. Las monedas de plata que llevaba en mi faltriquera y los billetes de banco que tenía en el bolsillo no eran para apostarlos siguiendo mis propias inclinaciones; estaban destinados a provocar la vergüenza de una persona en particular: un caballero que anteriormente había humillado al hombre por cuya cuenta me había metido yo ahora en una competición de astucia y engaño.

Durante un cuarto de hora estuve paseando por el interior de Kingsley, disfrutando de la luz de sus incontables lámparas y el calor de sus chimeneas, porque aquel año se había adelantado el invierno y fuera reinaba un frío rudo y gélido. Por fin, una vez hube entrado en calor, con la música, las risas y las insinuaciones de las mujeres zumbando en mi cabeza, comencé a concebir mi plan. Me puse a sorber un vasito de madeira y traté de localizar a mi hombre sin dejar entrever que buscaba a alguien. Era tarea fácil, porque iba vestido como un dandi a la ultimísima moda, de forma que si los juerguistas que había a mi alrededor se fijaban en mí, solo verían a un hombre deseoso de llamar la atención y… ¿quién puede haber más invisible que un individuo así?

Lucía yo una casaca de color esmeralda bordada en oro hasta no poder más, con un chaleco del mismo color pero con dibujo a juego, que se cerraba con relucientes botones de latón de casi diez centímetros de diámetro. Mis calzas eran de finísimo terciopelo; mis zapatos, de charol brillante, con una gran hebilla de plata que apenas dejaba ver el cuero, y los encajes de mis mangas las abultaban dándoles la forma de adornados cañones de arcabuces. Para poder pasar inadvertido aun en el caso de que alguno conociera mi rostro, llevaba también puesta una enorme peluca rizada, del tipo de las más de moda aquel año entre los hombres más presumidos.

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