David Liss - Los rebeldes de Filadelfia

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Ethan Saunders, el que antaño fuera uno de los mejores espías del general George Washington, es ahora un ex capitán sin reputación ni dinero que ahoga sus penas de taberna en taberna en Filadelfia. Además, la acusación de traición por la que fue expulsado del ejército no solo le costó su buen nombre, sino que también significó el abandono de su prometida.
Sin embargo, en este momento, el peor de su vida, su integridad y resuelta valentía le llevan a aceptar una investigación que le enfrentará al poder y al secretario del Tesoro: un antiguo enemigo y, también, el artífice en la oscuridad de un enorme engaño financiero; un hombre sin escrúpulos cuyos manejos sucios y métodos viles conducen a la violencia más feroz. Desde Filadelfia, Ethan, el patriota proscrito, inicia una lucha denodada, una valerosa cruzada contra la corrupción para evitar que Estados Unidos se convierta en una vulgar tierra para especuladores.
«Una novela que te deja sin aliento. Una narración que te sumerge en una compleja trama protagonizada por un espía revolucionario y una mujer deslumbrante que se convierte en su aliada y su Némesis.»

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David Liss Los rebeldes de Filadelfia Los rebeldes de Filadelfia Traducción de - фото 1

David Liss

Los rebeldes de Filadelfia

Los rebeldes de Filadelfia

Traducción de Montserrat Gurguí Hernán Sabaté

Título original: The Whiskey Rebels

Para Eleanor y Simon

Capítulo 1

Los rebeldes de Filadelfia - изображение 2

Ethan Saunders

Fuera hacía un tiempo de perros, lluvioso y frío, y aunque yo no había salido de la casa de huéspedes dispuesto a morir, las cosas habían cambiado. Después de beber más de la cuenta de aquella exquisitez de la frontera, el whisky de centeno del Monongahela, me había invadido una serena resolución. Un hombre llamado Nathan Dorland andaba buscándome, muy resentido, y preguntaba por mí en todas las posadas, locales de comidas y tabernas de la ciudad, sin esconder en absoluto su intención de darme muerte. Tal vez me encontrara aquella noche; si no, lo haría por la mañana o al día siguiente, pero no tardaría más. Era inevitable que diera conmigo, porque yo estaba decidido a no resistirme a la marea de la opinión general, que se inclinaba por que debía morir. Había resuelto someterme y desde hace mucho tiempo estoy convencido de la conveniencia de mantenerse fiel a un plan, una vez firmemente establecido.

Es un principio que cultivé durante la guerra. De hecho, lo aprendí observando al mismísimo general Washington. Eso fue en los primeros días de la guerra de la Independencia, cuando Su Excelencia aún creía que podría derrotar a los británicos en una batalla campal, al estilo de las europeas, enfrentando nuestras milicias indisciplinadas y mal equipadas al poderío de los soldados regulares británicos. Lo que Washington buscaba entonces era la victoria militar decisiva; de hecho, en esos primeros tiempos consideraba que esta era la única clase de victoria que merecía la pena. El general solía invitar a sus oficiales a cenar con él; bebíamos clarete, comíamos pollo asado y tomábamos sopa de tortuga y nos contaba cómo haríamos retroceder a los casacas rojas hasta Brooklyn, de modo que aquel desgraciado conflicto habría terminado antes del invierno.

Eso fue durante la guerra. Ahora estábamos a principios de 1792 y yo me hallaba en el bar de El León y la Campana, en esa parte de Filadelfia que, eufemísticamente, denominaban Helltown, la ciudad del Infierno. En este escenario deshonroso, apuré mi whisky con agua caliente mientras esperaba a que la muerte me encontrara. Bebía dando la espalda a la puerta porque no tenía ningún deseo de ver venir a mi enemigo y porque El León y la Campana era el local menos seductor -y los había realmente repulsivos- de todo Helltown. El aire estaba cargado del humo de tabaco barato de las pipas y el suelo, de simple tierra, se había enfangado con la lluvia helada de fuera, las bebidas derramadas, los esputos y los escupitajos de tabaco de mascar. Los bancos bailaban desequilibrados sobre los surcos y caballones recién formados en el suelo y, de vez en cuando, los parroquianos ebrios tropezaban y caían al fango como árboles talados. Cuando esto sucedía, tal vez un compañero de juerga se dignaba agacharse y volver al caído boca arriba para que no se ahogara, pero no había ninguna seguridad de que lo hiciera. Los amigos que uno hacía en Helltown no eran los más recomendables.

Se reunía allí una curiosa mezcolanza: pobres, prostitutas, desesperados, criados huidos de sus amos por una noche, por un mes o para siempre. Y junto a esta gente estaban, lanzando los dados sobre superficies desiguales o inclinados sobre una mano de cartas extendida encima de un tapete descosido, los caballeros con sus finos trajes de lana, sus medias blancas y sus hebillas de plata relucientes. Estos habían acudido a observar y a codearse con la pintoresca chusma y, la mayoría de ellos, a jugar. Era el ánimo que reinaba en la ciudad, ahora que Alexander Hamilton, aquel pasmoso bufón, había inaugurado su gran proyecto, el Banco de Estados Unidos.

Como secretario del Tesoro, había transformado el país, de faro y guía republicano para la humanidad, en un paraíso para especuladores. Diez años antes, de un plumazo, a mí me había transformado de patriota en proscrito.

Saqué del bolsillo un reloj, en aquel momento mi única posesión de valor si no contaba a mi esclavo, Leónidas. A pesar de las decisiones que habían prevalecido entre los juiciosos redactores de nuestra Constitución, yo nunca había concebido del todo a Leónidas como una propiedad. Era un hombre, y mejor que cualquiera que haya conocido. No encajaba conmigo que tuviera un esclavo, sobre todo en una ciudad como Filadelfia, cuya reducida población de negros propiedad de alguien no pasaba de unas decenas y donde se podía encontrar cincuenta negros libres por cada esclavo. Yo no podría jamás vender a Leónidas, por muy acuciante que fuese la necesidad, porque no me parece correcto comprar y vender seres humanos. Por otra parte, aunque no era culpa suya, Leónidas valdría en una subasta el equivalente a cincuenta o sesenta libras en dólares y siempre me había parecido una locura emancipar semejante suma.

Así pues, en términos prácticos, el reloj era en aquel momento mi único objeto de valor; un hecho lamentable, dado que se lo había quitado a su legítimo propietario apenas unas horas antes. Su brillante esfera me indicaba que eran las ocho y media. Dorland habría terminado de cenar -tarde, como era la moda- hacía más de dos horas y habría tenido tiempo suficiente para reunir a sus amigos y venir a buscarme. Podía llegar en cualquier momento.

Devolví al bolsillo el reloj que había robado en Chestnut Street. Su propietario era un orondo comerciante, pomposo y engreído, que estaba hablando con otro pisaverde como él en mitad de la acera y no me había prestado atención cuando había pasado rozándolo. Yo no había planeado quedarme con el reloj, ni tenía por costumbre dedicarme a vulgares raterías, pero la ocasión había resultado muy tentadora y no me había parecido que hubiese ningún motivo para no birlárselo y desaparecer por aquella calle abarrotada, en la que resonaban los bastones de banqueros, cambistas y comerciantes. Vi el reloj, vi que podía robarse y vi cómo hacerlo.

Aun así, si aquello hubiera sido todo, habría dejado pasar la ocasión. Pero entonces oí hablar al hombre y fueron sus palabras, no mi necesidad, lo que me empujó a coger lo que no era mío. Aquel hombre, aquella bola de sebo que parecía un oso corpulento de trasero gordo, embutido en un traje azul de terciopelo arrugado, comentaba que había sido invitado a una reunión en casa del señor William Bingham, la semana siguiente. Esto era todo lo que sabía de él: que un hombre que simplemente hacía dinero, un mero tendero glorificado, había sido invitado a codearse con la mejor sociedad de Filadelfia; de hecho, de todo el país. Y yo, que lo había sacrificado todo por la Revolución, que había arriesgado la vida a cambio de menos que nada, era poco más que un mendigo. Por eso le quité el reloj y desafío a cualquiera a reprochármelo.

Ahora que era mío, examiné la pintura del interior de la tapa: era el retrato de una joven de aún no veinte años, de rostro rollizo como el del dueño del objeto, con una mata de cabello rubio y unos ojos separados y muy abiertos, como si estuviera en un estado de asombro perpetuo mientras posaba. ¿Una hija? ¿La esposa? Poco importaba. Le había robado a un desconocido algo de valor sentimental para él y, ahora, Nathan Dorland venía para vengar tales ofensas, demasiado numerosas para enumerarlas.

– Bonito reloj -comentó Owen, detrás de la barra. Era un hombre alto, de cabeza larga y estrecha con la forma de una de esas jarras de peltre en las que tomaba la cerveza, y cabellos trigueños que se rizaban como la espuma-. Piezas como esa pueden ayudar bastante a saldar una deuda -añadió, y extendió una de sus manos carnosas, cubiertas de aceite, suciedad y sangre de un corte reciente en la palma, al que no prestaba atención.

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