David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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David Liss El mercader de café Traducción de Encarna Quijada Título original - фото 1

David Liss

El mercader de café

Traducción de Encarna Quijada

Título original: The Coffee Trader

© 2003, David Liss

1

En el cuenco, un líquido más consistente que el agua o el vino, oscuro, caliente, poco atractivo, con espesas ondas en la superficie. Miguel Lienzo lo cogió y se lo acercó tanto que casi metió la nariz dentro. Sostuvo un instante el recipiente y aspiró, llevando el aroma hasta los pulmones. El acre olor a tierra y hojas le sorprendió, pues más parecía cosa que hubiera de estar en alguna desportillada urna de porcelana de una botica.

– ¿Qué es esto? -preguntó, estirando la cutícula de uno de sus pulgares con la uña tratando de contener su irritación. Aquella mujer sabía que él no podía andar perdiendo el tiempo; así pues, ¿por qué llevarlo hasta allí por una tontería semejante? Miguel sentía borbotear en su interior un agrio comentario tras otro, pero no expresó ninguno de ellos en voz alta. Y no porque temiera a la mujer, aun cuando las más de las veces se descubría haciendo grandes esfuerzos por no disgustarla.

Echó un vistazo y vio que Geertruid había reaccionado a la mutilación silenciosa de su cutícula con una mueca. Él conocía esa sonrisa irresistible y su significado: se sentía intensamente complacida consigo misma, y cuando tenía aquel aspecto, a Miguel se le hacía difícil no estar también intensamente complacido con ella.

– Es algo extraordinario -le dijo, señalando el cuenco con el gesto-. Bebedlo.

– ¿Que lo beba? -Miguel miró pestañeando aquella negrura-. Parecen los orines del demonio, lo que ciertamente sería extraordinario, aunque no Tengo el menor deseo de averiguar cómo saben.

Geertruid se inclinó sobre él, rozando casi su brazo.

Tomad un sorbo y os lo contaré todo. Los orines del demonio nos ayudarán a hacer una fortuna a ambos.

Todo había empezado una hora antes, cuando Miguel notó que alguien lo cogía del brazo.

En el instante que transcurrió antes de que volviera la cabeza, descartó las posibilidades más desagradables: un rival o un acreedor, una amante abandonada o un pariente furioso de la susodicha, el danés a quien había vendido aquellos cargamentos de grano del Báltico, acaso recomendándoselos con demasiado entusiasmo… Hacía no tanto, cuando un desconocido se le acercaba, siempre auguraba algo bueno. Mercaderes, conspiradores, mujeres, todos buscaban a Miguel, pedían su consejo, anhelaban su compañía, buscaban sus florines. Ahora lo único que deseaba era descubrir bajo qué nueva forma había de presentarse el desastre.

No se le ocurrió dejar de caminar. Era parte de la procesión que se formaba cada día cuando las campanas de la Nieuwe Kerk tocaban las dos, señalando el final de la jornada de comercio en la Bolsa. Cientos de corredores inundaban el Dam, la gran plaza del centro de Amsterdam. Se repartían por los callejones, las calles, junto a los canales. Los tenderos salían ocupando todo el largo de la Warmoesstraat, la vía más rápida para llegar a las tabernas más populares, poniéndose sombreros de cuero de ala ancha para resguardarse de la humedad que llegaba del mar del Norte. Fuera colocaban sacas de especias, rollos de lino, barriles de tabaco. Sastres, zapateros y sombrereros hacían señas a los hombres para que entraran; los vendedores de libros y plumas y fruslerías exóticas pregonaban su mercancía.

La Warmoesstraat se convertía en una riada de sombreros y trajes negros, con el único aderezo del blanco de los cuellos, las mangas y las calzas o el destello plateado de las hebillas de los zapatos. Los comerciantes pasaban ante mercancías procedentes de Oriente o del Nuevo Mundo, de lugares de los que, cien años atrás, nadie sabía nada. Entusiasmados como niños que quedan libres de sus lecciones, hablaban de sus negocios en una docena de idiomas diferentes. Se reían, gritaban, señalaban; se agarraban a cualquier mujer joven que se cruzara en su camino. Sacaban sus bolsas y devoraban las mercancías de los tenderos, dejando solo monedas a su paso.

Miguel Lienzo no reía ni admiraba los objetos expuestos ante él ni echaba mano a las carnes de las voluntariosas y jóvenes tenderas. Caminaba en silencio, con la cabeza gacha para protegerse de la llovizna. Según el calendario cristiano, estaban a 13 de mayo de 1659. En la Bolsa, las cuentas se cerraban el veinte de cada mes; que cada hombre hiciera las transacciones que gustase, nada de ello importaría hasta el veinte, cuando los créditos y los débitos del mes quedaban registrados y el dinero cambiaba por fin de manos. Ese día a Miguel las cosas le habían ido muy mal en un asunto relacionado con unos futuros de brandy y tenía menos de una semana para ponerse a cubierto si no quería encontrarse con otros mil florines de deuda.

Otros mil. Ya debía tres mil. En una ocasión ganó el doble en un año, pero seis meses atrás el mercado del azúcar se había derrumbado llevándose la fortuna de Miguel con él. Y entonces… bueno, fue un error detrás de otro. Le hubiera gustado ser como los holandeses, pues ellos no consideraban la bancarrota como algo vergonzoso. No tiene importancia, decía él entre sí, un poco más de tiempo y desharía el entuerto. Pero para creer tal cosa cada vez le hacía falta más fe. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que en su rostro ancho e infantil se trasluciera el cansancio? ¿Cuánto antes de que sus ojos perdieran la chispa del mercader y adoptaran la mirada desesperada y perdida del jugador? Rezaba para que eso no le pasara a él. No, él no se convertiría en una de esas almas perdidas, de esos fantasmas que pululaban por la Bolsa, yendo de un día de cuentas al otro, luchando por asegurar los beneficios mínimos y así mantener las cuentas a flote un mes más, pues sin duda mañana todo sería más fácil.

En aquel momento, mientras sentía aquellos dedos desconocidos rodeando su brazo, Miguel se dio la vuelta y vio a un holandés de clase media elegantemente vestido, que no tendría mucho más de veinte años. Era un hombre musculoso y de hombros anchos, con el pelo rubio y un rostro, más que atractivo, guapo, aunque el mostacho caído le daba un aire masculino.

Hendrick. Un nombre corriente. El hombre de Geertruid Damhuis.

– Saludos, judío -dijo, sujetando aún a Miguel por el brazo-. Espero que todo os vaya bien esta tarde.

– Las cosas siempre me van bien -contestó él, a la par que volvía el cuello para comprobar que no hubiera algún charlatán aguador por allí. El ma'amad, el consejo rector de los judíos portugueses, prohibía la relación entre judíos y gentiles «inadecuados», y aun cuando dicho calificativo pudiera resultar engañosamente ambiguo, nadie hubiera tomado a Hendrick, con su jubón amarillo y las medias calzas rojas, por persona adecuada.

– Mi señora Damhuis me envía a buscaros -dijo.

Geertruid había jugado a aquello antes. Sabía que Miguel no podía arriesgarse a ser visto en una calle tan transitada como la Warmoesstraat con una holandesa, más cuando hacía tratos con ella, así que en vez de eso mandaba a su hombre. No por ello corría un riesgo menor la reputación de Miguel, pero así ella podía presionarlo sin necesidad de mostrarse abiertamente.

– Decidle que no tengo tiempo para tan adorable diversión -dijo él-. En este momento, no.

– Claro que lo tenéis. -Hendrick esbozó una amplia sonrisa-. ¿Qué hombre podría decir que no a mi señora Damhuis?

Miguel no. Al menos no era fácil. Él había de hacer grandes esfuerzos para decir que no a Geertruid o a la persona que fuere -incluido él mismo- que propusiera algo divertido. Miguel no tenía estómago para la mala suerte; el desastre le venía grande. Cada día había de obligarse a desempeñar el cauto papel de un hombre al borde de la ruina. Eso, y él lo sabía, era su verdadera maldición, la maldición de todo antiguo converso: en Portugal se había familiarizado demasiado con la falsedad pues hacía ver que seguía el culto de los cristianos que despreciaba a los judíos y respetaba a la Inquisición. Jamás pensó si acaso sería correcto ser una cosa mientras hacía creer al resto del mundo que era otra. El engaño, aun a uno mismo, llevaba la mayoría de las veces a excesos.

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