– Qué amable por su parte venir a verme.
Me sirvió un vaso de oporto y luego cojeó por la habitación para sentarse frente a mí sobre su trono principesco, con plena confianza en sus poderes. Como siempre, Abraham Mendes hacía de silencioso centinela detrás de su amo.
– Confío en que haya venido por un asunto de negocios -una sonrisa se extendió por el rostro ancho y cuadrado de Wild.
Yo le ofrecí una sonrisa falsa en respuesta.
– Más o menos. Deseo que me ayude a aclarar algunas cosas, porque mucho de lo ocurrido aún me resulta confuso. Sé que usted estaba involucrado hasta cierto punto con el difunto barón, y que intentaba controlar mis acciones entre bastidores. Pero no comprendo del todo el alcance o los motivos de su implicación.
Tomó un largo trago de oporto.
– ¿Y por qué iba a contárselo, señor?
Pensé en esto por un momento.
– Porque yo se lo he pedido -respondí-, y porque usted me trató mal, y siento que está en deuda conmigo. Después de todo, si las cosas hubieran salido a su manera, yo estaría en Newgate en este momento. Pero a pesar de sus esfuerzos por impedir que contactara con nadie mientras estuve en el calabozo, como ve he salido victorioso.
– No sé de qué me habla -me dijo de forma poco convincente. No deseaba convencerme.
– Sólo pudo ser usted quien me impidió enviar mensajes durante mi noche en el calabozo. Si el Banco de Inglaterra se hubiese implicado tan pronto, sin duda Duncombe me habría dado un veredicto desfavorable. Usted no hubiera llegado a los extremos del Banco, pero no le hubiera costado mucho convencer a los carceleros de ese lugar de que le hicieran tan pequeño favor. De modo que, como le digo, señor Wild, siento que usted está en deuda conmigo.
– Puede que sea franco con usted -repuso tras una larga pausa-, porque a estas alturas no tengo ya nada que perder si lo soy. Después de todo, cualquier cosa que le diga no podrá ser nunca utilizada contra mí ante la ley, porque usted será el único testigo de lo que voy a decirle.
Echó un vistazo a Mendes, supongo que para que yo lo viese. Quería dejar muy claro que las conversaciones amistosas entre judíos no iban a servirme de nada.
– En cualquier caso -contestó-, como es usted tan listo, quizá pueda decirme qué es lo que sospecha.
– Le diré lo que sé, señor. Sé que tenía usted interés personal en que continuase con mi investigación, y sólo me queda asumir que era porque deseaba ver la destrucción de Sir Owen, quien, como usted sabe, era la misma persona que Martin Rochester. Su razón para hacerlo era que usted, en algún momento del pasado, fue el socio del señor Rochester.
Los bordes de la boca de Wild temblaron ligeramente.
– ¿Por qué cree usted eso?
– Porque no se me ocurre ninguna otra manera de relacionarle con Sir Owen, y porque si Sir Owen hubiera deseado vender y distribuir estas acciones falsas, debió de necesitar su ayuda. Después de todo, en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con el señor Wild más tarde o más temprano. ¿No es eso cierto?
Miré a Mendes, y me satisfizo bastante su ligerísimo asentimiento.
– Sigue siendo sólo una conjetura -me dijo Wild.
– ¡Ah, pero es tan probable! Usted envió al desgraciado de Quilt Arnold a espiarme cuando puse mi anuncio en el Daily Advertiser. Él me dijo que hubo un tiempo en que usted se fiaba más de él, y que usted quería ver si era capaz de reconocer a cualquiera que viniera a entrevistarse conmigo, y que si no era así, que les describiese. ¿No es probable, pues, que, como el señor Arnold había gozado de su confianza en el pasado, hubiera tenido más conocimiento de sus trapicheos en acciones falsas? Así podría haber reconocido a algún comprador, e incluso si no lo era, usted podría hacerlo, a partir de la descripción de Arnold. Ninguno de estos detalles son condenatorios por sí solos, pero en combinación creo que no ofrecen otra manera de interpretarlos.
Wild asintió.
– Quizá tenga usted más talento del que le atribuía, señor Weaver. Y sí, tiene usted toda la razón. Hace más de un año, Sir Owen vino a verme porque deseaba poner en marcha una trama para producir acciones falsas de la Mares del Sur. En el pasado había estado involucrado con la organización madre de la Mares del Sur, la Compañía Sword Blade, y como resultado de ello conocía bien sus mecanismos internos. Pero deseaba reclutar a aquellos que conocían bien los bajos fondos, y necesitaba contactos para que su plan funcionase, de modo que, sabiamente, recurrió a mí. Me ofreció un porcentaje que me pareció generoso, y pronto llegamos a un acuerdo. Era una operación compleja, como comprenderá. Él deseaba de todo corazón que nadie supiera quién era, porque tenía miedo, con razón, del poder de la Compañía. Así que creó la identidad de Martin Rochester. Con ayuda de mis hombres en la calle, y un agente infiltrado dentro de la Compañía.
– Virgil Cowper -especulé.
– El mismo -reconoció Wild-. Y así, con todas estas piezas en su sitio, teníamos el negocio a punto.
– Pero más tarde usted quiso desentenderse de ese negocio -dije-. Le dijo a Quilt Arnold que estuviera ojo avizor con los hombres de la Mares del Sur. Sabía lo suficiente acerca de su capacidad de decisión como para temerles, ¿verdad?
Asintió.
– Me llevó algún tiempo, pero llegué a darme cuenta de los peligros que esta operación me presentaba, porque me dejaba a merced de otro hombre, una situación a la que no estoy acostumbrado. Cuando por fin comprendí lo que era la Compañía de los Mares del Sur, me di cuenta de que era peligroso tener un enemigo así. Al principio de meterme en la operación, supuse que los directores no eran más que una pandilla de caballeros perezosos e hinchados, pero pronto vi que iba a ser mucho mejor para mí que la Compañía no tuviera na da que ver conmigo, porque si decidían destruirme tenía poca confianza en ser capaz de igualar su poder. Y así tuve que encontrar la forma de liberarme de mis ataduras.
– Sí -reflexioné-. Sir Owen conocía llegados a este punto demasiadas cosas acerca de sus operaciones, y, si le delataba usted, tenía que temer su venganza.
– Precisamente -Wild resplandecía con el placer que le proporcionaba su propia inteligencia-. Necesitaba encontrar el modo de deshacerme de él sin que él sospechara mi implicación. Fue más o menos por las mismas fechas en que Sir Owen y yo separamos nuestros caminos cuando él se dio cuenta de que su padre y el señor Balfour habían descubierto la verdad acerca de las acciones falsas. Por lo que yo he deducido, Balfour descubrió que tenía acciones falsas en su poder, y fue a pedirle consejo a su padre. Cuando Sir Owen supo que su padre deseaba sacar esa información a la luz pública, se revolvió con saña, con excesiva saña para mi gusto, porque en mi negocio, señor, la discreción lo es todo. Sabía que él había organizado el asesinato de su padre, de Balfour, y del librero. Sabía también que Sir Owen llevaba siempre sobre su persona un documento escrito por su padre detallando las pruebas de la falsificación. No sé por qué guardaba esas cartas: quizá pensase que le daría ventaja sobre la Compañía en caso de necesitarla. En cualquier caso, le di instrucciones a Kate Cole de que le robara este documento, sabiendo que sería fácil, ya que su afición por las putas era legendaria. E hice circular algunos rumores que le hiciesen creer que era posible que yo estuviera detrás del robo, sólo posible, como comprenderá. Simultáneamente hice circular rumores de que yo no tenía nada que ver. No podía dejar que él supiera que yo era su enemigo. Me limité a hacer circular información que le hiciera sentirse incómodo con la idea de confiar en mí, pero no lo suficiente como para arriesgarme a que actuase en mi contra. Bien, señor Weaver, si a un hombre se le pierde algo y desea recuperarlo en esta ciudad, en caso de no poder confiar en Jonathan Wild para que se lo devuelva, ¿a quién se dirigirá? Parece que no tenía más que una alternativa.
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