Mi ensueño no duró más de un minuto, y cuando el mundo volvió a cristalizarse ante mí, como lo hace después de que uno se frota los ojos, reconocí inmediatamente la carroza y el paje indio de Nathan Adelman. Miré el carruaje un momento hasta que Adelman sacó la cabeza por la ventanilla y me invitó a subir.
Le miré sin expresión. Me sentía como si al emitir cualquier sonido fuera a empeñar más fuerzas de las que disponía.
– Hemos ganado la libertad, según veo -no estaba riéndose del todo, pero resplandecía de satisfacción-. No es un hombre fácil, ese Duncombe, pero al final se avino a razones. Suba, Weaver.
– Estoy asombrado -dije al entrar en el carruaje- de verle salir de todo esto como mi aliado. Hubiera pensado que la Compañía habría estado encantada de ser testigo de mi ruina.
Me senté frente al gran financiero, y el carruaje echó a andar, sin que yo supiera hacia dónde.
Adelman me sonrió, como si fuéramos a ir a dar un delicioso paseo juntos por el campo. De hecho, su figura pequeña y gordezuela daba toda la impresión de ser la de un perfecto caballero inglés.
– Creo que antes de anoche nos hubiera complacido verle arruinado, pero ahora las cosas han cambiado, y le aseguro que debería estar agradecido de que llegáramos a un trato con este juez antes de que lo hicieran nuestros amigos del Banco de Inglaterra. Puede usted estar seguro de que se habrían encargado de llevarle a juicio.
– Por supuesto -asentí-. Me habría visto forzado a explicar mis acciones, y esa explicación habría supuesto la revelación pública de la implicación de Sir Owen en la falsificación de las acciones de la Mares del Sur.
– Exacto. Al final, agradezco su trabajo, ya que hemos descubierto la identidad de Rochester, y ya no le creará más dificultades a la Compañía.
Respiré profundamente.
– Ya no estoy convencido de que Sir Owen sea Martin Rochester, sólo de que alguien se ha tomado mucho trabajo en hacerme creer que así era.
Adelman se me quedó mirando.
– No tengo ninguna duda de que Sir Owen sea nuestro hombre, y la Compañía, se lo aseguro, tampoco tiene ninguna duda. Y parece que hay otros más que no tienen ninguna duda.
– ¿Qué quiere decir? -pregunté.
– Sir Owen -dijo despacio- está muerto.
No me avergüenza reconocer que me mareé, y busqué un lugar donde apoyar el brazo.
– Me aseguraron que sus heridas eran superficiales.
No podía entender lo que Adelman me decía. Si Sir Owen estaba muerto, ¿por qué no me habían acusado de asesinato?
– Las heridas que le produjo la caída eran superficiales -me explicó Adelman. Su voz era tranquila, controlada, casi relajante-. Pero recibió otras heridas. Al abandonar la casa del médico esta mañana, le asaltó un rufián que le apuñaló sin piedad en la garganta. Sir Owen sobrevivió al ataque durante sólo unos pocos minutos.
No sabía si sentía ira o felicidad, temor o júbilo.
– ¿Quién era ese rufián? -pregunté.
– El villano logró escapar -me sonrió, con una mirada traviesa que no quiso disimular. Me gustaría haber visto vileza, pero había algo infantil, pícaro, en su aspecto. Adelman deseaba hacerme saber que la Compañía de los Mares del Sur había despachado a Sir Owen-. Es bastante escandaloso que pudiera escapar, con toda aquella gente allí -me dijo, sonriendo-. Sir Owen era un hombre con muchos enemigos, y supongo que nunca conoceremos toda la verdad.
– Le creo a pies juntillas -contesté, trasladándole el mensaje a Adelman más con la mirada que con las palabras-. Hay mucho que no llegaremos a saber, de eso he empezado a darme cuenta.
– Pero se encontraron papeles en los bolsillos de Sir Owen que indican inequívocamente que él era la persona conocida como Martin Rochester. Había incluso el borrador de una carta, dirigida a uno de los directores de la Mares del Sur -Adelman me entregó varios trozos de papel doblados.
Los abrí y hallé una caligrafía difícil, pero hojeé las páginas rápidamente. La carta era efectivamente lo que Adelman decía. «Ahora busco tan sólo dejar que la Compañía proceda con su plan -leí-. A cambio de la consideración de treinta mil libras, abandonaré esta isla para no volver jamás, ni hablar de lo que aquí ha ocurrido».
Le devolví la carta.
– Se parece bastante a lo poco que he visto de la letra de Sir Owen -comenté-. Pero el asunto con el que nos enfrentamos es la falsificación, después de todo.
– Puede usted estar tranquilo, el hombre que asesinó a su padre ha sido castigado.
Sacudí la cabeza.
– ¿Cómo han conseguido obtener esta carta?
– No podíamos correr ningún riesgo.
– Ya lo veo -dije con sequedad.
– No pensará usted que la Compañía de los Mares del Sur lo mandó matar -dijo Adelman con una sonrisa amistosa. Deseaba asegurarse de que no me quedaba ninguna duda. Creo, sin embargo, que la expresión de mi rostro era de confusión, aunque de naturaleza moral más que factual-. Weaver -dijo en respuesta a mi expresión-, hubiera creído que se alegraría más de haber encontrado justicia.
Mi estómago se revolvió. Sabía que debía sentir que este desagradable asunto se había resuelto, pero no podía terminar de creérmelo.
– Ojalá supiera que es así -dije con voz queda-. ¿Debo suponer, señor, que aún desea negar que tuviera nada que ver con los ataques perpetrados contra mi persona?
Adelman se ruborizó ligeramente.
– No voy a mentirle, señor Weaver. Tomamos medidas que nos parecían de mal gusto porque creímos que el bien de la nación dependía de ellas. Cuando la Compañía de los Mares del Sur reciba la aprobación del Parlamento para poner en marcha su plan para reducir la deuda nacional, no dudo de que nos aplaudan a lo largo y ancho del Reino por nuestra ingeniosa forma de ayudar a la nación y a nuestros inversores.
– Y a ustedes mismos, estoy seguro.
Sonrió.
– Somos servidores públicos, pero deseamos enriquecerlos también. Y si podemos hacer todas estas cosas a un tiempo, no veo por qué no habríamos de hacerlas. En cualquier caso, las exigencias del momento nos forzaron a comportarnos de un modo que desearíamos haber podido evitar. Los ataques que usted sufrió en la calle y en el baile de máscaras fueron lamentables, pero le aseguro que nunca quisimos hacerle verdadero daño: sólo convencerle de que investigar este farragoso asunto podía resultarle muy caro. Ahora veo que estos ataques sólo le espolearon. En mi defensa debo decir que yo desaprobé cualquier esfuerzo por intimidarle con violencia, pero dentro de la Compañía sólo soy una voz más.
Me quedé sin habla un momento, pero pronto la recuperé, aunque me rechinaban los dientes. De pronto la boca se me puso seca.
– En esos ataques participó el mismo hombre que arrolló a mi padre. No querrá usted hacerme creer…
– Sólo podemos imaginar -me interrumpió Adelman- que Sir Owen ejerció su influencia sobre los desesperados a los que contratamos nosotros (porque hombres de esa calaña no son más que desesperados, y por tamo infinitamente corruptibles) para insertar a su elemento en esa pandilla. El canalla a quien usted mató (el hombre que mató a Samuel) no estaba contratado por nosotros, se lo aseguro. En cuanto al resto, supongo que Sir Owen persuadió a los rufianes que teníamos a sueldo para utilizarlos en ocasiones como aquéllas. A pesar de todo, por el poco mal que nosotros pretendíamos, debo pedirle disculpas. Creo que le debemos mucho, y usted también nos debe mucho a nosotros. Porque, si bien usted nos ha librado de las amenazas de un pernicioso falsificador, nosotros le hemos rescatado de las consecuencias de sus acciones y de las garras de aquéllos que habrían forzado un juicio que, no hace falta que le diga, podría haber concluido fácilmente con su ahorcamiento. ¿No es hora de que lleguemos a una reconciliación?
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