David Liss - Una conspiración de papel

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Una conspiración de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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La zona inferior del teatro estaba repleta de la clase de gente que frecuenta el patio en ocasiones semejantes. Había, por supuesto, mucha ralea londinense que sólo podía permitirse el precio de la entrada al patio, y mezclándose con ellos había jóvenes elegantes que disfrutaban de la libertad que les brindaba el patio para crear jarana y confusión.

Sir Owen, como yo sabía, tenía el temperamento de estos individuos, pero apenas edad para este tipo de diversiones. Un hombre de su posición sin duda buscaría la zona más alta, de modo que le busqué en los pisos superiores. De forma bastante maleducada, supongo, me abrí camino hacia los palcos, empujando a cualquiera que se encontrara en mi camino. Sin preocuparme por los buenos modales, metí la cabeza en varios palcos, buscando a mi hombre. Los pasillos estaban a rebosar de caballeros, jóvenes, damas y señoritas a quienes no les preocupaba nada, o les preocupaba muy poco, lo que sucediera sobre el escenario, ya que se ocupaban sólo de los últimos chismes y de la oportunidad de examinarse los unos a los otros. El teatro era, como sigue siendo hoy día, un lugar de moda donde se crean y se afianzan amistades. El hecho de que los hombres y las mujeres abajo, en el escenario, estuvieran actuando para su disfrute no era más que un deleite añadido, o, para algunos, una distracción.

Debería haberme comportado de manera sutil para que mi aproximación resultase imperceptible, pero mi excitación y mi rostro debieron de traicionarme, ya que el objeto de mi búsqueda me vio a mí en el preciso instante en el que yo le vi a él. Estaba en un palco frente a mí con otro caballero y dos damas de postín. Nuestros ojos se encontraron por un momento, y en ese instante estuve seguro de que él sabía lo que yo sabía, y de que él sabía que yo no estaba de humor para permitir que las ruedas de la ineficaz justicia rodasen sobre este asunto.

Corrí como el rayo por el pasillo que rodeaba los palcos, en la medida en que me lo permitía la multitud, y entré atrevidamente en el palco de Sir Owen. Debía de presentar un aspecto espantoso, las ropas desaseadas, la cabellera despeinada, la cara encendida por los jadeos. Los compañeros del barón se me quedaron mirando con absoluta perplejidad, como si acabara de entrar un tigre en el palco. Una de las damas, una mujer bonita con el cabello cobrizo y un vestido en negro y dorado, se llevó una mano a la boca.

– Qué inesperado -acertó a balbucear Sir Owen. Se puso de pie y se sacudió la ropa incómodo-. ¿Teníamos una cita? -preguntó en voz baja-. Debo de haber cometido un terrible error. Le pido disculpas. Quizá podamos reunimos en otra ocasión.

– Nos reuniremos ahora -le dije, sin que sus esfuerzos por salvar la situación de la ruina social me impresionaran-. Será mejor que sus amigos sepan lo que es usted.

Sabía que había asustado a la mujer del vestido negro y dorado, porque ahora se metió dos dedos enguantados en la boca y los mordisqueó. El otro caballero, un individuo gotoso más viejo -excesivamente viejo para la joven a la que acompañaba-, resultó no ser menos temeroso que sus compañeras del sexo opuesto. Fingió estar buscando a un conocido entre el público, murmurando para sí que no había ni rastro del zascandil.

– Por el amor de Dios, Weaver -Sir Owen lanzaba ojeadas nerviosas entre mi persona y sus acompañantes-. Podemos discutir este asunto más tarde, caramba. Le haré una visita mañana por la mañana.

– Sí -dijo el gotoso, envalentonado por el dominio de Sir Owen-. Márchese, caramba.

No presté atención a aquel hombre.

– Sir Owen -siseé, apenas capaz de contener mi ira-, usted va a venir conmigo ahora.

– ¿Ir con usted? -me preguntó con incredulidad-. ¿Está usted tan loco, Weaver, como para pensar que me puede dar órdenes a mí? ¿Dónde voy a ir yo con usted?

– A la Casa de los Mares del Sur -contesté. No tenía ninguna intención de llevarle allí, pero deseaba hacerle saber que conocía su vínculo con ese lugar.

Él soltó una carcajada.

– Me parece que no. Encuentro más sabio no ir nunca a lugares semejantes, se lo aseguro.

– A pesar de todo -le dije-, va usted a acompañarme hasta allí.

Sir Owen estaba atrapado. Él lo sabía. Quería desesperadamente escaparse de la confrontación por medio de las palabras, y no se le ocurría cómo.

– Ha olvidado usted por completo cuál es su sitio. Soy un caballero, estoy en compañía de caballeros y de damas. Puede que usted tenga algún asunto que tratar conmigo, pero le aseguro que existe una hora y un lugar apropiados. No tengo paciencia para judíos con mal genio ahora mismo, así que váyase y le haré una visita cuando lo estime conveniente.

En ese momento no sentía nada más que una furia asesina. Confieso, lector, que estuve a un mero parpadeo de agarrar a este villano pomposo por el pescuezo y estrangularlo allí mismo. Que me insultara de aquel modo cuando había cometido un crimen tan terrible contra mí y contra mi familia era más de lo que podía soportar. Creo que esta furia que sentía debía de reflejarse claramente en mi rostro, porque Sir Owen la vio. Vio lo que había en mi corazón y supo que estaba a pocos segundos de sentir mi ira.

En otras palabras: echó a correr.

Afortunadamente Sir Owen no era ni un hombre joven ni un hombre ágil, ya que aunque la pierna me dolía terriblemente, fui capaz de seguir su ritmo. Se sumergió de súbito en la multitud y avanzó a empellones entre varias damas y caballeros, y sospecho que al momento de comportarse tan rudamente en público supo que ya no había vuelta atrás, porque ¿cómo explicar su reacción? El darse cuenta de ello no hizo más que incrementar su desesperación, y empezó a derribar a miembros del público con creciente determinación, apresurándose hacia la salida como si ésta fuera a ponerle a salvo. Yo, por mi parte, intenté adoptar el papel de perseguidor cortés, pero no se puede negar que fui culpable también de mi porción de magulladuras y golpetazos.

El amante confiado dio comienzo en el escenario, pero la refriega de los palcos había atraído ya la atención del público del patio. Era la primera escena de la obra de Elias, y los actores proyectaban sus voces con potencia, quejándose de sus infortunios en el amor, pero incluso en medio de mi persecución pude oír una nota inconfundible de desesperación en sus voces, como si sintieran que algo completamente ajeno a su representación había captado la atención de la concurrencia.

No sabía dónde tenía Sir Owen la esperanza de ir, y lo cierto es que sospecho que él tampoco lo sabía, ya que pronto se encontró al final del anfiteatro, sin escaleras a la vista, y ningún sitio adonde ir más que hacia mí o treinta pies en caída libre hacia el escenario. Presa del pánico, se llevó la mano al chaleco y sacó una pistola elaboradamente decorada con oro y perlas. Yo también llevaba mi pistola encima, pero no era tan imprudente como para dispararla en un lugar tan concurrido.

Al verle empuñar el arma, las damas más próximas dejaron escapar una serie de chillidos agudos y horrorizados, y este sonido desató una ola de pánico que se extendió por todo el teatro. Oí el barullo de las pisadas en el piso inferior cuando la mitad del público se puso a mirar hacia arriba y la otra mitad a correr para encontrar un sitio desde donde ver mejor el tumulto. Comprendiendo la precariedad de su posición, Sir Owen intentó elaborar una coartada que le escudara de las críticas de los demás.

– Weaver -gritó-, ¿por qué me persigue? -sé giró hacia el público, que había comenzado a calmarse. Sir Owen se puso una mano en la cadera y sacó pecho: como ahora encontraba que era la atracción principal del teatro, quizá creyese que debía conducirse como un actor trágico-. Este hombre está loco. Es en el hospital de Bedlam donde debería estar, no en el teatro.

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