El llevar a cabo un golpe en un Estado totalitario supone un esfuerzo excepcional, y para acometerlo es necesario contar con personas que posean también un empuje excepcional. Esta condición se daba de sobras en el caso de Stauffenberg, pero no en el resto de los conjurados.
El propio Stauffenberg se dio cuenta de que sus compañeros no estaban a su misma altura en este aspecto en cuanto llegó a Berlín procedente de Rastenburg. Para su perplejidad y asombro, no se había hecho prácticamente nada durante las horas que habían transcurrido desde el atentado. Tuvo que ser él el que tomase la iniciativa y comenzase a impartir las primeras órdenes. A lo largo de la tarde, las dudas e indecisiones de sus compañeros acabarían por desinflar toda la operación.
Pero Stauffenberg podía haber previsto que algo parecido podía suceder, ya que la selección de las personas que debían participar en el golpe no había sido la más afortunada. Tal como se indicó en el capítulo dedicado a la conjura, el general Beck, un hombre de gran cultura, destacaba por sus buenas maneras pero no era un hombre de acción. Goerdeler le llamaba “olímpico señor”. Además, al haberse retirado seis años antes, sólo era popular entre los antiguos oficiales de Estado Mayor, pero era casi un desconocido entre las tropas y los jefes, por lo que era difícil que fuera reconocida su autoridad.
También estaba retirado el mariscal Von Witzleben y, además, su salud se encontraba muy resentida. Él era el encargado de desempeñar las funciones de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, pero en ningún momento pudo darse esta posibilidad. En cuanto llegó a la Bendlerstrasse, dejó clara su disconformidad con el modo como se estaba llevando el golpe y mantuvo una agria disputa con el general Beck. Al comprender que el plan estaba condenado al fracaso, prefirió marcharse a su casa a esperar tranquilamente que la Gestapo acudiera a detenerle.
El general Hoepner tenía como misión asumir las funciones del general Fromm y restablecer el orden lo más pronto posible. Sin embargo, Hoepner carecía del prestigio necesario para imponer sus órdenes a los jefes de las regiones militares; había sido destituido por Hitler tras el fracaso de la toma de Moscú y se le había prohibido vestir de uniforme. Esa disposición le hacía parecer, aunque de forma injusta, como un cobarde e incompetente ante la mayoría de oficiales. La sospecha de que se había sumado al golpe como venganza personal por esa afrenta no le ayudaba en su propósito.
Por su parte, el general Olbricht, junto al coronel Mertz von Quirnheim, su leal colaborador, luchó tenazmente para que el golpe pudiera tener éxito. Intentó levantar el ánimo a los más vacilantes y transmitir al resto de conspiradores una dosis de confianza, aunque, desde el primer momento, su actitud dejaba traslucir un cierto escepticismo. Olbricht no era la persona más adecuada para sostener buena parte del peso del golpe, pues no ejercía ningún mando ni disponía de tropas a sus órdenes. Dirigió todo el golpe desde su despacho, y así era difícil asegurarse el control de los puntos vitales, como podía ser una emisora de radio.
El fracaso del golpe hizo que la guerra se alargase innecesariamente, con un coste enorme de vidas. Hitler enviando a la batalla a un grupo de muchachos en abril de 1945, en una de sus últimas fotografías.
Por tanto, el único que presentaba el perfil idóneo para llevar a cabo el golpe era Stauffenberg; joven, resuelto y carismático, no le faltó empuje ni confianza para impulsar el plan. Fracasó en su intento de acabar con la vida de Hitler, pero su empeño en actuar como si el Führer hubiera resultado muerto en el atentado no era desacertado. Una vez desatado el golpe, era necesario seguir hasta el final, sin ninguna otra consideración. Si los participantes en el complot resultaban derrotados, sabían que sus horas de vida estaban contadas, por lo que debían lanzarse por la pendiente con todas las consecuencias. Por eso no se entiende que se mantuvieran actitudes caballerescas que sólo podían perjudicar al desarrollo del plan, como fue el débil encierro al que fueron sometidos Fromm, Piffrader y Kortzfleisch, del que pudieron escapar sin ningún tipo de dificultad.
Uno de los conspiradores, Hans Bernd Gisevius, preguntó por qué no habían sido “inmediatamente colocados ante un paredón”, después de ser arrestados, aquel jefe de las SS y el comandante fiel a Hitler que se opusieron a los rebeldes en la Bendlerstrasse. Según Gisevius, “el golpe de Estado hubiera realmente inflamado los espíritus, adquiriendo, además, carácter de máximo desafío”. Esa falta de contundencia contra los que se negaron a obedecer las órdenes de los conjurados animó a los que no acababan de identificarse con el levantamiento; si hubiera existido la perspectiva de un castigo brutal e inmediato, es obvio que muchos de ellos se hubieran sumado al golpe, ni que fuera por conservar su vida.
Aunque hay que valorar desde el punto de vista humano que los conjurados no optasen por la eliminación física inmediata de los que se oponían al golpe, no es menos cierto que fue una muestra de ingenuidad rayando en la inconsciencia el pensar que unos oficiales podían ser neutralizados simplemente encerrándolos con llave en un despacho. Estaba claro que los enemigos del golpe no iban a tener esas mismas consideraciones con ellos.
Entre los motivos del fracaso, hay que destacar uno un tanto difícil de apreciar, pero que marcó de forma decisiva el desarrollo del golpe; el hecho de que los militares encargados de llevarlo a cabo no pudieran desembarazarse del peso de la tradición inherente a su estamento. Los conceptos de obediencia y lealtad, tan imbricados en la mentalidad prusiana, acabarían volviéndoseles en contra.
En un momento en el que había que actuar con rapidez y decisión, los conspiradores quisieron atenerse absurdamente al reglamento, con el fin de mantener la ficción de la Operación Valkiria como un “golpe de Estado legal”. Por ejemplo, tal como se indicó, el general Hoepner no asumió el mando del Ejército de Reserva hasta que recibió el correspondiente nombramiento oficial, por el que se confirmaba la legalidad de su nuevo cargo. Naturalmente, este respeto al procedimiento imprimiría al golpe una lentitud exasperante.
Aunque es loable ese propósito de seguir unas reglas que sus enemigos se saltaban a diario, no era ése el mejor modo de enfrentarse al régimen nazi, que había demostrado sobradamente andar falto de los escrúpulos que les sobraban a los participantes en el levantamiento.
Esa actitud moral se mantendría incluso después de fracasado el golpe. En lugar de intentar escapar, la mayoría de conjurados esperó a sus perseguidores. Theodor Steltzer, incluso, regresó de Noruega para entregarse. En los interrogatorios, muchos se autoprohibieron mentir por motivos morales, lo que tendría efectos terribles tanto para ellos como para los nombres que aparecieron en esas confesiones.
Al planificar un golpe de Estado, es evidente que se necesitarán tropas leales dispuestas a llevar a la práctica de forma incondicional las órdenes de los conspiradores. Sin embargo, el complot del 20 de julio no contaba con ese elemento crucial.
El levantamiento debía poner en acción el número de tropas necesarias para tomar los puntos más sensibles, detener a los dirigentes y a los oficiales que permaneciesen fieles al régimen nazi y, como era fácilmente previsible, enfrentarse con éxito a las SS, de las que no se podía esperar que obedeciesen las órdenes procedentes de la Bendlerstrasse. Pero los conjurados no disponían de esa fuerza.
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