– ¡Eso es exactamente lo que venía a decirle esta mañana! -exclamó Joséphine.
– He enviado hombres a casa de Lefloc-Pignel y otros a Sarthe, donde Van den Brock pasa las vacaciones, para detenerle.
– Podríamos haberlo evitado si me hubiese escuchado…
– No, señora, cuando nos cruzamos esta mañana, su hermana ya estaba muerta. Yo corría a escuchar el testimonio del hombre que asistió al…
Tosió y puso su puño delante de la boca.
Philippe tomó la mano de Joséphine. Describió el viaje de vuelta en coche por las carreteras secundarias de Normandía, la parada en el lugar llamado «Le Floc-Pignel», la confesión del impresor. Joséphine le interrumpió para precisar cómo ella había oído hablar por primera vez del pueblo y del impresor, de la propia boca de Hervé Lefloc-Pignel.
– ¡Se confió a usted! Es asombroso -dijo el inspector.
– Decía que me parecía a una tortuguita…
– Una tortuguita que nos ha ayudado mucho en esta historia de profundizar RV…
Le llegó el turno de contarlo todo.
A partir de las notas de la señora Bassonnière, se habían enterado de la historia de Lefloc-Pignel, el abandono cuando era niño, el origen de su nombre, sus diversas familias de acogida.
– No hemos reaccionado enseguida, no es una tara ser un niño abandonado y haber ascendido socialmente tras un matrimonio. El incidente del niño aplastado en el aparcamiento suscitaba más bien la compasión. Fue la capitán Gallois quien relacionó por primera vez a los dos Hervé.
– ¿Cómo pensó en ello? No resulta evidente -preguntó Philippe, estrechando la mano de Joséphine en la suya.
– Su madre era asistente social en Normandía. Trabajaba en la Ayuda Social y se ocupaba, ella también, de asignar niños abandonados. Tenía una compañera, mayor que ella, la señora Évelyne Lamarche, una mujer dura, convencida de que todos esos niños no eran más que mala hierba, de hecho, tan convencida que ni siquiera se molestaba en buscarles un nombre que les fuera bien o les gustara. A los chicos, por ejemplo, les llamaba a todos sistemáticamente Hervé. Cuando la capitán leyó los dos nombres de pila sobre la misma declaración, en el momento de la muerte de la señorita de Bassonnière, recordó a esa mujer. Había crecido oyendo hablar de esa señora Lamarche. Su madre la evocaba a menudo, criticando su forma de hacer. «Va a convertir a esos niños en bestias furiosas». Comprobó la edad de los dos Hervé, echó un vistazo a las fichas del tío, y concluyó que podrían haber pasado por las manos de esa La- marche. Tuvo lo que se llama una intuición. Pensó que esos dos habían compartido quizás la misma historia, que se conocían desde hacía mucho tiempo. Eso despertó una sospecha en su fuero interno. ¿Y si los dos hombres habían formado una especie de alianza maléfica? ¿Y si se habían aliado para vengarse de todos los que les trataban mal? Ahondó en esa pista. Llamó a su madre para informarse sobre esa señora Lamarche, saber si todavía vivía, qué había sido de ella. Estaba convencida de que se enfrentaba a un asesino en serie. Había estudiado muy seriamente el perfil de esos asesinos. Para saber cómo operaban, por qué… Encontramos sus notas, había anotado el título de un libro y copió numerosos pasajes. Los tengo aquí, en alguna parte de la mesa.
Buscó entre los papeles que tenía delante, apartó varios, y acabó encontrando las notas de la capitán.
– Aquí está, esto es… «En el origen de un crimen, existe casi siempre una humillación. Para repararla, el asesino en serie se apropia de la vida del otro, y ese crimen anula la humillación. Es un acto terapéutico que le permite reconstruirse como individuo. Cuando un obstáculo le contraria, incluso si se trata de un hecho tan fútil como un empujón en la calle o un café que le sirven tibio, ese acontecimiento amenaza la frágil imagen que tiene de sí mismo. Eso provoca un desequilibrio psicológico, que necesita restablecer sintiéndose de nuevo poderoso. Matar a alguien produce un sentimiento de potencia extrema. Se cree uno a la altura de Dios. Una vez que han matado, se sienten saciados, pero sufren un vacío que es necesario colmar y que les lleva a matar de nuevo». Ella había subrayado ese pasaje.
Se interrumpió y se hundió en su sillón.
– ¡Lo que hubiera dado por tener una mujer como ésta en mi equipo! ¿Se dan ustedes cuenta?, ¡lo había entendido todo! En este trabajo, hay que saber asociar método e intuición. Una investigación no son sólo los hechos objetivos, es también invertir en ella todos los sentimientos, todo lo que uno ha vivido.
Era como si se hablara a sí mismo. Se dirigió de nuevo a ellos.
– Así que llamó a su madre para que le informase sobre la asistente social. Se enteró de que a Évelyne Lamarche la habían encontrado ahorcada, en su domicilio, cerca de Arras, en la noche del 1 al 2 de agosto de 1983.
– ¡Es la fecha que nos dio el impresor! ¡La última vez que vio a Lefloc-Pignel, acompañado de Van den Brock! -exclamó Joséphine.
El inspector la miró y dijo: «¡Todo concuerda!».
– Les explico… En aquel momento se investigó el caso de la muerte de aquella mujer, que no tenía ningún antecedente depresivo. Había vuelto a su pueblo natal, cerca de Arras, vivía sola, sin amigos, sin hijos, pensaba presentarse a las elecciones municipales y se había convertido en una especie de personaje. Nadie creyó en el suicidio y sin embargo apareció efectivamente ahorcada. Eso confirmó las sospechas de la capitán Gallois: no era un suicidio, era un asesinato. ¿La venganza de un antiguo RV? La frase de su madre «va a convertir a esos niños en bestias furiosas» volvía una y otra vez a su mente. ¿Y si Évelyne Lamarche había pagado con su vida las humillaciones que había hecho sufrir antaño? La sospecha se cernió en torno a los dos Hervé. Debió de convocarles, interrogarles de nuevo y ciertamente cometer una imprudencia al hablarles. Sabía demasiado. Decidieron eliminarla.
– ¿No desconfió? -preguntó Philippe, extrañado.
– No tenía suficiente experiencia. En cuanto a ellos, tenían mucha experiencia y nunca les habían cogido. Se creían todopoderosos. Si lee usted obras sobre asesinos en serie, verá que a medida que progresa su mortífera carrera, su vida fantasmagórica empieza a invadir el mundo real. Pierden el control de su existencia, viven en otro mundo, un mundo que han creado con reglas, leyes, ritos…
Joséphine pensó en las reglas de la vida conyugal colgadas en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel. Al leerlas, había sentido miedo, como si estuviese en presencia de un cerebro enfermo. Tenía que haber prevenido a Iris, ponerla en guardia. Su hermana estaba muerta… No podía creerlo. No era posible. Eran sólo palabras que flotaban al salir de la boca del inspector, pero que iban a disolverse.
– El mundo real ya no existe, ellos parten a su mundo imaginario. La única cosa que seguía siendo real, a sus ojos, era su asociación: los dos Hervé. Van den Brock no mataba, no tenía la fuerza, corrompía a las mujeres, las acosaba sexualmente, pero no creo que pasara a la acción. Lefloc-Pignel, en cambio, mataba. Siempre por la misma razón: para vengarse, para reparar una humillación, fuere la que fuese. Aunque a nosotros nos parecía un detalle nimio.
– ¿Fue después de la muerte de la señorita Gallois cuando empezaron a comprenderlo? -dijo Joséphine.
– Estábamos sobre la pista, pero caminábamos a tientas. ¿Por qué había pedido a su madre que le informara sobre la muerte de la asistente social? ¿Por qué no nos dijo nada de sus pesquisas? ¿Por qué había dejado las palabras «profundizar RV»? Y entonces apareció su pista, señora Cortès. RV, Hervé. Fue a partir de ese momento cuando comprendimos que llegábamos al final. Poco tiempo después, la madre de la señorita Gallois nos relató la conversación que había tenido con su hija, y nos confió los resultados de su investigación. Seguimos varias pistas antes de concentrarnos en ésa. Creímos por un momento que su marido, Antoine Cortès, podría ser el asesino. Lo que explicaría su negativa a declarar y a presentar denuncia. Pero hoy puedo confirmarle sin duda que está muerto…
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