Por la mañana, él la despertaba. Depositaba él mismo el jamón blanco y el arroz sobre la mesa de la cocina. Ella debía estar limpia, vestida de blanco. Él pasaba un dedo por sus párpados, por su cuello, entre sus piernas. No quería olor entre sus piernas. Ella se dejaba la piel con jabón de Marsella. Ésa era la prueba más terrible: no debía traicionarse y apretaba los dientes para retener un largo gemido de placer. Pasaba un dedo sobre la pantalla de la televisión para ver si no había «polvo estático», otro por el alicatado, el parqué, por el manto de la chimenea. Parecía satisfecho cuando todo estaba limpio. Entonces él se volvía hacia ella y le rozaba la mejilla, una caricia muy suave que la hacía llorar. «¿Ves?», decía entonces, y era uno de los raros momentos en los que la tuteaba, «¿ves?, eso es el amor, cuando se da todo, cuando uno se entrega completamente, ciegamente, tú no lo sabías, no podías saberlo, vivías en un mundo tan falso… Cuando todos hayan vuelto, te alquilaré un apartamento y te instalaré allí. Estarás purificada y quizás podremos, si tu conducta es ejemplar, suavizar un poco las reglas. Me esperarás, deberás esperarme y yo me ocuparé de ti. Te lavaré el pelo, te bañaré, te daré de comer, te cortaré las uñas, te curaré cuando estés enferma y tú permanecerás pura, pura, sin que ninguna mirada de hombre te ensucie… Te daré libros para leer, libros que yo elegiré. Te volverás culta. Conocedora de cosas hermosas. Por la noche, te tumbarás con las piernas abiertas en la cama y yo me tumbaré sobre ti. Tú no deberás moverte, sólo soltar un pequeño gemido para mostrarme que sientes placer. Yo haré lo que quiera de ti y tú no protestarás nunca».
– No protestaré nunca -repetía ella levantando la voz.
Cuando encontraba un tenedor sucio sobre la mesa o granos de arroz, se enfurecía, la tiraba del pelo y gritaba: «¿Esto qué es, esto qué es? Está sucio, está usted sucia», y la golpeaba y ella se dejaba golpear. Le gustaba la angustia que precedía a los golpes, la tortura de la espera, ¿lo he hecho todo bien, voy a ser castigada o recompensada? La espera y la ansiedad llenaban su vida, cada minuto era importante, cada segundo de espera la llenaba de una felicidad desconocida, increíble. Esperaba el momento en el que le adivinaría feliz y satisfecho o, por el contrario, furioso y violento. Su corazón latía, latía, su cabeza daba vueltas. No sabía nunca. Ella se dejaba golpear, se echaba a sus pies y prometía no volver a hacerlo. Entonces él la ataba sobre la silla. Todo el día. Volvía a mediodía para hacerla comer. Ella abría la boca cuando él lo ordenaba. Masticaba cuando él lo ordenaba, tragaba cuando él lo ordenaba. A veces, parecía tan feliz que bailaban un vals en el piso. En silencio. Sin hacer ningún ruido, y era aún más hermoso. Ella apoyaba su cabeza contra él y él la acariciaba. Le daba incluso pequeños besos en el pelo y ella desfallecía.
Un día en el que ella había desobedecido, un día en que él la había atado, sonó el teléfono. No podía ser él. Él sabía que estaba atada. Había descubierto, asombrada, que no le importaba saber quién llamaba. Ya no pertenecía a este mundo. Ya no tenía ganas de hablar con los demás. No comprenderían lo feliz que era.
Por la noche, en su casa, él ponía una ópera. Abría de par en par la ventana del salón y subía mucho el volumen. Ella escuchaba sin decir nada, arrodillada cerca de la silla. A veces, él bajaba el volumen para hablar por teléfono. O con el dictáfono. Se le oía en todo el patio. No importa, decía él, están todos de vacaciones.
Y después, apagaba la luz. Apagaba la música. Se iba a acostar.
O subía silenciosamente para verificar si ella dormía bien. Ella debía acostarse con el sol. No tenía derecho a la luz. ¿Que haría usted errando en un piso oscuro?
Ella debía estar acostada, la melena extendida sobre la almohada. Las piernas cerradas, las manos en el borde de las sábanas, y debía dormir. Él se inclinaba sobre ella, verificaba que estaba durmiendo, pasaba la mano por encima de su cuerpo y ella se sentía invadida por un placer inmenso, una ola inmensa de placer, que la dejaba mojada en su cama. Ella no se movía, sólo sentía cómo el placer la inundaba. Ella no sabía, cuando él entraba en la habitación, si iba a pegarle, a despertarla, porque había dejado un papel tirado en la entrada, o si iba a decirle palabras dulces, inclinado sobre ella, susurrando. Ella tenía miedo y era tan delicioso ese miedo, que se transformaba en ola de placer.
Al día siguiente, ella se lavaba aún con más cuidado que de costumbre para que él no sintiese olor corporal, pero con sólo pensar en la víspera, volvía a mojarse. Qué extraño es, nunca había sido tan feliz y ya no tengo nada mío. Ya no tengo voluntad. Se lo he dado todo.
Sin embargo, le desobedecía: escribía su felicidad en hojas en blanco que escondía detrás de la plancha de la chimenea. Lo contaba todo. Con detalle. Y eso le hacía revivir todo el placer y todo el miedo. Quiero escribir este amor tan hermoso, tan puro para poder leerlo y releerlo y llorar lágrimas de alegría.
He recorrido más camino en ocho días que en cuarenta y siete años de vida.
Se había convertido exactamente en la que él quería que fuera.
¡Por fin feliz!, murmuraba antes de dormirse. ¡Por fin feliz!
Ya no tenía ganas de beber y mañana, dejaría los comprimidos para dormir. No echaba de menos a su hijo. Él pertenecía a otro mundo, el mundo que ella había dejado.
Y después llegó la noche en la que él vino a buscarla para esposarla.
Ella le esperaba, descalza, con su vestido marfil y el cabello suelto. Él le había pedido que esperara en la entrada, como una hermosa novia que se prepara para avanzar por la nave de la iglesia. Ella estaba lista.
* * *
Esa noche, Roland Beaufrettot estaba furioso. Roía la boquilla de la pipa, escupiendo un jugo amarillo y echando pestes contra esta sociedad de mierda, que ya no sabe contener su mierda, y deja que cada uno se ocupe de la mierda que le toca.
Le habían avisado de una banda de raperos que buscaban un campo para hacer una «refparti». ¡Ya les daría él algo para repartir! Van a dejarme el campo perdido, esos drogadictos de mierda. También le habían dicho que iban buscando sitios por la noche. Pues bien, ¡no iban a quedar decepcionados, esos degenerados! Van a encontrarse en un abrir y cerrar de ojos en el punto de mira de mi escopeta y, sin que se den cuenta, les voy a lanzar una andanada de perdigones a los bajos del pantalón, y esos niñatos van a salir corriendo con los calzones cagados de miedo.
Estos campos, estos bosques, estos claros se los conocía de memoria. Sabía por dónde pasaban los ladrones de muguete, los ladrones de setas, los ladrones de castañas, los ladrones de conejos, los ladrones de aquello que era su jornada y le daba de comer. ¡No iba a dejar además que un montón de niñatos de mierda drogados, destrozaran sus tierras!
Así que avanzaba prudentemente por la maleza que bordeaba su campo. Qué hermoso, su campo; hermoso y bien cuidado. ¡Había que conocerlo para encontrarlo! Se pasaba el año mimándolo, quitando las piedras una por una, lo rastrillaba, lo araba, le daba de comer abono…
Estaba, pues, bien al abrigo, esperando a los «raperos» como dicen en la tele, cuando oyó el ruido de un coche, después de otro y vio pasar los dos automóviles frente a él. Anda, por fin voy a ver qué pinta tienen esos raperos. Sólo un vistazo antes de volarles los cojones, ¡suponiendo que tengan!
El primer coche se detuvo y aparcó casi bajo sus narices. Se echó hacia atrás para que no le vieran. Era finales de agosto, la noche era clara, la luna llena, bien redonda, una luna de ensueño que parecía una farola de ciudad. Le gustaba todo de su campo, incluso la luna que lo iluminaba. El segundo coche aparcó frente al primero, el capó de uno a una decena de metros del capó del otro.
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