Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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La sangre le ardía en la cara y golpeaba la mesa con el puño.

– ¡La asistente social volvió a buscarle! ¡Con su carpetita, su faldita ajustada y su pequeño moño! ¡Y se lo volvió a llevar! El odiaba a esa mujer. Cada vez que se escapaba, venía a buscarle a mi casa, le buscaba otra familia de tarados que lo acogían para que cortase la leña, trabajara en el campo, segara el césped, pintara, lijara o limpiara la fosa séptica. Apenas le daban de comer, le pegaban, pero ella decía que había que domarle. Una sádica, le digo. Me ponía enfermo. Le perdí el gusto a todo. Abandoné el taller… En 1974, Giscard fijó la mayoría de edad a los dieciocho años. Dos años más tarde, Tom aprobó el bachillerato con matrícula. Con dieciséis años justos. ¡Ni siquiera sé cómo lo hizo! Se dedicó a sus estudios como un loco. Ya casi no venía a verme… La última vez que lo vi, llegó en plena noche, con un amigo. Estaban pasablemente achispados, decían que le habían dado una lección a la zorra… Incluso me dijo: «Me he vengado, he puesto el contador a cero». Yo le dije que no se podía poner el contador a cero a base de venganza. El amigo se rio. «¡Este es idiota! No ha entendido nada». Me enfadé. Tom le pidió que se disculpara, porque yo continuaba llamándole Tom. El amigo se dio cuenta, me dijo: «No es Tom, es Hervé. ¿Por qué le llamas Tom? ¿Tienes algo contra Hervé?». Yo dije: «No, no tengo nada contra Hervé salvo que se llama Tom», y él dijo: «Bueno, pues qué casualidad porque yo también me llamo Hervé y yo también soy un niño de la asistencia social y yo también tuve a la zorra de Évelyne ocupándose de mi y fastidiándome la vida…».

– ¿Se llamaba Hervé qué más? -preguntó Joséphine.

– No me acuerdo. Un apellido raro. Un apellido belga… Van no sé qué… Lo escribí en un cuaderno porque lo anoté todo después, cuando se fueron. Había tanta violencia en esa escena que lo escribí todo. A veces, cuando las cosas son demasiado violentas, las borramos de nuestra memoria, uno no quiere acordarse. Puedo buscarlo si quiere…

– Es muy importante, señor Graphin -dijo Joséphine.

– ¿Le importa de verdad? -dijo alzando sus cejas blancas-. Se lo encontraré. Está en una caja… Mi caja de los recuerdos. No todo son cosas raras, ¿sabe usted?

Arrastró los pies hasta un estante, le pidió a Philippe que cogiese una caja llena de polvo.

Extrajo un cuaderno, lo abrió cuidadosamente, lo hojeó. El polvo se levantaba en ligeros copos y estornudó. Sacó de nuevo su pañuelo. Volvió al cuaderno secándose los ojos. Leyó una fecha: 2 de agosto de 1983.

– Van den Brock. Eso es, se llamaba Van den Brock. Había adoptado el apellido de su familia de acogida. Pero había permanecido dos años en un orfanato antes de que le adoptaran. Así fue como se conocieron, los dos Hervé. Nunca perdieron el contacto. Cuando vinieron, esa noche, habían decidido festejar el final de sus estudios. Debían de tener veintitrés o veinticuatro años. El alto maleducado había estudiado medicina; Tom se había licenciado en la Politécnica ¡y en muchas otras escuelas que ya no tengo fuerzas para recordar! Continuaron bebiendo toda la noche, al cabo de un momento le dije: «Pero ¿por qué has venido a verme?». Me contestó, mire, le leo la respuesta: «Es para terminar un ciclo, el ciclo de la infelicidad. Tú eres la única persona buena que he encontrado en mi vida…». El otro se había dormido sobre un banco y se quedaron los dos. Él me contó lo que había sufrido en todas sus familias, ¡había estado coleccionando locos! Se fueron por la mañana temprano. Fueron hasta París. Nunca volví a tener noticias suyas. Un día, abriendo el periódico local, me enteré de que se casaba con la hija de un banquero, Mangeain-Dupuy. La familia tiene un castillo, cerca de aquí. Iba por allí a buscar setas cuando era pequeño, siempre con miedo de que los perros de guardia le mordiesen el trasero, y nos hacíamos tortillas suculentas. Pensé que era una buena revancha…

Esbozó una pálida sonrisa y se frotó la pechera.

– No sé si ellos le acogieron bien. Llevaba el nombre de un pueblucho, a pesar de todo. No procedía de su mundo… Pero era brillante. En fin, eso era lo que decía el periódico. Hablaba también de una universidad americana, de puestos importantes que le habían ofrecido, así que ellos debieron de decidir entregarle a su hija. A mí no me invitaron a la ceremonia. Poco tiempo después, por una persona que trabajaba en el castillo, me enteré de la muerte de su primer hijo. ¡Terrible! Aplastado en un aparcamiento. Como Sophie la tortuga. Pensé, qué vida ésta, se ríe de nosotros. ¡Hacerle pasar por eso! ¡A él! Después he seguido su vida de lejos… Por los comentarios de la gente de la zona que trabajaban en el castillo, y que lo veían con su mujer y sus hijos. Se comenta que es raro, siempre muy brillante pero raro, que se enfada por nimiedades, que tiene obsesiones. Debe de ser desgraciado, ese hombre. No sé cómo se cura uno de una infancia así. ¡El pequeño Tom! Era tan gracioso cuando bailaba el vals con Sophie en el taller… Un vals muy lento para no aturdir a Sophie. Se la metía en la chaqueta, ella sacaba su cabecita y él le hablaba. Ya ven ustedes, yo nunca me he casado, nunca he tenido hijos, pero al menos no he sido infeliz.

– Así que se conocen desde la infancia… -murmuró Joséphine.

– Me han hablado a menudo de él -dijo Philippe-, ¡pero nunca me hubiese podido imaginar esa infancia! ¡Nunca!

Benoit Graphin levantó la cabeza y miró a Philippe directamente a los ojos. Su voz temblaba:

– ¡Porque eso no es una infancia, por eso!

Había guardado su cuaderno, cerró la caja y meneó la cabeza en el vacío como si estuviera solo, como si ya se hubiesen marchado.

En el coche, Joséphine reflexionaba. Así que ya se conocían… Ésa era la famosa pista sobre la que profundizaba la inspectora antes de morir.

– ¿Crees que tendríamos que prevenir a Iris?-dijo Joséphine-. Toda esta historia es bastante violenta…

– No te escuchará. Ella no escucha nunca. Persigue un sueño…

Hacía ocho días que se purificaba.

Ocho días que vivía recluida en el piso. Levantándose a la siete y media, cada mañana, para estar limpia cuando él viniese a dejarle la comida.

Llamaba a las ocho en punto y preguntaba: «¿Está usted levantada?», y si ella no respondía con voz alta y clara, la castigaba. Había pasado todo un día atada a su silla, por no haber oído el despertador una mañana. Había conservado su provisión de Stilnox escondida bajo el colchón y tragaba comprimidos para olvidar que ya no podía beber. Había perdido la noción del tiempo. Sabía que hacía ocho días porque él se lo recordaba. El décimo día, se casarían. Él se lo había prometido. Sería un compromiso. Un compromiso solemne.

– ¿Y habrá un testigo? -había preguntado ella, los ojos bajos, las manos atadas a la espalda.

– Tendremos un testigo para los dos. Que tomará nota de nuestro compromiso antes de que se haga oficial ante los hombres…

Eso le iba bien. Esperaría. El tiempo necesario para que él tuviese todos los papeles para divorciarse. Él no hablaba nunca de divorcio sino siempre de matrimonio. Ella no hacía preguntas.

Ahora tenían una rutina. Ella ya no desobedecía y él parecía satisfecho. A veces la desataba y peinaba sus largos cabellos diciéndole palabras de amor: «Mi hermosura, mi perfección, eres sólo mía… No dejarás que se te acerque ningún hombre, ¿me lo prometes? Ese hombre con el que te vi una vez en el restaurante»… ¿Cómo lo había sabido? Estaba de vacaciones. ¿Había vuelto por un día? ¿La había seguido? Así que él la amaba, ¡la amaba! A ese hombre, ya no le dejarás acercarse, ¿verdad? Había aprendido a hablarle. No hacía nunca preguntas, no tomaba la palabra más que cuando él la autorizaba. Se preguntaba cómo lo harían cuando su mujer y sus hijos volviesen.

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