Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– ¡No me he inventado los mensajes! Te los mostraré…

– Hace eso para ponerte nerviosa. Está molesto o furioso porque le has abandonado, y se venga.

– Está loco, te digo. Un loco peligroso… ¡Cuando pienso que no le dije nada a Garibaldi! ¡Denuncié a Antoine y a él, le protegí! ¡Qué tonta soy, pero qué tonta soy!

– Que no… Te alarmas por nada. E incluso si viene, se encontrará conmigo y eso le calmará. Pero no vendrá, estoy seguro…

Ella le escuchaba y sentía cómo se llenaba de paz. Apoyó su cabeza contra el batiente de la puerta y respiró suavemente. Él estaba allí, justo detrás. Ella ya no tenía miedo de nada. Había venido, solo. Sin Dottie Doolittle.

– ¿Jo?

Hizo una pausa y añadió:

– ¿Estás enfadada conmigo?

– ¿Por qué no me llamabas? -dijo Joséphine, al borde de las lágrimas.

– Porque soy un idiota…

– ¿Sabes?, me da igual que tengas otras chicas. No tienes más que decírmelo. Nadie es perfecto.

– No tengo otras chicas. Me he enredado en mis emociones.

– No hay nada peor que el silencio -murmuró Joséphine-. Nos imaginamos de todo y todo se vuelve amenazador. No sabemos a qué agarrarnos, ni siquiera a un pequeño fragmento de realidad para indignarnos. Odio el silencio.

– A veces es tan práctico…

Joséphine suspiró.

– Acabas de hablar… ¿Ves?, no es complicado.

– ¡Eso es porque estás detrás de la puerta!

Ella se echó a reír. Una risa que se llevó el pánico. Él estaba allí, Luca no se acercaría. Vería el coche de Philippe aparcado delante de la puerta. El suyo, aplastado debajo del árbol, y sabría que no estaba sola.

– Philippe… ¡Tengo ganas de besarte!

– Vamos a tener que esperar. La puerta no parece estar de acuerdo. Y además… No soy un hombre fácil. Me gusta hacerme desear.

– Lo sé.

– ¿Llevas aquí mucho tiempo?

– Va a hacer tres días… creo. Ya no lo sé…

– ¿Y llueve así desde hace tres días?

– Sí. Sin parar. He intentado localizar a Fauvet, pero…

– Me ha llamado. Viene mañana con sus obreros…

– ¿Te ha llamado a Irlanda?

– Había vuelto de Irlanda. Cuando llegué al campo para llevarme a Zoé y a Alexandre, me dijeron que querían prolongar la estancia. Volví a Londres…

– ¿Solo? -preguntó Joséphine volviendo a rascar la puerta.

– Solo.

– Lo prefiero así. Digo que me da igual, pero no me da realmente igual… Lo que no quiero es perderte.

– Ya no me perderás…

– ¿Puedes repetirlo?

– Ya no me perderás, Jo.

– Incluso llegué a creer que te habías vuelto a enamorar de Iris…

– No -dijo Philippe tristemente-. Con Iris se acabó, y se acabó del todo. Comí en Londres con su pretendiente. Me pidió su mano…

– ¿Lefloc-Pignel? ¿Estaba en Londres?

– No. Mi socio. Quiere casarse con ella… ¿Por qué Lefloc-Pignel?

– No debería decírtelo, pero me parece que está muy enamorada de él. En este momento, viven el amor perfecto en París.

– ¡Iris con Lefloc-Pignel! ¡Pero si está extremadamente casado!

– Lo sé… Y sin embargo, según Iris, se aman…

– Me sorprenderá siempre. Nada se le resiste…

– Lo deseó desde que le vio.

– Nunca hubiese creído que dejaría a su mujer.

– Eso aún no ha pasado…

Quiso preguntarle si sentía pena, pero se calló. No tenía ganas de hablar de su hermana. No tenía ganas de que viniese a inmiscuirse entre ellos. Esperó a que él retomase el diálogo.

– Eres fuerte, Jo. Mucho más fuerte que yo. Creo que por eso tuve miedo y permanecí en silencio…

– ¡Oh, Philippe! ¡Soy todo menos fuerte!

– Sí que lo eres. No lo sabes, pero lo eres… Has pasado por muchas más cosas que yo, y todas esas cosas te han fortalecido.

Joséphine protestó. Philippe la interrumpió:

– Joséphine, quería decirte… Quizás llegue un día en el que yo no estaré a la altura, y ese día tendrás que esperarme… Esperar a que termine de crecer. ¡Llevo tanto retraso!

Pasaron la noche hablando. Cada uno a un lado de la puerta.

* * *

Fauvet llegó por la mañana y liberó a Joséphine, que se contuvo para no saltar en los brazos de Philippe. Se acurrucó contra la manga de su chaqueta y se frotó la mejilla con ella.

Llamó a Garibaldi. Le relató el acoso del que había sido víctima, del contenido de los mensajes.

– He sentido miedo de verdad, ¿sabe?

– Y debo decirle que con razón -respondió Garibaldi con una cierta empatía en su voz-. Sola, en una gran casa aislada, con un hombre que la persigue…

Voy a caer otra vez en la trampa, pensó Joséphine, pero esta vez decidió hablar. Contó la indiferencia de Luca, su doble personalidad, sus crisis de violencia.

Él no dijo nada. Iba a colgar cuando pensó que quizás debía darle el nombre de su portera.

– Ya la hemos visto y ya lo sabemos todo -respondió Garibaldi.

– ¿Ya había investigado sobre él? -preguntó Joséphine.

– Fin de la conversación, señora Cortès.

– Quiere usted decir que sabe quién es el asesino…

Había colgado. Ella volvió, pensativa, hasta Philippe y el señor Fauvet que inspeccionaban el tejado y realizaban la lista de reparaciones a realizar.

Cuando Philippe volvió a su lado ella murmuró:

– Creo que han detenido al asesino…

– ¿Por eso no vino? Le arrestaron a tiempo…

Pasó un brazo sobre sus hombros y le dijo que debería olvidar. Añadió que tendría que avisar a su seguro por lo del coche.

– ¿Tienes un buen seguro?

– Sí. Pero ésa es la menor de mis preocupaciones. Percibo el peligro por todas partes… ¿y si no le detuvieron a tiempo? ¿Y si nos persigue? Es peligroso, ¿sabes?…

Fueron hasta Étretat. Se encerraron en un hotel. Sólo salieron de la habitación para comer pasteles y beber té. A veces, en medio de una frase, Joséphine pensaba en Luca. En todos los misterios de su vida, en sus silencios, en la distancia que había mantenido siempre entre ambos. Ella había creído que lo hacía por amor. Y no era más que locura. ¡No! Se corrigió, una noche, estuvo a punto de hablarme, de confesármelo todo y yo hubiera podido ayudarle. Sintió un escalofrío. ¡Me he acostado con un asesino! Se despertaba sudando, se incorporaba en la cama. Philippe la calmaba diciéndole con dulzura: «Estoy aquí, estoy aquí». Ella volvía a dormirse entre lágrimas.

Llovía sin cesar. Miraban desde el fondo de la cama cómo la lluvia dibujaba largos trazos transversales al golpear contra la ventana. Du Guesclin suspiraba, cambiaba de posición y volvía a dormirse.

Decidieron volver a París sin prisas.

– ¿Quieres que vayamos por carreteras secundarias? -preguntó Philippe.

– Sí.

– ¿Que nos perdamos por las carreteras secundarias?

– Sí. ¡Así estaremos más tiempo juntos!

– Pero, Jo, ¡ahora pasaremos todo nuestro tiempo juntos!

– Soy tan feliz…, me gustaría atrapar a una gaviota, murmurarle mi secreto al oído y que vuele por el cielo llevándoselo…

Llovía tanto que se perdieron. Joséphine daba vueltas al mapa de carreteras en todos los sentidos. Philippe se reía y le aseguraba que no la llevaría nunca de copiloto.

– ¡Pero si no se ve nada! Vamos a volver a una carretera importante ¡Qué le vamos a hacer!

Encontraron la D313, atravesaron pueblecitos que apenas atisbaban bajo el baile atareado de los limpiaparabrisas, y llegaron a un lugar llamado Le Floc-Pignel. Philippe silbó.

– ¡Vaya! Es un hombre importante. ¡Tiene un pueblo con su nombre!

Avanzaban a cinco por hora. Joséphine, a través del cristal, vio una tiendecita con la fachada desconchada. En el frontón, en letras verdes casi borradas sobre un fondo blanco, se podía leer: Imprenta Moderna.

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