Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Del primer coche salió un hombre. Alto, vestido con un impermeable blanco. Y del otro, otro hombre, muy delgado, casi esquelético. Acordaron algo durante un momento, como en el café con Raymond antes de jugar al tresillo, y después el hombre esquelético subió a su coche, encendió las luces largas y puso música. Una música extrañamente hermosa. No la música que ponen en la tele en los reportajes de las raves. Una música con graves, agudos, escalas y una voz de mujer bella como la luna, que se elevó en el bosque y embelleció todos los árboles de alrededor, los robles centenarios, los tiemblos, los álamos y los chopos que su padre había plantado justo antes de morir, y sobre los que velaba celosamente.

El hombre del impermeable blanco encendió también los faros largos y aquello formó una especie de bóveda luminosa. Las partículas flotaban en la luz de los faros y con la música que se alzaba como un manto, la escena era particularmente bonita. El del impermeable blanco hizo bajar de su coche a una hermosa mujer con largos cabellos negros, vestida con un vestido blanco, descalza. ¡Una como ésa no la tendré nunca en mi cama! Avanzaba con gracia y ligereza como si no tocara el suelo, como si los cardos no le picaran los pies. La pareja era hermosa, mágica, eso seguro. No parecían raperos, eso seguro también. Parecía que no tuvieran edad. Unos cuarenta años. Un aspecto elegante, un no sé qué jactancioso, como la gente que tiene dinero, que está acostumbrada a que los demás se hagan a un lado cuando cruzan… ¡Y la música! La música… Nada más que caaas, estaaas, diiiis y vaaaas lanzados a la noche como un homenaje a su bosque. ¡Nunca había oído una música tan hermosa!

Roland Beaufrettot bajó la escopeta. Sacó su cuadernito y, mientras todavía había algo de luz, anotó con la punta de su lápiz bien afilada, el número de las matrículas, la marca de los coches y pensó que quizás eran los organizadores que venían buscando un sitio. No los raperos, demasiado holgazanes para desplazarse, sino los productores… porque que no me vengan a decir a mí que no ganan pasta con las raves. ¡Eso también es un bisnes! A nosotros, los agricultores no nos aporta un céntimo, ¡pero seguro que se lo aporta a alguien!

Guardó el cuadernito, sacó sus prismáticos y miró a la mujer. ¡Qué guapa era! Realmente guapa. Sobre todo tenía un aspecto imponente… Pronto se haría completamente de noche y ya no vería nada. Pero si dejaban los faros de los coches encendidos, vería lo suficiente. No es posible, ésos no son raperos. ¡Ni siquiera los raperos jefes! ¿Pero qué hacen éstos aquí, entonces?

El hombre del impermeable blanco presentó al hombre esquelético a la mujer tan guapa, tan elegante, y ella inclinó la cabeza muy lentamente. Con mucha contención. Como si estuviese en su salón y recibiese a un invitado de postín. Después el hombre esquelético fue a bajar un poco la música. La hermosa pareja permaneció enlazada en medio del claro. Erguidos, guapos, románticos. El del impermeable blanco había pasado los brazos alrededor de la mujer y la enlazaba. Era una actitud muy casta. El esquelético volvió, se situó entre los dos, unió las manos como un sacerdote que comienza su misa, dijo algunas palabras a la mujer que ella respondió, con la cabeza gacha, palabras que él no escuchó. Después el esquelético se volvió al del impermeable blanco y le hizo una pregunta y el del impermeable blanco respondió alto y fuerte SÍ, QUIERO. Entonces el esquelético tomó la mano del hombre y la mano de la mujer, las juntó y declaró en voz muy alta, como si quisiera que todos los animales del claro estuviesen al corriente y acudieran para servirles de testigos: OS DECLARO UNIDOS POR EL VÍNCULO DEL MATRIMONIO.

¡Así que era eso! ¡Una boda romántica a la caída de la noche en su campo! ¡Córcholis! Se sentía honrado de que unos señores tan elegantes y una señora tan guapa vinieran a casarse en sus tierras. Estuvo a punto de salir de la maleza y aplaudir, pero no se atrevió a interrumpir la ceremonia. Todavía no habían intercambiado los anillos.

No hubo intercambio de anillos.

La mujer se apoyó contra el del impermeable blanco, sus largos cabellos flotando sobre los hombros, ligera en brazos del hombre y giraron, giraron en el claro. Bailaban el vals bajo la redonda luna llena, que sonreía como hace siempre la luna cuando está llena. ¡Qué bonito, qué emotivo! Bailaban a la luz de los faros, la mujer apoyada contra el hombre, el hombre protector y muy casto rodeándola entre sus brazos, haciéndola retroceder incluso un poco, para bailar según la etiqueta, como se ve en la tele en los programas de Nochebuena. El hombre esquelético había vuelto a subir el volumen de la música, mucho, incluso un poco demasiado, y esperaba apoyado en el capó, sin perder detalle.

La pareja bailaba lentamente, muy lentamente y Roland Beaufrettot pensó que nunca había visto un espectáculo tan hermoso. La mujer sonreía, la mirada baja, los pies descalzos en la hierba, y el hombre la sostenía con una especie de autoridad tranquila, de gracia de otro tiempo…

Y entonces, el hombre esquelético alzó los brazos al cielo como un semáforo, dio una palmada y gritó ¡AHORA! ¡AHORA! Y entonces el hombre del impermeable blanco sacó algo de su bolsillo, algo que brilló a la luz de los faros con un reflejo blanco, vivo, y lo hundió en el pecho de la mujer, firme, metódicamente, contando, un, dos, tres, un, dos, tres, mientras continuaba bailando y manteniéndola enlazada.

Estoy soñando, pensó Roland Beaufrettot, ¡Dios, no es posible! Bajo sus ojos un hombre apuñalaba a una mujer mientras bailaba, y la mujer se desplomaba sobre la hierba y se convertía en una larga mancha blanca. Y entonces el bailarín, sin mirarla, se volvió hacia el hombre esquelético y le ofreció, levantándolo al cielo como una ofrenda de druida, lo que parecía ser un puñal corto, el mismo que utilizaban para la caza del ciervo. Se lo tendió al hombre esquelético que lo recogió ceremoniosamente, lo secó, lo guardó en una especie de estuche -no se veía muy bien, no estaba seguro- y después volvió al coche, sacó una especie de gran bolsa de basura, volvió al lado del hombre del impermeable blanco y lentamente, doblaron a la mujer en dos, la introdujeron en la bolsa, la cerraron y, llevándola cada uno por un lado, fueron a tirarla al estanque, justo detrás.

Roland Beaufrettot se frotaba los ojos. Había dejado su escopeta, sus gemelos, y se había acurrucado sobre sus talones, bien al abrigo. Acababa de asistir a un asesinato en directo.

¡Ella no había hecho ni un gesto de protesta! No había lanzado un solo grito, había bailado hasta el final, y había muerto sin hacer ruido como un velo blanco arriado.

¡Dios, no es posible!

Los dos hombres volvieron al cabo de diez minutos. Volvieron al coche del hombre del impermeable blanco, sacaron una caja, la abrieron y derramaron una especie de piedrecitas por el campo, que dispusieron como si dibujaran un círculo. Están borrando las huellas, pensó Roland Beaufrettot, borran la sangre… Después se dieron la mano y se fueron cada uno por su lado. Los faros desaparecieron en la noche y el ruido de los motores se alejó.

¡Pero bueno!, exclamó Roland Beaufrettot, el culo en el suelo, pero bueno… Esperó a estar seguro de que lo dos coches no volvían, y salió del bosque. Quería ver lo que habían dejado en el suelo para borrar el rastro de su crimen. ¿Piedras, serrín?

Dirigió la linterna hacia el suelo y vio una decena de piedras gruesas, redondas y planas, marrones y amarillas, dispuestas en un círculo perfecto. Eran como si se dieran la mano, como si hiciesen un coro. Empujó una con la punta del zapato. La piedra se movió, le creció una patita, después otra, y una tercera… Soltó: «¡Me cago en la hostia puta!», echó a correr como alma que lleva el diablo y huyó de allí.

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