Con el Renacimiento surgió un nuevo interés por la retórica clásica. Esta entra en el discurso privado y los retóricos sirven de guía para escribir cartas y enseñar el arte de la conversación privada y de la etiqueta cortesana. Muchos artistas del Renacimiento, tanto de la literatura como de las artes plásticas, utilizaron profusamente los elementos de la teoría retórica para la elaboración de sus obras, y se empiezan a construir incluso los primeros tratados específicos sobre este tema. La retórica siguió siendo fundamental en la academia, pero sus componentes se desarticularon. Así, la inventio y la dispositio pasaron a formar parte de la dialéctica. El énfasis se dio entonces en la elocutio y en la abundancia de variación en el discurso, lo que convirtió cada vez más la retórica en un arte de figuras y tropos, de estilo adornado, alejándola de su
sentido original.
Esta situación se profundizó aún más en el Barroco, período en el que se trasladaron y adaptaron muchas de las teorías retóricas a otras artes como la música, el teatro, la danza, la arquitectura, la escultura, con sendos tratados y obras inspiradas en las antiguas técnicas diseñadas inicialmente para la oratoria. Fue una época de profusión estilística (semejante en muchos aspectos a la actual, llamada por algunos autores como neobarroco o neomanierismo), en la cual la retórica tuvo una gran importancia para la que se descubrieron aplicaciones en múltiples campos, incluso hasta el punto de abusar de ella y tergiversar su sentido, debilitándola.
La Ilustración y el pensamiento científico influyeron para que la predominancia de la retórica decayera definitivamente. Se buscaba un estilo que sirviera para la discusión de tópicos científicos, que necesitaban una exposición clara de hechos más que la forma adornada favorecida por la retórica de entonces, posición que se prolongó por toda la modernidad e influyó de manera determinante en la tradición documentalista del siglo xx. John Locke, por ejemplo, presentó una visión negativa de la retórica en su influyente Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), al igual que Francis Bacon, quien criticaba a aquellos que se preocupaban más por el estilo que por el “peso del asunto, el valor del sujeto, la razón del argumento, la vida de la invención o la profundidad del juicio”. Opinaba que el silogismo no puede descubrir nada nuevo y privilegiaba la investigación en el trabajo científico sobre la invención en el trabajo retórico: “La retórica es la aplicación de la razón a la imaginación para mover mejor el deseo. No es un razonamiento sólido del tipo que la ciencia exhibe”. Algunos de sus discípulos y contemporáneos atacaban también a la retórica por sus efectos manipuladores.
Dicha concepción antirretórica caló en el arte de una forma profunda. En las últimas décadas del siglo xix, el modernismo artístico se sublevó contra el arte elitista y recargado con elementos estilísticos. El concepto mismo de la retórica fue rechazado desde el arte, al verlo como una técnica desacreditada del establecimiento, cuyos representantes usualmente hablaban en los tonos elevados de la predicación moral. “No se trataba de un abandono de la persuasión, lo que siempre ha sido imposible, sino una nueva y heterodoxa falta de interés por ciertas audiencias —una retórica ‘antirretórica’— que ha definido el ethos modernista” (Naremore, 2005).
Así, en la arquitectura se dio el rechazo por el ornamento clásico a favor de formas menos decorativas derivadas de la industria o el paisaje; la pintura se separó de la imaginería sentimental y representativa del siglo xix, volviéndose cada vez más abstracta; la danza rechazó las jerarquías retóricas del ballet a favor de performances y movimientos más libres; la poesía sospechó del tono elevado y los llamados directos a la emoción. Algo similar pasó con la novela, bajo las manos de Joyce, Nabokov y otros (Naremore, 2005). Al respecto, Wayne Booth (1961) observa que estos autores no dejan una base moral o ética que guíe a sus lectores. Su narración se volvía cada vez más ambigua y “cinemática” y menos explícitamente retórica (sin nunca dejar de serlo), elevándose el mostrar frente al contar. Booth agrega que un desarrollo análogo ocurre en el teatro, con autores como Stanislavski, quien en su revolucionario arte buscaba ser indirecto frente a los espectadores que deberían esforzarse en descubrir el sentido de la obra.
Durante los siglos xvii y xix, “la retórica perdió su dimensión originaria, filosófica y dialéctica, quedando reducida a un redundante ornamento e incluso siendo objeto de opiniones peyorativas de artificio, insinceridad, decadencia, falsificación, hinchazón verbal o vaciedad conceptual” (Ruiz, 2001: 50). Dicha posición se sigue dando hasta hoy entre los pensadores de tendencia positivista, a pesar del cuestionamiento que importantes autores como Nietzsche, Bajtín, Foucault, Barthes, Derrida y muchos otros le han planteado al conocimiento científico unívoco y al lenguaje positivista o “trasparente”, volcando de nuevo la atención hacia la retórica. Y es precisamente este mismo fenómeno el que se evidencia en el documental contemporáneo, en el que, como se argumenta aquí, una nueva retórica entra en escena, resquebrajando las ideas de la modernidad que envolvían la práctica de las corrientes principales de la no ficción.
La nueva retórica
El incremento en el siglo xx de la publicidad, la propaganda política, el periodismo y, en general, de las diferentes manifestaciones de los medios masivos de comunicación es, según muchos teóricos, motivo para que en los últimos cincuenta años se presentara un impresionante renacimiento de la retórica, que se manifiesta en el gran número de escritos, investigaciones, centros académicos y eventos que se multiplican en torno al tema. Esta reactivación se ha dado desde diferentes campos, como la filosofía, la lingüística, la semiología, la literatura, la teoría de la comunicación y las ciencias del comportamiento, y que en general se conoce como nueva retórica, de la cual se podría decir que ha significado una refundación de esta antigua disciplina, similar a la realizada por Aristóteles o Quintiliano en la antigüedad.
La obra teórica y crítica de los neoaristotélicos de Chicago (también conocidos como la Escuela de Chicago o los Críticos de Chicago) fue uno de los motores iniciales para el resurgimiento contemporáneo de los estudios retóricos, no solo como teoría clásica del discurso persuasivo, sino como moderna teoría del texto y de la construcción textual literaria. La coincidencia intelectual de un grupo de profesores e investigadores en la Universidad de Chicago a partir de los años treinta facilitó la conformación de toda una línea de pensamiento en torno a la retórica. La relectura de Aristóteles propició una serie de propuestas metodológicas y críticas de gran relevancia, que autores de una segunda generación de esta misma escuela, como W. C. Booth, N. Friedman o G. Steine, desarrollaron en sendos tratados sobre las retóricas de la ficción, presentando alternativas al new criticism y al criticismo clásico imperante en la academia norteamericana.
En su libro The rethoric of fiction (1961) Wayne Booth argumenta que la narrativa es una forma de retórica, pues en cuanto existe narración, existe un plan y, en cuanto se desarrolla un plan, existe la retórica, una labor de convencimiento que invalida toda pretensión de objetividad. Desde esta perspectiva, en la narrativa el “mostrar” y el “contar” son inseparables, y se oponen así a la predominancia del “mostrar” y la “erradicación” de la presencia autoral que se imponía con el realismo modernista. Booth, a partir de una tesis que en nuestro caso es iluminadora para los estudios de la enunciación en el documental actual, afirma que la existencia de un texto implica necesariamente la existencia de un autor, quien siempre es inferido, por lo que negar su presencia es imposible y desacertado; por el contrario, para él la intrusión directa del autor en una obra no importaría: por impersonal, realista u objetivo que intente ser el autor, sus lectores inevitablemente construyen una imagen del autor oficial que escribe de una manera determinada y desde unos valores, que nunca serán neutrales. La respuesta a la obra siempre estará determinada por la reacción a este “autor implícito” y la retórica acumulada de que se ha valido el propio autor para convencer al lector de la realidad de su mundo. Para Booth, el verdadero valor de un texto se encuentra entonces en la elección acertada de la clase de retórica que usará, en el control riguroso de una retórica reconocible y sujeta a unos valores éticos. Con ello da continuidad al pensamiento neoaristotélico de la Escuela de Chicago, para la cual uno de sus principales cimientos fue la crítica a una estética vacía y hueca, pero también al positivismo imperante.
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