La capital limeña experimenta en esos años un insospechado cambio en materia de patrones morales. El burdel, al convertirse en ámbito público por excelencia, pierde la nota de clandestinidad y vergüenza del pasado. Su visita era, para los jóvenes del Oncenio, casi una regla de cortesía y una rutina nocturna. No era solo un lugar de prostitución, sino también un sitio para bailar, beber y relajarse. Como recuerda Katherine Roberts, «era común que los hombres fueran a los burdeles después de un banquete en el club o después de una importante conferencia»50. La prosperidad que simulaba la ciudad con plazas y avenidas recién estrenadas, la fastuosidad de las celebraciones patrias por el centenario de la Independencia y la victoria de Ayacucho, así como el ímpetu urbanístico y demográfico, atraían a centenares de «costureras» francesas (tal era la falaz declaración ante los funcionarios de migraciones) y a muchachas limeñas que habitaban en los callejones. En estos templos de amor a tarifa, como el Pavillon Azul, se efectuaban animadísimas veladas literarias bajo el auspicio —según la traviesa pluma de Sánchez— de las «samaritanas del amor urgente». Puntualiza el autor limeño, con nostalgia de habitué consumado, que «la cantina y el prostíbulo de entonces, tenían características mundanas que a menudo y en cierta medida se confundían con las tertulias»51. Así, en el imaginario que traduce y que conoce Sánchez a la perfección, «en las cantinas nadie usaba la barra a la hora de beber, salvo los borrachos profesionales», mientras que:
en los prostíbulos se disfrutaba de una bien ganada paz. Las matronas y sus rufianes se encargaban de administrar sosiego, justicia y regocijo. Existían leyendas estimulantes: las de Sara Mora, La Mamamita, Emile Fox, Mercedes Medrano, la Boca de Chapa. Cada una tenía su respectiva casa amplia, de varios salones, y sus correspondientes y numerosas pupilas52.
Con algo de aspaviento Sánchez confiesa que él, como todo joven limeño de su generación, también rindió tributo en esos templetes mercenarios53. Las licencias literarias del testimonio no privan de veracidad al relato. Con estilo socarrón y fotográfico, anota que «cada una tenía su apodo. Lima no perdonaba a las pecadoras; las signaba con caricaturescos motes: la Pantruca, la Pescado con Bigote, la Aguantarrifles, la Mojón de Oso, la Platanito, la Fray Cabezón, la Perilla de Catre, las hermanas Catafalco, la Lombriz China, la Veinte Años Después, la Pata de Yuca»54.
En los rutilantes salones en los que confluían por igual exaltados estudiantes y patriarcas de la víspera se respiraba un aire democrático, tanto que allí actuaban los más selectos cantores y tañedores criollos: Eduardo Montes y César Manrique, el chino Gamarra, el cholo Villalobos y el legendario Felipe Pinglo Alva (1899-1936)55. El criollismo, sin embargo, litigaba preferencias con la música norteamericana que inundó pronto la vida social urbana. Las chicas bailaban, al compás de «los locos años veinte», el ágil ritmo del foxtrot, «No te fíes nunca de las rubias». Canciones como «Smiles», «Whispering» e «Hindustan» resonaron a los acordes del piano en diversos momentos del Oncenio. Hasta hubo una orquesta peruana, la de Carlos Delson, que ejecutaba el ritmo de moda. El tango argentino tuvo también un sitial preferente en el gusto de los limeños.
El enorme jolgorio que rodeó el Oncenio propiciaría el desarrollo de nuevos clubes, a saber: el Country Club56; el Touring Club Peruano, organizado por Mariano Tabusso en mayo de 1924; el Club Lawn Tennis de la Exposición; el Yacht Club; el Kennel Club Peruano, entre otros, que constituían una típica expresión de las emergentes clases medias, que rechazadas o incómodas en el Club Nacional optaban por crear su propio círculo. No es casual que las figuras más prominentes del leguiismo estuviesen afiliadas al Country en lugar de figurar en los padrones del exclusivo Club Nacional, al que pertenecían muchos miembros del civilismo57. Los menos circunspectos no tenían otro camino que buscar sus propios medios de alegrarse: la cantina, el prostíbulo y el cinematógrafo58.
La variación que experimenta la mentalidad social durante esta época se halla emparentada con la fuerte admiración que despiertan los Estados Unidos. Durante el Oncenio, esa fascinación la fomentaban las maquinarias de la Foundation Company, que tendían con asombrosa rapidez las pistas de cemento y levantaban construcciones por doquier. Dicha admiración la propagaban los cines con sus películas de Hollywood y los discos ortofónicos de la Victor; y la difundían los incontables viajeros a su retorno, que empezaban a privilegiar los paseos a la potencia del norte. En las ciudades, el pensamiento de la gente fue ocupado por las imágenes de automóviles, victrolas, cámaras de refrigerio, velocípedos y carritos para niños, bicicletas inglesas, cepillos lustradores, patinetes, etcétera, que podían adquirirse a plazos en tiendas y concesionarias. El interés se concentró desde entonces en los objetos materiales de invención yanqui. En esa línea, se abrieron nuevos colegios y academias con formación europea y norteamericana. Asombrado por ese cúmulo de transformación, el poeta José Gálvez Barrenechea acuñó un título feliz: «Una Lima que se va», el canto de cisne de la ciudad colonial.
Este clima de frivolidad podría ofrecer una visión complaciente del régimen, si no se lo confrontara con la represión política desatada sistemáticamente desde su instauración el 4 de julio de 1919 hasta su fenecimiento a fines de agosto de 1930. Leguía instituyó todo un sistema de persecución, similar a los de Juan Vicente Gómez en Venezuela, Hernando Siles en Bolivia, Isidro Ayora en Ecuador, Carlos Ibáñez en Chile, Primo de Rivera en España y Mussolini en Italia, pero absolutamente inédito en el Perú. No porque antes de su gobierno no existiese la asechanza de los enemigos políticos, sino porque se trata de un acosamiento organizado, institucional y eficiente. Este es un aspecto que denuncia, junto con la corrupción y las polémicas concesiones territoriales, el lado más oscuro del gobierno, pero que, simultáneamente, acusa la modernidad —categoría finalmente neutra— del régimen en materia de represión política. El seguimiento tenaz de los adversarios se encuentra ligado a la expansión burocrática que se produce bajo la dictadura leguiista. El número de efectivos militares y policiales aumenta drásticamente; se profesionaliza a la policía secreta y las operaciones de inteligencia; y se habilitan prisiones para presos políticos, como la isla de San Lorenzo frente al Callao y la isla de Taquile en el Lago Titicaca59.
A lo largo del Oncenio —«la Endécada», para sus parciales— se producen, entre otros hechos sangrientos, el terrible aplastamiento del bandolero Eleodoro Benel y su gente en Cajamarca60 y el consiguiente fusilamiento del coronel Samuel del Alcázar y del teniente Carlos Barreto, ejecutados sin proceso alguno en el mismo campo de batalla tras el develamiento en noviembre de 192461. Se cuentan también la represión en Iquitos que siguió al fracaso de la sublevación regionalista de Maynas conocida como «La Cervantina», en octubre de 1921; y el asesinato en la isla de Taquile del mayor Santiago Caballero. Emergieron también rebeliones como la de Cusco, de 17 de agosto de 1921, y Arequipa, el 14 de julio de 192462. Durante el extenso periodo gubernativo de Leguía se sucedieron encarcelamientos y deportaciones en escalas nunca antes soñadas. Hasta en ese punto se advertía la modernización del Estado.
La censura estuvo también a la orden del día, tanto así que surgió una prensa clandestina de corte político picaresco —cuyo estudio no se ha emprendido— dotada de títulos curiosos como la Paca Paca, El Chumbeque, El Tigre (en alusión al apodo del primer ministro de Gobierno y vocal de la Corte Suprema, Germán Leguía y Martínez), etcétera. Tras la clausura y expropiación del diario La Prensa, las críticas al gobierno se hacían oblicuas, lanzadas indirectamente a través de la caricatura y la anécdota: las inserciones en las revistas ilustradas por excelencia, Mundial y Variedades, son elocuentes. El propio diario El Comercio, no obstante sus simpatías civilistas, cercado por una plebe dirigida y una clase media beligerante, bajó la guardia. El periodismo oficioso se multiplicó y los elogios a Leguía y a su gobierno se hicieron tan hiperbólicos y serviles que bien valdría la pena compilar una antología de esos textos63.
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