Ciertamente las obras públicas emprendidas durante el Oncenio fueron algunas veces tan ficticias y circunstanciales que el comentario público y la maledicencia popular pudieron decir:
La República prospera
en cien años de nación
una plaza de madera
y un palacio de cartón28.
Sin embargo, Leguía no emprendía las variaciones que su programa encerraba ateniéndose a la coyuntura, sino que ellas respondían a toda una plataforma política diseñada con anticipación. Posiblemente desde Manuel Pardo no se dotaba al Perú de un programa consciente de modernización de tal envergadura29. Aun una enconada adversaria del leguiismo, la indigenista Dora Mayer, estaría dispuesta a reconocer que el gobierno civilista de José Pardo pertenecía a la prehistoria política del Perú. Tras una durísima requisitoria, en la que acusa al gobernante de corrupto, de tirano y hasta de traidor a la patria por sus discutidos arreglos fronterizos, aparece un elogio explícito: con Leguía se abre un mundo nuevo30. Para Mayer, «Leguía había concebido un plan definido para forjar la patria que los peruanos deseaban ver florecer; una patria que les diera la ilusión de que el Perú fuese tan poderoso como Inglaterra, tan culto como Francia, tan emporio del arte como Italia»31.
El proyecto enarbolado por Leguía cautivó a los jóvenes anticivilistas, muchos de ellos provincianos de clase media al igual que el candidato. Una propuesta descentralista, la demagógica reivindicación del indio y la renovada composición social de las filas leguiistas no podrían dejar de seducirlos32. Una radiografía de aquellos segmentos que apoyan su candidatura y sostienen al gobierno en los años iniciales acusa esa fuerte presencia regional y pequeñoburguesa33.
El apoyo recibido por Leguía del grupo de jóvenes aglutinados alrededor de la revista Germinal —entre los que se hallaban José Antonio Encinas, puneño; Hildebrando Castro Pozo, piurano; Escalante, cusqueño— grafica elocuentemente la identificación social de sus seguidores con el fundador de la Patria Nueva. Comparten la adhesión otros intelectuales radicales como Erasmo Roca, Carlos Doig y Lora, Juan B. Ugarte. El entusiasmo por su candidatura incluso es compartido por los más recalcitrantes —como el futuro dirigente del aprismo, Víctor Raúl Haya de la Torre, entonces presidente de la Federación Universitaria—, quienes hacia 1918 no vacilan en declararlo, a pesar de la falta absoluta de antecedentes académicos del nominado, con el pomposo título de «Maestro de la Juventud», dejando atrás a Manuel Vicente Villarán, catedrático de gran prestigio. Antes había sido galardonado con tal título Javier Prado y Ugarteche, rector de San Marcos. Adviértanse las diferencias que separaban a Prado, uno de los padres del positivismo filosófico en el Perú, y a un hombre de carácter pragmático y escasa formación académica como Leguía.
Alrededor de Leguía no solo se aglutinan jóvenes provincianos más o menos radicales, también lo alienta una incipiente burguesía industrial cuyos intereses eran incompatibles con la oligarquía agroexportadora de la costa que integraba el civilismo. Personajes como Lauro Ángel Curletti y el ingeniero Charles W. Sutton figuran en su entorno influyendo sobre el presidente para llevar a cabo proyectos de salubridad y de irrigación de tierras, respectivamente. Los empleados públicos y de comercio, afincados en Lima y en las principales ciudades del país, cuyo número aumenta en las primeras décadas de este siglo, patrocinan igualmente al hombre de la Patria Nueva. La clase media capitalina y provinciana auspicia al leguiismo, crece y se consolida con este movimiento. Tras la figura de Leguía se erige un amplio abanico de clases medias hasta entonces ausentes, como grupo orgánico, de la política peruana34.
Posiblemente, la diferencia más nítida entre la República aristocrática y el Oncenio haya descansado en la asunción al poder de los segmentos medios. No sorprende, así, que luego tuviese Leguía que lidiar tanto con radicales cuanto con conservadores. Según el duro juicio de Dora Mayer, el presidente de la Patria Nueva «creó una plutocracia más vanamente presuntuosa de sus privilegios que la antigua jerarquía civilista, que siquiera poseyó una sólida ilustración y cierto respeto a su dignidad de alcurnia». Sostenía la indigenista que Leguía habría cambiado por completo el tono de la sociedad limeña: los nuevos ricos asomaban como «gente, por lo general, ensoberbecida de un enriquecimiento precoz; huérfana de cultura; ávida de frioleras costosas, ya que de placeres superiores del espíritu no sabía; ignorante de los principios de ética, que a la sazón en ninguna escuela se enseñaba»35. Juicio que comparte con un exponente conservador como Víctor Andrés Belaunde: «sectores ambiciosos de gente mediocre asumieron las posiciones que tenía la clase dirigente antigua y que por dignidad no se plegó al régimen»36.
Los nuevos actores sociales como la burocracia gubernativa, los médicos, los militares de carrera, los oficiales de policía, los inmigrantes europeos, los pequeños agricultores favorecidos con la expansión agrícola y una distribución más racional de las aguas y los tecnócratas constituirían el sustento social del gobierno. Las estadísticas demográficas mostraban que las ocupaciones propias de la mesocracia habían crecido a un ritmo incluso mayor que el de la población en general, se hallaban distribuidas entre empleados, oficiales públicos, abogados, médicos, escritores, financistas y estudiantes de profesiones liberales. Es curioso constatar, en efecto, que mientras en los diarios del siglo diecinueve y comienzos del veinte predominan los avisos publicitarios de abogados y educadores, desde la época de Leguía serán los médicos quienes anuncien a través del periódico. Lo interesante no acaba allí, sino que empieza a advertirse la especialidad de cada profesional y el ingreso en el mercado de otras profesiones médicas como la odontología, la enfermería y la obstetricia. Con Leguía las clases medias hacen su ingreso en política y se advierte la completa identificación del gobernante con la psicología de la clase media ascendente que participa del poder. El Oncenio será, sin duda, el primer terraplén de sus ilusiones y desengaños.
Durante el Oncenio, los sectores medios se entrenarán intensivamente en la práctica política y con ella en el arribismo y la audacia, menos comunes durante la República aristocrática, en la que el estatus y el poder estaban definidos de antemano37. Previsiblemente, ello derivaría pronto en el fortalecimiento de un régimen personal basado en el partido único, el Partido Democrático Reformista. Hacia 1925, luego de la primera reelección de Leguía, estaba ya consolidado un estrecho círculo de leguiistas que gobernaban el país sin mayor oposición. Se trataba, sostiene Belaunde, no ya de clase media genuina y representativa, sino de «grupos insignificantes de amigos o de adictos incondicionales». A contracorriente del pragmatismo que el régimen enarbola como pieza básica de la acción pública, donde «los hechos y no las palabras» deben prevalecer, la demagogia se afirma como vehículo esencial de la actividad política38. En el vocabulario predilecto de Leguía es frecuente encontrar recriminaciones contra «la inutilidad de la retórica», las «reformas de papel» o las «reformas verbalistas de nuestros antiguos políticos», a las que opone el realismo y la acción. Así, en el discurso pronunciado en San Marcos el 20 de mayo de 1928, poco después de aprobarse el nuevo Estatuto Universitario, declararía: «Es una verdad incuestionable que en el Perú abundan literatos pero hacen falta técnicos». El nuevo político, cuyo modelo Leguía pretende encarnar, debe ser uno «a quien acrediten sus obras y no sus promesas»39. Más allá del estilo individual que cada gobernante imprime en la exposición discursiva y en el desenvolvimiento concreto, Leguía proyecta, con el auspicio de sus seguidores, la imagen local del político moderno. No es casual que quienes tomen la pluma para atacar o ensalzar a los gobernantes que lo sucedieron hayan hecho de él y de su gobierno, para bien o para mal, la pauta y el termómetro de cualquier análisis.
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