Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski

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El día que murió Kapuscinski: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramón Lobo, uno de los corresponsales de guerra más reconocidos a nivel internacional, rescata en este libro un oficio en vías de extinción, el de reportero de guerra. Las páginas de esta novela recorren los conflictos bélicos que cerraron el siglo XX e inauguran el XXI con el rigor y la agilidad que solo están al alcance de los mejores escritores.

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El secuestro de Langer tuvo consecuencias en la agencia en la que trabajaba Delphine Thitges. La sede central ordenó a su equipo evacuarse de inmediato al Este. Destruyeron archivos, eliminaron referencias a fuentes, empaquetaron ordenadores, teléfonos y radios. Solo dejaron el material esencial para que Walid Marjan, el periodista local que se quedaba al frente de la oficina, pudiera transmitir.

—Nos vamos al Este —le dijo Delphine por teléfono a Puta Esperanza—. No he podido avisarte antes porque la decisión de París ha llegado esta mañana. Ya estamos cargando la furgoneta.

—Consígueme diez minutos, por favor.

Delphine retrasó el operativo todo lo que pudo. Tobias Hope apareció acompañado de Hazim y Ali. No hubo besos, solo un abrazo vigilado.

—Intentaré ir lo antes posible.

—Todo por Foreman.

—¡Joder! Es que no podemos dejarlo así.

Mayo y Hope se desplazaban por el Oeste en un automóvil discreto y viejo. Ni demasiado sucio ni demasiado limpio, y los cristales en su sitio para no llamar la atención. Hazim y Ali estaban bien relacionados, tenían familiares en los principales movimientos armados suníes y chiíes. Antes de llegar a un control, Hazim gritaba «Amal, Amal», «Hezbolá, Hezbolá», «Jammoul, Jammoul», o el nombre de cualquier subgrupo o facción, ya fuera suní, de izquierda, prosirio o palestino. Los periodistas preparaban los permisos de la milicia anunciada y escondían los otros. Los controles legales eran reconocibles porque estaban protegidos por sacos terreros y tenían una señal de Stop escrita en árabe y una bandera del dueño circunstancial del puesto. Eran frecuentes los cambios de alianza y las luchas entre los grupos, por lo que era necesario informarse antes de salir. Hazim lo llamaba «el parte meteorológico». En los días de aguacero permanecían en el piso, escuchaban rock and roll, jugaban al backgammon, fumaban el narguile y bebían té.

Tobias pudo cruzar al Este casi un mes después de la evacuación de Delphine Thitges. Estaba tan nervioso que le temblaban las manos. Parecía un colegial en su primera cita. Caminaron por las calles más seguras del barrio de Ashrafiyeh, se besaron en un callejón y comieron falafel y berenjenas en un bar clandestino al que se accedía desde el portal. No hubo tiempo para más, porque debía regresar al Oeste antes de las tres. Después podría ser peligroso.

El tránsito de un lado a otro de la Línea Verde se realizaba a través de seis mâabir. El paso dependía de la situación y del estado de ánimo del jefe del puesto. Tobias prefería el mâabir del Museo Nacional porque conocía a los milicianos. Les regalaba baratijas y tabaco, y los entretenía con alguna imitación. Les encantaba la de Michael Jackson.

En el sector cristiano conseguía carretes, papel de impresión y líquidos de revelado. Todo lo compraba a través de El Falsificador, su intermediario más fiable. Conversaban sobre la guerra civil y el papel de Siria, pero nunca de asuntos personales. No solo era capaz de crear cualquier tipo de documento —suya fue la obra de arte del pasaporte de Belfescu—, también le ayudaba a enviar a Londres los negativos de color destinados a la revista dominical. Tenía amigos en Middle East Airlines, la única compañía que operaba desde Beirut. Según el humor ambiental, tenía vuelos a Londres, París y Atenas, o bien a ningún sitio. Hope le facilitaba el material en un sobre acolchado que llevaba escrita la dirección de destino. Una azafata era la encargada de entregarlo en mano. El periódico pagaba por el servicio puerta a puerta.

Las fotos en blanco y negro de la edición diaria no exigían tanta calidad de impresión. Podía transmitirlas desde la oficina de France-Presse. Había sellado un pacto con Marjan: «Si me dejas enviar, además de apuntar los minutos por si tus putos jefes reclamaran el pago, te regalaré una de las mías. Así la puedes mandar como tuya».

El secuestro el 14 de junio del vuelo 847 de la TWA les estropeó una semana de fiesta. Disponían del apartamento de una amiga de Delphine que había emigrado a Canadá, harta de esperar la paz. La siguiente oportunidad llegó en julio. Tenían tantas ganas de verse que olvidaron la comida. Al llegar a la cama ya estaban desnudos y excitados, pero en el momento en que ella se acercó el pene al pecho, él se corrió. La escena se repitió al día siguiente. Tobias estaba desconcertado. Propuso vendarse los ojos para no verle el cuerpo. En el nuevo intento, Delphine toleró la penetración porque tenía miedo a perderlo. No sintió placer, apenas se movió. Antes de que él empezase a dudar de su virilidad, ella le reveló las razones de su frigidez. Al terminar, Tobias exclamó: «¡Qué hijos de puta!». Entonces le narró su infancia de malos tratos, el enfrentamiento, el juicio, el viaje a Vietnam, el cambio de apellido, la muerte de la madre, olvidando que ella conocía parte de la historia desde el día de la explosión:

—Si estás bloqueada, como parece, habrá que buscar la manera de engañar a tu cabeza.

Fue una terapia doble, porque Hope tenía dificultades en dejarse querer. Empezaron por renunciar al pene. Él le acariciaba la espalda, los glúteos, el ombligo, el pecho. Decía: «¿Sientes? Entonces no eres frígida». En otras ocasiones deslizaba un hielo por sus piernas o le lavaba los pies y después los chupaba. «¿Sientes? Pues si sientes no eres frígida.» Ideó juegos en los que uno debía interpretar el papel de pasivo. Eran sorteos amañados para que ella fuese la inmóvil. Ganaba si lograba arrancarle una risa o un movimiento. A Delphine le sorprendió que fuera tan tierno y que no dijera «puta» ni «tía» en su presencia. Tras una quincena de encuentros, Delphine Thitges gritó en francés:

—¡Fóllame, Puta Esperanza! ¡Fóllame de una puta vez!

No se sabe si fue la necesidad de recuperar el tiempo perdido, pero Delphine pasó de la frigidez a la ninfomanía. A Tobias le preocupaba que estuvieran tan concentrados en el sexo, sin trabajar otros aspectos. Ella temía que la relación solo fuese posible en una ciudad en guerra en la que cada minuto podía ser el último.

Así estuvieron cerca de cuatro años, incluidos los descansos debidos a las vacaciones de Delphine, que tenía derecho a un mes en París por cada dieciséis semanas en Beirut. Idearon una rutina para exprimir el tiempo. Tobias dedicaba el día en el Este a adquirir lo necesario. El Falsificador le aportaba lo necesario para su trabajo, contexto y noticias de los grupos armados. Por la tarde quedaban en la puerta de la agencia, cenaban en alguno de los restaurantes y se encerraban en el apartamento a follar hasta el día siguiente.

En tres ocasiones, Hope estuvo más de dos meses sin cruzar. Sin el respiradero de Delphine parecía un león enjaulado. Su lenguaje se reducía a blasfemias e insultos, reales e inventados en varios idiomas. Si los soltaba cerca de Mayo, tenía la deferencia de informar. «Esto es turco», decía; «esto, albanés», «esto, hebreo», «esto..., no me acuerdo».

Una tarde, Tobias Hope regresó del Este preso de una gran excitación. Subió las escaleras de dos en dos hasta el cuarto piso, abrió la puerta y gritó:

—¿Dónde estás, tío?

—¡Cagando! —bromeó Mayo mientras salía de la cocina con un whisky en una mano.

—Mira. El Falsificador me ha hecho otro pasaporte.

—¡No me jodas! ¿Bolivia? —protestó.

—Así simplificamos las cosas, tío.

—¿Nacido en La Paz?

—Claro. Dos de Cochabamba iba a cantar.

—Pues le había tomado cariño a Blefuscu y al rollo del huevo y Lilliput.

—Nada ha cambiado tío, sigo siendo blefuscuense. Solo que ahora tendré dos pasaportes, además del francés, que no se puede llevar encima por motivos de seguridad.

—Si te pillaran los dos nos cortarían los huevos.

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