Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski
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Le miró los pechos. Si estaba muerto, nadie le reprocharía robar aquella imagen para el final de su vida. Si estaba vivo, podría aducir que había sido consecuencia de la conmoción. Delphine le acarició el pelo. Estaba lleno de virutas de escayola y polvo, y más despeinado que nunca.
—Debes de estar bien, porque llevas un buen rato hablando de tus padres y del viaje a Vietnam.
Tobias se fijó en unas figuras desenfocadas que merodeaban por la habitación. Unas iban enfundadas en chalecos blancos, otras eran milicianos armados. Vio a varios periodistas conocidos. Apenas quedaban restos en suspensión. El mar seguía en su sitio, exudando aromas de la infancia. Le dolían los oídos y la cabeza. Esta vez consiguió mover las manos y llevárselas a los ojos. Las giró sobre las muñecas e inspeccionó la palma y el dorsal, contó los dedos. Después las depositó en el suelo y volvió a mirar el pecho de Delphine. Alzó la vista en busca de unos ojos verdes que sonreían. Respondió arrugando los párpados. Ella tomó una de sus manos y se la llevó al busto. Sus dedos parecían ordeñar.
—Veo que estás bastante vivo, Puta Esperanza. Bienvenido de nuevo a Beirut.
—¿Mayo? —preguntó él.
—Está bien. Todos estáis bien. Os van a llevar al hospital para averiguar cuántas vidas os quedan.
—¿Qué día es hoy?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Es la fecha de mi segundo nacimiento.
—1 de marzo de 1985. Ahora eres piscis.
—¿Crees en esas cosas, Delphine?
—Tanto como tú en los segundos nacimientos.
Tobias se incorporó auxiliado por un voluntario de la Media Luna Roja. Le temblaban las piernas. Delphine le pasó un brazo por la cintura. Vio a su amigo hacer el signo de la victoria recostado en una camilla. Le habían colocado un vendaje que duplicaba el tamaño de su cráneo. Tuvo ganas de reírse, pero le dolían las costuras. Al llegar al hospital Fouad Khoury los introdujeron en dos salas diferentes. A Tobias le dieron el alta a media tarde; a Mayo le obligaron a pasar tres días en observación. En la puerta esperaban los fieles Hazim y Ali, sus ojos y oídos en Beirut, que hacían de intérprete y conductor. La explosión no había dañado órganos ni huesos. Tenía una contusión en la pierna derecha y varios moratones en la espalda. Le recomendaron reposo.
En la recepción del hotel Cavalier lo recibieron como a un héroe que retorna herido del campo de batalla. Sin consultar a Delphine, pidió que le cambiaran a una suite durante dos noches para que su enfermera pudiera estar cerca en el periodo de observación. El conserje asintió:
—Hacen bien en no correr riesgos. Las primeras cuarenta y ocho horas son decisivas, señor Hope.
En la habitación intentó besarla y quitarle la camisa, pero se atrancó en los botones. Ella le dejó hacer, convencida de que no llegaría lejos. Después le ayudó a desnudarse. Giró a su alrededor, «buen culo en un fotógrafo tan esquelético y buenos moratones en el hombro». Fue un acto sexual fugaz: él se corrió en cuanto Delphine colocó el miembro entre sus pechos. Tobias cayó como un fardo en la cama. Ella lo tapó y apagó la luz. Después se dio un baño. Pese a tener los ojos verdes más hermosos del mundo, en palabras recién pronunciadas por Tobias, no tenía éxito entre los hombres. Le fallaba la nariz, demasiado grande para su gusto, la confianza y un carácter retraído que parecía hosco. Vestía ropa ancha. Sentirse no deseada le daba seguridad.
«Le gusto, es evidente desde hace tiempo», se dijo acariciándose el sexo escudada en la necesidad de la limpieza. «Ha estado bien que se corriera. Evita dar explicaciones de mis problemas. Se lo debo a los tres hijos de puta que me violaron a los dieciséis años. Se turnaban y reían. Uno me metió la polla en la boca y empezó a moverse. Yo estaba aterrorizada. Conocía a dos porque habíamos ido juntos al colegio. Me dejaron tirada en el campo. Tenía sangre en las piernas. Antes de largarse me advirtieron: “Si nos denuncias, te mataremos”. Aquel acto repugnante me dejó mutilada. Acabo de cumplir veintitrés años y he tenido tres novios. Les daba largas, les decía que quería llegar virgen al matrimonio y esas cosas de los pueblos. Solo cedí ante el último, ya en París, que no dejaba de suplicar. En cuanto me penetró lo eché de mi vida. Beirut me ha ayudado a relativizar. Pienso en las historias de Sabra y Chatila que he oído contar a Tobias Hope en la oficina, de cómo los falangistas se divertían con los palestinos, de cómo obligaron a una abuela a arrojarse desde un balcón si quería salvar a su nieto de siete años. La mujer se tiró, y antes de rematarla en el suelo le dispararon al nieto en la cabeza. De cómo metían las bocachas de sus fusiles en las vaginas de las más jóvenes. ¿Dónde sitúo mi desgracia en medio de esta barbarie? Hice bien en dejar el pueblo e instalarme en la capital. Fue otra manera de contextualizar. Mi mente ordenó olvido, pero mi cuerpo se resiste a perdonar. Tobias Hope no es guapo, tampoco feo, y es tímido y dulce pese a esa máscara de tipo duro que lo protege. Parece escapado de un cuadro de El Greco. Al menos sé que le gusto. Y me gusta. Me ronda en silencio en sus visitas a la oficina. La explosión le ha ayudado a romper el hielo.»
—Buenos días, señor dormilón —dijo Delphine tras besarlo en la frente—. Aquí tiene su majestad el desayuno.
Él se incorporó entre quejidos:
—Tengo excusa, acabo de sobrevivir a un ataque. Creo que he pasado la noche boxeando con George Foreman. Estoy peor que ayer.
—Son las agujetas. Se te pasarán en unos días.
—No sé si lo he soñado, pero creo que anoche hice el ridículo. No dio tiempo a nada.
—Lo soñaste, Puta Esperanza.
—Parecía tan real... Soñé que me corría en tus tetas.
—Tetas, Foreman... No está mal para tu primera noche de tu segundo nacimiento.
Beirut fue la primera guerra de Roberto Mayo tras vivir la caída del sha en Teherán y el inicio de la guerra del Chat el Arab entre Irán e Irak. Su idilio no empezó bien. Llegó dos días después del atentado contra la embajada de Estados Unidos ocurrido en abril de 1983. Murieron sesenta y tres personas. Lo reivindicó la Yihad Islamiya, germen de lo que sería Hezbolá. Tobias Hope le confesó que él también acababa de aterrizar. Su primer vínculo fue la sinceridad. Se hicieron amigos. Era fotógrafo, divertido y tenía contactos. Había pasado cuatro meses en Líbano en el verano de 1982 y entrado el primero en los campamentos palestinos masacrados. De madre judía, se sentía desconectado del Israel posterior a 1967, y conmovido hasta los tuétanos por un Holocausto que le robó a un abuelo y dos tíos, sentimientos que consideraba compatibles. A Mayo le gustaron sus dotes de imitador. Podía expresarse en un árabe apócrifo, deformar el francés y el inglés en diversos acentos, reales o de dibujos animados, y reproducir el habla de personajes famosos. Tenía talento.
Al intensificarse los secuestros de franceses, británicos y estadounidenses, Tobias Hope decidió cambiar su identidad por segunda vez. Ser francés y tener origen judío podía costarle la vida. Un falsificador de Beirut Este, de quien fue amigo toda la vida, le fabricó tarjetas, pases de prensa, credenciales de todos los bandos y un pasaporte que podría haber pasado por auténtico en el resto del mundo si no hubiese sido por la nacionalidad elegida. Su nuevo nombre era Puta Esperanza, escrito en castellano. Fue la elección más lógica, debido a su manera de hablar. Sentado en el taller de El Falsificador, en el barrio de Tarik al Jadid, cerca de la Línea Verde, descartó ciudadanías estimulado por su vis cómica. «¿Ruso? ¡Jamás! Demasiado vodka, y además odio al puto Stalin.» Al final se decantó por la ficción: ser ciudadano de Blefuscu, enemigo de Lilliput, que en la obra de Jonathan Swift correspondía a Francia enfrentada a Inglaterra. El motivo de la antipatía entre Blefuscu y Lilliput ayudaba a cruzar controles. A los milicianos, ya fueran chiíes o suníes, libaneses, sirios, iraníes, iraquíes o libios, les parecía razonable el motor de la pelea entre ambos estados, pero nunca consiguieron averiguar si favorecían el cascado del huevo por los polos o por el ecuador. En los países arruinados por dictaduras y guerras, la indefinición salva vidas.
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