Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski
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El atentado contra la embajada de Estados Unidos había puesto a Líbano en el mapa informativo. Charles Langer, jefe de la oficina de Associated Press en Beirut Este, contrató a Hope como fotógrafo y a Mayo como ayudante local. No pagaba mucho, pero les permitió quedarse seis meses. Firmaron buenos trabajos sobre la retirada en julio de los israelíes, a quienes acompañaron hasta el río Awali, al norte de Sidón. El 21 de octubre decidieron pasar el fin de semana en Damasco. Necesitaban desconectar. El domingo se produjo el doble ataque suicida contra las tropas de Estados Unidos y Francia. Murieron 241 estadounidenses y 58 paracaidistas franceses, la mayor matanza de marines en un solo día desde la Segunda Guerra Mundial. Regresaron esa misma mañana a Beirut. Nadie se había dado cuenta de su ausencia, ni siquiera Langer:
—¿Venís de la calle? —preguntó al verlos.
—Sí, claro, pero tenemos que volver a salir. Hope se ha quedado sin película —respondió Mayo.
—Bien. Tú quédate y escribe una nota. Tú, coge todos los carretes que puedas. Quiero las mejores fotos.
Mayo dudó si debía confesar la verdad y jugarse el trabajo o darle al jefe lo que pedía. Tobias le musitó al oído:
—A la mierda los principios, tío. Esto es un puto agujero moral. Considéralo una excepción.
Escribió una crónica garciamarqueziana, rica en descripciones y datos. Tuvo suerte de que los aparatos de televisión que había en la oficina estuvieran emitiendo imágenes de lo ocurrido. Un par de cables que pudo leer a hurtadillas, los controles militares que vieron al regresar por la carretera y las conversaciones de Langer con la sede de Nueva York le permitieron armar un texto de dos mil quinientas palabras que recibió numerosos elogios. Las siguientes crónicas, ya en la calle, resultaron estremecedoras. Se publicaron en cientos de periódicos suscritos al servicio de la agencia. Gracias a ese trabajo, empezó a colaborar en el 60 Minutes de Don Hewitt. Meses después recibió una llamada de Jon Barnard interesándose por su situación.
—Me ha dicho Sal Lefrak, un viejo amigo, que estás lo suficientemente cuerdo como para confiar en ti, y lo suficientemente loco como para esperar un material de primera. Me gusta lo que haces en CBS. Hewitt me da permiso. Te compartiremos, al menos durante un tiempo. Puedo ofrecerte cien dólares diarios, el pago de un alquiler razonable y algunos gastos que no incluyan bebidas alcohólicas. A cambio quiero tres crónicas cojonudas a la semana y un gran reportaje cada dos meses. Si estás de acuerdo, firmaremos un contrato que te haré llegar.
Cuando colgó, Mayo lanzó un aullido, las piernas flexionadas y los brazos en alto como si acabara de marcar el gol de la victoria en la final de un Mundial.
—De puta madre, tío —dijo Tobias tras escuchar la noticia—. Necesitarás un fotógrafo.
—¿Se te ocurre alguien?
—Hay uno por aquí a quien todos llaman Puta Esperanza. Además, habla cualquier idioma. Es un chollo, te ahorrarías el traductor.
—Pero si no hablas árabe, solo te lo inventas.
—Por cierto, ¿quién es ese Sal Lefrak? Le debes el trabajo.
Mayo se quedó mirando el whisky que se acababa de servir, maldijo la tacañería de los minibares y respondió:
—Lefrak es un espía.
5. Beirut, 1985-1989
Les costó dejar el Cavalier. Había sido su hogar, mientras que el hotel Commodore se mantenía como oficina-bar. Mayo alquiló un piso en el edificio Saad, donde vivía David Henne. Era económico porque estaba cerca de la Línea Verde. Aún no sabía que las milicias chiíes capturarían a su amigo cerca del portal en enero de 1987 y que lograría escapar a los sesenta y dos días de cautiverio. Los secuestros eran una preocupación sumada a los obuses y a las balas. No existía un patrón, porque el objetivo era que todos se sintieran vulnerables. Ciento dos extranjeros de veintiuna nacionalidades fueron apresados en Beirut Oeste entre 1982 y 1992. Entre ellos hubo periodistas, profesores de universidad, espías y mediadores, como el arzobispo anglicano Terry White, además de miles de libaneses de los que nadie hablaría después.
Mayo y Hope estaban obsesionados tras lo ocurrido a Langer, su antiguo jefe de Associated Press, que se esfumó de las calles de Beirut dos semanas después de que ellos sobrevivieran al ataque contra un centro de prensa. Estuvo desaparecido casi siete años, 2.454 días metido en un sótano en el que jugaba al solitario a la luz de una vela. Cuando lo liberaron en diciembre de 1991 seguía siendo el mismo bromista, pero tenía los dientes podridos, el pelo escaso y la sensación de que ya no pertenecía a ninguna parte.
Se impusieron un objetivo: no kidnapping. Lo escribieron en mayúsculas en varias cartulinas que clavaron en las paredes. En la de la puerta principal añadieron una palabra: remember, no kidnapping. Acordaron medidas de seguridad que incumplieron reiteradamente: no salir a la calle sin un objetivo definido, modificar los horarios y las rutas, no hablar de sus planes por teléfono o en lugares públicos, moverse de día, no comer fuera de casa ni beber en el Commodore. Si no acabaron en un zulo se debió al aspecto árabe de Mayo, que podría pasar por miliciano, y a la suerte.
Con Jon Barnard mantuvo una excelente relación telefónica. Casi nunca hablaban de las crónicas; esa era la tarea de Marcela Thompson, la mejor jefa de Internacional que jamás tuvo. El director se interesaba por su vida: «¿Cómo es tu casa? Bueno, nuestra casa, porque creo recordar que la paga el periódico. ¿Te sientes seguro en ella? ¿Necesitas contratar a alguien más?». O preguntaba qué había desayunado, si hacía él la compra o mandaba al fixer; también si seguía bebiendo como un cosaco, información que debía de proceder de Lefrak. Resultaba motivador que una leyenda del periodismo se preocupara del bienestar de sus colaboradores. Solo le sugirió dos reportajes:
—Me gustaría saber cómo viven las personas que permanecen a ambos lados de la avenida de Damasco. Es la que sirve de frente, si no me equivoco. Una historia repleta de gente normal, que a los cabrones ya les damos demasiado espacio. Debe de haber héroes que hacen cosas imprevistas fuera de la tribu. No sé, salvar en vez de matar.
Se tituló «Voces de la Línea Verde»; recibió varios premios y acabó en un documental de la CBS. El segundo fue un capricho de viejo sabueso:
—Lefrak me ha hablado de un restaurante que no ha cerrado ni un solo día desde 1979. Se llama Barbar. Creo que su kebab es delicioso, y está en tu barrio. Escribe sobre él, y aprovecha para comer bien.
Allí conoció a Mohamed Ghaziri y a su hijo Ali, dueño y codueño de ese paraíso de la comida popular libanesa. En sus mesas realizaron contactos que, sin saberlo, les ayudaron a mantenerse libres y vivos. Su plato favorito era el shawarma de pollo adobado de cardamomo y canela. Podía comerlo a mediodía y por la noche, siete días por semana. Mayo era un animal de costumbres.
Salió de Líbano cinco veces antes de mudarse a Israel en 1990. La primera fue a Londres, por invitación del periódico. Barnard y Marcela Thompson querían conocerlo en persona y sentar las bases de una colaboración más ambiciosa y estable. Saludó a Cabeza Rapada, que aún no había ascendido a Kampcommandant de Recursos Humanos, y a Mengele, siempre en primera línea del poder. Estaba convencido de que su mala relación arrancó en aquel encuentro, pero era incapaz de recordar nada concreto más allá de sus maneras serviles y su cara de pánfilo.
Las otras cuatro escapadas tuvieron como destino Roma, la ciudad en la que se sentía resucitar. Cada cuatro meses se escapaba a Damasco para refrescar fuentes y descansar. Eran más frecuentes los saltos de fin de semana al sector cristiano beirutí, repleto de cafés y bares de alterne. Nunca le había gustado pagar a cambio de sexo, pero una pesadilla recurrente le atormentaba: llegaba al paraíso y, debido a su falta de entrenamiento, le retiraban las setenta huríes y le obligaban a ver a Puta Esperanza en una orgía con las de los dos.
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