Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski

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El día que murió Kapuscinski: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramón Lobo, uno de los corresponsales de guerra más reconocidos a nivel internacional, rescata en este libro un oficio en vías de extinción, el de reportero de guerra. Las páginas de esta novela recorren los conflictos bélicos que cerraron el siglo XX e inauguran el XXI con el rigor y la agilidad que solo están al alcance de los mejores escritores.

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—A tu edad y jugando a los putos espías, tío.

—Puede ser importante. ¿Qué decía tu papel?

—¿Y qué decía el tuyo?

—Tenía seis números: 377660. Es un teléfono.

—El mío cinco, separados en dos bloques: 357 22. Es el prefijo de Nicosia.

—¿Será un mensaje de Sal Lefrak? —preguntó Mayo.

—Sí, debe de ser el de las emergencias, tío.

—¿Y cómo sabes que es él?

—Porque, además de números, había un nombre.

—¿Qué nombre?

—James.

—¡Joder! ¡Tenemos pinchada la casa! —exclamó Mayo.

—No necesariamente. Le has llamado James en el puto coche y en el Barbar.

—Eso quiere decir que Hazim o Ali, o los dos, o alguien del Barbar trabaja en el MI6.

—Si tuviera que apostar, diría que se trata del camarero del Commodore. Es lo lógico, él ha sido el correo. Por cierto, ¿lo habías visto antes?

Pactaron que si uno caía en manos de los hombres de Imad Mugniyah, el cerebro de los secuestradores de Hezbolá, el otro llamaría al teléfono de Nicosia. Lo que no habían logrado resolver era qué hacer si los capturaban al mismo tiempo, algo lógico, pues se pasaban el día juntos. Solo se separaban en las excursiones de Tobias al lado cristiano en busca de provisiones y para ver a Delphine. Supusieron que en ese caso serían Hazim, Ali, el espía del Barbar o el camarero del Commodore quienes darían la alarma.

—¡La puta, tío! Mira que hemos llegado lejos. ¡Tenemos más seguridad que la reina de Inglaterra!

6. París, 1989-1992 / Vukovar, 1991

Delphine Thitges regresó a París tras el acuerdo de paz de Taif, firmado en octubre de 1989, que representó el final oficial de la guerra civil libanesa. Ahora se sentía una mujer. Puta Esperanza había activado los mecanismos emocionales necesarios para reconstruir la autoestima. Fue como encontrar la salida de emergencia en medio de un incendio. Había cambiado hasta su forma de vestir, algo más atrevida, y llevaba el pelo corto y los labios pintados. La nariz dejó de tener importancia para ella. Su nuevo trabajo era formar a productores.

Alquiló una buhardilla de sesenta metros cuadrados en la cuarta planta de un edificio sin ascensor cerca del Sena que mortificaba a Tobias cada vez que volvía cargado de cámaras, chaleco antibalas, casco, ordenador y ropa sucia. Viajó con frecuencia a París sin dejar Beirut hasta la invasión iraquí de Kuwait, en agosto de 1990. Le costaba salir del escenario que había sido su hogar desde 1983. Se sentía como un preso que tiene miedo de la libertad. En cuanto supo que el periódico mandaba a Roberto Mayo a Jerusalén, se mudó al piso de Delphine. Hicieron lo único que sabían: follar a todas horas, por la mañana, por la tarde y por la noche; en la cama, en el sofá, en la cocina, en la ducha y en el suelo. Después sintieron la necesidad de pasear por el Sena, respirar los aromas de París, salir a cenar, ir al cine. Apenas se relacionaban más allá del portero, la mujer del kiosco y los dependientes de las tiendas en las que se avituallaban.

En diciembre, Hope recibió la noticia de su admisión como fotógrafo empotrado en la fuerza multinacional que se disponía a recuperar Kuwait. Fue la excusa perfecta para dejar atrás el confort y a Delphine. La base estadounidense de Dhahran, en Arabia Saudí, parecía un plató de Hollywood. No había información, ni guerra, solo propaganda. Entre el inicio de la campaña aérea, el 17 de enero de 1991, y la terrestre, el 24 de febrero, apenas sucedió nada. Su mejor imagen fue la de un carro de combate iraquí humeante cerca de la frontera. Todo terminó el 28. Cuando Mayo viajó al emirato liberado, Tobias estaba de regreso en París.

Pese a que se sentía enamorado, había algo en él, en ella o en ambos que impedía una relación. Tobias decía que era la paz lo que los desconcertaba. Delphine tenía otra teoría, pero no se atrevió a compartirla. Estaba convencida de que todo se reducía a sus dificultades en la digestión emocional. Tobias era incapaz de aceptar que le quisieran. Solo podía tragar en pequeñas dosis. Todo exceso —dos días cogidos de la mano, la propuesta de alquilar un piso más grande para que él tuviera su espacio— se le atragantaba. Su manera de sobrevivir al miedo de amar era inventarse reportajes lejos del apartamento del Sena.

El 27 de junio de 1991 comenzó la primera de las cuatro guerras balcánicas. Hope empaquetó a la carrera sus aperos de trabajo. Fue un conflicto tan breve —apenas diez días— que casi se lo pierde. Permaneció en la zona en espera del estallido de una guerra en Croacia, que se creía inminente. Parecía más peligrosa por su componente étnico: la presencia de una considerable población serbia en la región de Krajina, donde sus ancestros fueron ubicados por el Imperio austrohúngaro como freno al expansionismo otomano.

Pasó el verano en los cambiantes frentes de Glina, Petrinja y Sisak, en los que nunca se sabía dónde estaba cada bando. Hablaba a menudo con Delphine. Ella nunca le preguntaba por la fecha de regreso.

El 22 de septiembre entró en Vukovar. Parte del camino estaba minado. Se arrastró por unos maizales. Aguzó el oído en busca del sonido de los morteros. La artillería serbia martilleaba la zona sin aparente orden ni cadencia. Las tropas croatas utilizaban el mismo camino para avituallar la primera línea. Cruzaron una carretera en zigzag. Vukovar era una ratonera. Estuvo una semana. Allí conoció a Hubert van Hecke. Era francés, y estaba tan mal de la cabeza como él. Hay un tipo de fotógrafos de guerra que necesitan acción, porque es lo que demanda «el mercado del horror». Arriesgan más de lo que deberían a la hora de lograr la mejor imagen que les asegure seguir en la élite.

Las tropas serbias empleaban carros de combate como si fueran piezas de artillería, como haría años más tarde el Ejército sirio en Hama, Alepo y Homs. Había cuerpos tirados en las calles o alineados en el exterior de una morgue desbordada de trabajo, en espera de que los familiares se los llevaran para enterrarlos. Las explosiones eran constantes. No parecía existir un refugio seguro. Hope y Van Hecke se escondieron en una casa intacta.

—Si ha tenido suerte hasta ahora, no tiene por qué dejar de tenerla esta noche —dijo Hope.

Los civiles bajaron al sótano. Ellos se quedaron en un salón sin muebles, acompañados de una botella de rakija. Se acordó de Delphine. Un joven les apremió a bajar al sótano:

—Muy peligroso, vengan.

Hubert dijo que él no se movía.

—Si te quedas, me quedo —dijo Puta Esperanza—. Pero como me maten por tu puta culpa no te lo perdonaré jamás.

A la mañana siguiente, cuando se disponían a iniciar el camino de regreso, una explosión los lanzó por los aires. Hubert sufrió heridas en las piernas, Tobias en un brazo. Se hicieron fotos el uno al otro. El viaje de regreso a Zagreb resultó una tortura. Van Hecke iba en una camilla sostenida por soldados croatas. En el maizal se les cayó al suelo dos veces. Solo dijo, Malo je briga, «un poco de cuidado».

Tobias regresó a París. Necesitaba curarse el brazo. Preparó un discurso sobre la conveniencia de vivir separados y mejorar desde esa distancia la parte de la pareja que no funcionaba, que era todo menos el sexo.

Pasadas las Navidades, Delphine decidió dar por terminada la relación. Estaba cansada de esperar a Godot. La mejor forma de conseguirlo fue lanzarle un órdago. Sentados en el interior del café Delmas, le espetó:

—Tengo casi treinta años, y me gustaría tener un hijo.

Tobias se quedó lívido. Acababa de activar su temor a la paternidad. Significaba igualarse a su padre, enfrentarse a la posibilidad de ser un maltratador. Su almacén educacional estaba lleno de insultos, castigos y golpes. Un hijo condicionaría su trabajo, le obligaría a sobrevivir. Quiso decir algo, pero en lugar de voz le salió un rumor.

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