Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski
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—¡Coño, Mayo! Pareces tonto: ¡doble nacionalidad!
Desde el principio, Tobias se negó a servir de camello de Juanito Caminador. Solo transportaba tabaco destinado a los controles y material de trabajo, además de las libretas de Mayo, que no eran fáciles de encontrar porque las quería de tapa dura y con las hojas en blanco. Como el whisky no entraba en la lista de la compra en el Este, se las tuvo que ingeniar para obtener sus dosis en zona musulmana. Cada dos o tres días llegaba un chico con cuatro botellas de Johnnie Walker etiqueta negra. Lo acompañaba una cuadrilla de imberbes armados. Los llamó «la banda de San Johnnie». Les dijo que carecía de dinero en metálico porque su periódico no podía enviárselo. Anotaba lo adeudado en uno de sus cuadernos. San Johnnie aceptó unirse a la lista de acreedores porque le daba igual el pago aplazado. No tenía gastos, se limitaba a robar la mercancía dándose importancia: «Incautación por razones militares». Mayo anotaba la deuda delante del chico: «Tres dólares por botella son doce dólares». Le anunció que al superar los mil tendría de forma automática un visado a Bolivia. Si la guerra se prolongaba y él se esforzaba podría obtener visados para toda su familia —compuesta por cincuenta y tres personas entre abuelos, padres, hermanos, tíos y sobrinos— e iniciar una nueva vida en Cochabamba. A San Johnnie se le iluminaban los ojos, pedía que le contara historias de su país. Le prometió que si la deuda llegara a cubrir los cincuenta y tres permisos iniciarían otra cuenta con los milicianos que lo acompañaban, sus familiares y amigos. «Crearemos una colonia libanesa en Bolivia», decía.
—¿Cuánto crees que durará el puto cuento?
—Hasta que vean un documental sobre Cochabamba y se den cuenta de que no se parece en nada a las fotos de la playa nudista que les enseño.
Tuvieron varios sustos en sus desplazamientos por la ciudad. El más serio sucedió en abril de 1988. Se percibía una tensión creciente entre Hezbolá y Amal —ambos chiíes— que un mes después degeneraría en una guerra abierta por el control de Beirut Oeste. Pretendían adentrarse en el barrio de Dahiya, uno de los lugares en los que escondían a los secuestrados. Un miliciano salió de un puesto sin bandera. Portaba un AK-47 y mostraba una mirada de hielo impropia de su edad. No debía de superar los veinte. De la nada surgieron una treintena de armados cubiertos por pasamontañas.
—La jodimos, tío. Estos son nuevos —dijo Tobias.
Ali y Hazim añadieron un detalle alarmante:
—Parecen de Bint Jbeil, gente de mal carácter.
Detuvieron el coche, colocaron las manos a la vista y esbozaron la mejor de sus sonrisas. El jefe se agachó para ver el interior. Escrutó las expresiones del chófer y el intérprete, que viajaban delante, y las de Mayo y Hope, que iban detrás. Los hombres rodearon el automóvil, encañonándolos a la altura del pecho. Estaban nerviosos. El jefe exigió los pasaportes y el permiso de tránsito. Se los metió en el bolsillo superior de la guerrera sin abrirlos, detalle que no gustó a Tobias. Luego pidió los papeles a los dos libaneses, así como los del coche. Ordenó salir a los ocupantes, abrir el maletero, el capó y la guantera. Miraron debajo de los asientos y en los bajos, golpearon los neumáticos y otras zonas ayudados de las culatas, como si buscaran un doble fondo. Registraron la bolsa de las cámaras. El jefe olisqueó el interior.
—¿Qué pasaporte le has dado? —preguntó Mayo.
—El bueno —respondió Hope.
El jefe les mandó callar. Un perro cruzó delante del coche. El superior dijo algo en árabe y uno de sus hombres disparó.
—Journalists? —preguntó en un pésimo inglés.
—Yes, very good journalists —respondió Mayo.
A Tobias le pareció que no era el momento para tonterías. La muerte del perro había sido una advertencia.
El jefe reclamó los carnés de prensa. Miró el nombre del periódico, The Nothingness, una broma de El Falsificador, y emitió un murmullo. Parecía incapaz de repetirlo.
—English?
Tobias respondió sin dar tiempo a que nadie cometiera un error. Sabía que se estaban jugando el secuestro, o algo peor: el fusilamiento por espías.
—No, no: latinos. We don’t like English people.
—Good. Good, mister.
Mayo sonrió. Tobias lo interpretó como un cumplido.
—Good, mister —repitió el jefe mientras sacaba los pasaportes del bolsillo. Paseó sus ojos por las páginas. Tenía la expresión de quien no sabe leer—. American? —preguntó, con el de Mayo en la mano.
—No. Bolivian.
—Bolivian? —respondió extrañado.
—Yes, Bolivian. From Cochabamba.
Ante un nombre tan complicado, abrió el de Tobias.
—American?
—No, Bolivian too.
—Bolivian too?
—Yes, from La Paz. The capital. A great city.
—Are Catholics? —preguntó tras un largo silencio.
—Roman Catholics —corrigió Mayo.
El imberbe se colocó el AK-47 a la espalda, miró a su grupo y exclamó:
—Romans? Good, good! They kill many Christians.
Les devolvió los pasaportes, las cámaras y les permitió marcharse. Los cuatro comenzaron a caminar hacia el automóvil. Pasaron al lado del cadáver del perro. «Welcome», oyeron decir a sus espaldas. Hope les dijo algo en árabe que sonó a «hasta la próxima, habibi», y tras un breve paseo regresaron a Hamra recortando el programa de trabajo del día.
—Nos hemos librado de milagro —dijo Ali—. No sé qué les ha hecho cambiar de opinión. Eran secuestradores.
—Nos ha salvado ser de Bolivia, tío. Ha sido mi nuevo pasaporte. Quizá han oído hablar de que estáis todo el puto día dando golpes de Estado.
—Necesito un Juanito Caminador en vena —dijo Mayo.
Tras lo ocurrido, Mayo telefoneó a Jon Barnard. Necesitaba saber algo más de su amigo Sal Lefrak, si se le podía contactar en caso de emergencia, y cómo. Londres había retirado a su personal de los dos Beiruts. El nombre que conocían debía de ser un alias. Estaban convencidos de que era un agente del MI6. No conocían su rostro ni su voz. Mayo le había asignado un apodo en clave: James.
—Hola, soy Sal, el amigo de Jon. Me ha dicho que me buscabas. Si necesito comunicarme, llamaré a la casa, dejaré sonar tres veces, y colgaré. Pasado un minuto repetiré la llamada, tres tonos, y colgaré. Eso significa que ese día no debéis pisar la calle. Si hubiera una tercera llamada, debéis cruzar al sector cristiano. ¿Entendido?
—¿Cómo podríamos hacerle llegar un mensaje si necesitáramos ayuda?
—Lo sabré yo antes de que lo sepáis vosotros.
Diez días después entraron en el bar del Commodore, un lujo que se encontraba entre las prohibiciones de seguridad. Un camarero le sirvió a Mayo una copa de Juanito Caminador, y a Tobias una botella de agua gaseada. Mayo agradeció la deferencia, pues no le había dado tiempo a pedir. Dedujo que después de tantos meses hasta el barman más despistado se habría dado cuenta de sus gustos. Le dio las gracias en árabe, shukran, y se abismó como solía en el vaso antes de introducir el índice para comprobar su temperatura. Le pareció ver unos números en el fondo. Se extrañó, porque no había bebido nada en todo el día. Levantó el whisky y encontró un papel encima del posavasos. Instintivamente lo tapó. Buscó al camarero, pero no lo vio. Memorizó los números, 377660, sin saber por qué lo hacía. En el primer sorbo escondió el papel entre los dedos, lo arrugó y se lo comió junto con un puñado de pistachos pelados. A su lado, Puta Esperanza acababa de devorar otro, ayudado del agua. Se guiñaron un ojo. Mayo dejó unos dólares en la barra, y salieron del bar. En la recepción estaban Hazim y Ali, que se oponían a este tipo de paradas. Tras entrar en el piso, Mayo puso música alta y condujo a Tobias junto a uno de los altavoces:
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