Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski

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El día que murió Kapuscinski: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramón Lobo, uno de los corresponsales de guerra más reconocidos a nivel internacional, rescata en este libro un oficio en vías de extinción, el de reportero de guerra. Las páginas de esta novela recorren los conflictos bélicos que cerraron el siglo XX e inauguran el XXI con el rigor y la agilidad que solo están al alcance de los mejores escritores.

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Ella abrió con ojos de haber dormido poco.

—Buenos días, Amanda. ¿Podrías leer esto?

Cuando terminó, le devolvió el ordenador sin aprobar ni rechazar. Antes de meterse en el cuarto oscuro le encargó un expreso, dos cruasanes sin tostar y un zumo de naranja. A las nueve de la mañana habían acordado las diez fotos que acompañarían al reportaje. Tras desayunar, Bris regresó a la oficina de WTN, situada una planta más abajo. Debía enviarlas a Londres. Thompson llamó a mediodía, parecía feliz. Pidió a Mayo que añadiera trescientas palabras. «Las fotos son excelentes, daremos cuatro páginas.» Amanda lo abrazó. Él sintió su pecho hincharse sobre su pecho, latir y respirar, emocionarse, pero no hubo besos.

Regresaron al aeropuerto. Necesitaban reinscribirse en los vuelos a Sarajevo. El capitán noruego la reconoció:

—Se perdieron dos asientos de lujo. Ya no quedan ni de turista. Todo completo.

Les informó de que UNPROFOR, el nombre oficial en inglés de la Fuerza de Protección de Naciones Unidas, había reducido los vuelos desde Split. Les recomendaba ir a Ancona, «más aviones, menos oenegés y periodistas». Había dos opciones: barco o carretera. Mayo apostó por lo más romántico desplegando una retahíla de argumentos prácticos:

—Por carretera es una paliza, Amanda. Hasta Italia no hay doble carril. Habría que dormir en Trieste, y eso nos demoraría un día. Pero si cogemos un barco podríamos estar mañana por la tarde en Sarajevo. Sería como un crucero.

Amanda entornó los párpados:

—Me apetecía pasear por Piazza Grande y comer ragú.

Dos horas después enfilaban la carretera de la costa dálmata en dirección Zadar, Rijeka y Trieste. Mayo le dejó a Amanda Bris la responsabilidad de cruzar las aduanas. Al decirle al carabiniere «aquí tiene los pasaportes, señor agente» se esfumaron las formalidades burocráticas.

—¡Buenas tardes, bella señorita! ¡Bienvenida a Italia! ¿Sería tan amable de abrir el maletero?

Era la misma pregunta que kilómetros antes había formulado un apuesto policía esloveno. Salió del coche embutida en sus pantalones vaqueros. Sabía que el agente, al que ya acompañaban otros cuatro, solo pretendía verle el culo.

Durmieron en Trieste, cada uno en una habitación. No cenaron. En la entrada de la ciudad, ya de madrugada, Mayo creyó haber atropellado a un gato. Escuchó el golpe y un maullido agudo, y lo vio saltar zombi delante del cristal. Se detuvo, inspeccionó las aceras y los bajos de los vehículos aparcados. No encontró nada, ni herido, ni cadáver. Una manada gatuna lo vigilaba desde la otra orilla. Les gritó: «¡Si no hay cuerpo, no hay crimen!», y regresó al volante. En el desayuno ella lo llamó The Crazy Man Who Speaks to Cats.

Pararon a comer pasta con ragú en Bolonia pese a que era demasiado temprano. Querían llegar a Ancona antes del cierre de la oficina de Maybe Airlines. Obtuvieron plaza a las ocho de la mañana en un cargo de UNPROFOR. Cenaron y pasearon por el centro. La conversación no abandonó el ámbito profesional.

Ya en Sarajevo, Bris se quedó en el edificio de Associated Press en Džidžikovac, y Mayo se movió solo, sin las fotos y el manto protector de Puta Esperanza. Se hospedó en la pensión Hondo. Eran amables, y la comida era casera. Cuatro semanas después encontró a Bris en el bar Ragusa. Ella se interesó por sus planes.

—Quizá me marche este fin de semana —dijo él—. Debo recoger el coche en Ancona. —Ante un silencio que parecía demandar detalles, añadió—: Lo devolveré en Roma.

—¿Roma? Me apunto. Mantenme al corriente.

Pensó en Tobias Hope. Incluso le pareció escuchar su voz: «Lo vas a conseguir, tío. La tienes en el puto bote».

Volaron a Ancona, después condujeron por turnos hasta Roma. Llegaron sin hambre tras haberse empachado en un restaurante de carretera especializado en berenjenas. Decidieron quedarse unos días. Mayo escogió un hotel pequeño en Monti, cerca del David de Miguel Ángel. Fue un movimiento maestro. Por el escaso número de habitaciones tuvieron que acomodarse en la misma, aunque en camas separadas. Tras depositar los bultos en el suelo, Amanda movió las mesitas de noche al centro. Parecía una muralla. Entró en el baño, él se hizo el dormido de un ojo. Se la imaginó desnuda. Al salir llevaba un tanga negro y una camiseta con una frase: The brain is not an organ of sex.

—¡Dios, qué cuerpo tienes!

—A dormir, míster Hemingway.

Pasó la noche en duermevela. Cuando sonó el despertador, vio a Amanda vestida. Tenía un libro en las manos.

—Date prisa, necesito desayunar.

Casi nueve meses después de conocerla en Split había conseguido dormir en la misma habitación. Si no telefoneó a Tobias fue porque no tenía nada concreto que contar.

Bajaron a una plaza cercana. Pidieron café, huevos revueltos y zumo de naranja. Caminaron por el Trastévere. Sintió tentaciones de pasarle un brazo por la cintura. Al salir de Santa María, Amanda lo tomó de la mano.

—Quiero decirte, Roberto Mayo, que eres atractivo, un tipo que gusta. Buena planta y mucha labia. Pero es importante que se te meta en la cabeza que no vas a follar conmigo. Ni ahora ni más adelante. Eres la última persona del mundo con la que me enrollaría. Si hubiera cambios, cosa que dudo, te informaré.

Dejó la mano debajo de la suya, sintiendo fluir todo el cuerpo.

—¿Tan horrible soy?

—No, solo eres idiota. Y eso es fundamental.

8. Sarajevo, 1994 / Ruanda, 1994-1996

El año 1994 había arrancado cuerpo a tierra en el cementerio del barrio alto de Alifakovac. Fue Fox quien tuvo la ocurrencia de celebrar la llegada del nuevo año en esa posición intermedia entre el monte Trebević, ocupado por la artillería serbobosnia, y el centro de la ciudad. Allá fueron cinco fotógrafos y un reportero en un todoterreno blindado de Associated Press. Además de las cámaras, llevaban una botella de champán y seis copas de cristal. Mayo la clavó invertida entre dos tumbas nevadas. Nadie le afeó la ocurrencia, porque era lo más práctico. Sarajevo parecía un belén bajo una luna menguante. Estaban en cuclillas, recostados contra la fachada de una casa desierta. La única presencia ajena al grupo era un perro que buscaba compañía. El todoterreno había quedado a un centenar de metros, embocado en la puerta del camposanto en posición de escape. Mayo sugirió localizar un segundo emplazamiento por si ese «se ponía feo». Puta Esperanza asomó la cabeza y solo vio negrura, vacío.

—No hay, tío, esto es lo único que tenemos —respondió.

Un par de minutos antes de las doce de la noche, los serbobosnios comenzaron a disparar sobre Sarajevo, y los bosniacos a responder hacia las montañas. No había orden en la fusilería: ni carrillones, ni cuartos, ni campanadas, nada que permitiera exclamar ¡feliz 1994! El frío era tan intenso que las cámaras se bloquearon. Empezó a nevar. Los copos descendían despacio, parecían bailar. Un bosniaco disparó en dirección a los periodistas. Mayo aprovechó el cuerpo a tierra para posar su brazo en la espalda de Amanda Bris. Como ella sonrió, le dio un beso lo más cerca que pudo de la comisura de los labios.

—Es por si nos matan —dijo.

Tras reprimir una carcajada, ella respondió:

—Míster Hemingway, eres un tonto del culo.

La risa prendió en Fox, que había escuchado la respuesta, y se extendió a los demás fotógrafos, incluido Hope, cuya hilaridad era contagiosa. El alboroto despertó la curiosidad de más fusileros. Puta Esperanza recurrió a su ingenio y empezó a salmodiar algo que parecía árabe. Fox gritó: «Ne pucaj novinara!». Otro lo repitió en inglés: «Journalists. Don’t shoot!». Se arrastraron hasta las tumbas en busca de protección. La nieve derretida por el contacto humano les empapó la ropa, inyectándoles el frío en los huesos. Se oía el castañeteo de los dientes de Roberto Mayo, que maldecía y tartamudeaba a la vez. A los cuarenta y cinco minutos de 1994, bosniacos y serbobosnios decidieron aparcar la guerra e irse a beber. Los periodistas salieron a la carrera hacia el blindado. Mayo logró entrar junto a Bris.

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