Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski

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El día que murió Kapuscinski: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramón Lobo, uno de los corresponsales de guerra más reconocidos a nivel internacional, rescata en este libro un oficio en vías de extinción, el de reportero de guerra. Las páginas de esta novela recorren los conflictos bélicos que cerraron el siglo XX e inauguran el XXI con el rigor y la agilidad que solo están al alcance de los mejores escritores.

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«Él sostiene que ese recuerdo no es real, que Dixon estaba muerto antes de caer desplomado al suelo. Me resulta difícil compartir las cosas que siento con quienes jamás podrán entenderlas; ni siquiera Fox, que es un buenazo. Dixon era maravilloso, un excelente fotógrafo que apenas tuvo tiempo de demostrarlo. Fue él quien me regaló esta cámara y los objetivos, quien me arrastró a mi primer Sarajevo en marzo. “Tienes que venir conmigo, se va a montar una buena”, dijo. “Si pretendes ser fotógrafa de guerra tienes que estar en ella antes de que estalle.” Recuerdo su cuerpo desnudo sobre una camilla verde y sucia en la morgue. Tenía agujeros en el pecho, en el vientre y en las piernas. Acerqué mis labios a su oído y susurré: “Gracias por salvarme la vida, Jimmy Dixon. Te querré siempre”. No sé si los muertos escuchan las palabras de los vivos. Se las decía y me las decía: “Gracias por salvarme la vida, gracias por quererme tanto, gracias por cuidarme y amarme”. Estaba junto a los cuerpos de unos jóvenes bosniacos a quienes sería exagerado llamar soldados. Había sangre en el suelo y en los pomos de las puertas. Los dos únicos forenses que quedaban en la ciudad apenas tenían tiempo de lavarse las manos entre cadáver y cadáver. Al entrar en esa sala del hospital, y verlo tan pálido e inerte, recordé la frase de Capa. Las lágrimas no podían impedirme tomar la foto. Enfoqué y disparé: clic, clic, clic. Hasta treinta y seis veces, el carrete entero. Fue Fox quien me ayudó a bajar la cámara. Tomó mis manos entre las suyas y me abrazó. Lloré sin voz como no he llorado desde la muerte de mi padre en accidente de tráfico. Yo tenía ocho años; mi madre, treinta y seis. Ante Jimmy Dixon tomé la decisión de no volver a enamorarme de un periodista de guerra, y no voy a permitir que ningún Hemingway de pacotilla venga a arruinarme la vida.»

En el aparcamiento del hotel Holiday Inn, Puta Esperanza bajó del vehículo de un brinco, besó el suelo como si fuera Karol Wojtyla y dijo algo incomprensible que parecía polaco. Al menos arrancó una carcajada al grupo.

«Necesito una habitación lejos de este tío. Quizá estoy siendo injusta anticipando lo que no ha intentado. Tal vez pertenezca a esa minoría de hombres capaces de no pensar con la polla.» Se hizo la distraída hasta que escuchó los números asignados a Mayo y Hope en el cuarto piso. Antes de que pudiera pedir su habitación, oyó gritar su nombre. Era Fox, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Le pareció percibir en el boliviano una mueca de decepción. «Vaya, otro capullo que solo piensa en tetas y culos», se dijo.

—¡Qué alegría verte otra vez en Sarajevo! ¡Me encanta que hayas vuelto! Hemos alquilado una casa detrás de la calle Džidžikovac. Estamos solo los de la agencia. Ahí trabajamos, dormimos y comemos. Te ofrezco una habitación doble y aseo compartido con Anja Konnen, nuestra productora. Te caerá bien. Seguro que os hacéis amigas. Este hotel está en manos de la mafia de Yuka. No nos fiamos del director. Solo uso el parking, y porque no tengo otro remedio. Aún no he podido sacar el Golf rojo. ¿Lo recuerdas?

Fox era guapo, inteligente e inofensivo, solo pensaba en trabajar. Encontró otras dos ventajas en la propuesta: esquivar a Mayo y ahorrarse el hotel. Y un inconveniente. Estar entre los mejores fotógrafos de una de las mejores agencias de prensa no le iba a ayudar a hacerse un nombre.

—Te contrato como local: cien dólares diarios durante diez días. Comida y cama gratis. Si me das tres fotos de las buenas, te amplío a un mes.

—Eres generoso, querido Julian. Acepto una semana, pero nada de prórrogas. Necesito volar.

Agosto de 1992 fue uno de los peores meses del cerco de Sarajevo. El bombardeo era constante desde Kovačići y Debelo Brdo, en el monte Trebević, y desde Nedarici, Lukavica y Vraca, en el sur. Los sitiadores disponían de trescientas piezas de artillería, sesenta carros de combate y diez mil hombres. Estaban furiosos por haber fracasado en su objetivo de partir Sarajevo y confinar a la población bosniaca, los «turcos», en la zona vieja. Los peores días de uno de los peores meses fueron el 25 y el 26. Cayeron más de setecientas bombas. Algunas impactaron en la Biblioteca Nacional. Las imágenes de su incendio se convirtieron en un símbolo de la barbarie. Decenas de sarajevitas se jugaron la vida en un intento desesperado por rescatar su memoria escrita.

Días después, extinguido el fuego, en medio de la desolación, la ceniza y la rabia, el celista Vedran Smailović interpretó el Adagio de Albinoni entre las ruinas de la biblioteca. Había empezado a tocar tres meses antes, como homenaje a los veintidós asesinados que aguardaban turno ante una panadería. Aquella matanza fue la primera de otras masacres: la de la cola del agua, la de la cola del tabaco, la de los niños que juegan. Mayo y Hope pasaron varias noches en el sótano del número 25 de Vase Miskina. El edificio era un Sarajevo vertical en el que vivían ocho familias: dos serbias, dos croatas, tres bosniacas y una octava que se declaraba yugoslava. Fue un buen reportaje.

Amanda Bris logró tres fotografías extraordinarias: gente a la carrera cerca de la calle Obala Kulina Bana, cuyos edificios eran de los más expuestos; mujeres cruzando un puente sobre el río Miljacka, del que solo quedaba su estructura de hierro; y niños que jugaban a ser niños en unos columpios herrumbrosos. Captó sus expresiones en el instante de una explosión cercana. La imagen estaba movida, un efecto que añadía dramatismo.

Tras cumplir lo pactado, y ganarse setecientos dólares, empezó a pensar en un trabajo que fuera más allá de una foto. Entró en el bar Ragusa, situado en un recoveco de la avenida Marsala Tita, un lugar a salvo de las explosiones, pidió una cerveza, saludó al equipo de ABC News y se acomodó en una mesa apartada. A los pocos minutos se acercó una mujer enjuta, de rostro curtido y ojos pequeños. Amanda tuvo tres certezas: es periodista, es estadounidense y se va a sentar en mi mesa.

—¿Te importa?

—En absoluto.

—Supongo que eres fotógrafa. Lo digo por la cámara.

—Trabajo para serlo.

—¿Tu primer viaje a Sarajevo?

—El tercero.

—Quizá he empezado mal. Lo vuelvo a intentar: me llamo Barbara Donadio y trabajo en The Philadelphia Inquirer. Me gustaría saber qué haces. Pareces muy joven, pero eso, en un sitio como este, es una virtud. Significa que tienes coraje.

Amanda le contó sus dos viajes, dónde había publicado, su trabajo en Associated Press, y que una de sus fotos, la de los niños del columpio, había sido portada de The New York Times. También le dijo que estaba en fase de aprendizaje. Prefirió no hablar de la muerte de Jimmy Dixon.

—No llevo ni un año como fotógrafa profesional. Mi aspiración es cambiar el mundo.

—Es un objetivo ambicioso, sin duda.

—Al menos que nadie pueda decir que no lo sabía.

—Eso se acerca más a nuestro trabajo, Amanda. Cambiar el mundo es un asunto que le corresponde a la sociedad.

A Donadio le gustaron sus ojos. «Una mujer así tiene que saber mirar», se dijo. Conocía la foto de los columpios. Estaba informada de quién era Amanda Bris. Fox se la había recomendado: «Perdió a su pareja en junio, y aquí está de vuelta. Tiene ovarios y sensibilidad. Es lo que necesitas».

—Me gustaría narrar la vida de los habitantes de una calle, su día a día dentro y fuera de sus casas. Saber cómo funcionan las tiendas que siguen abiertas, cómo son los trabajos de aquellos que los conservan, u otros nuevos relacionados con la guerra. Quiero narrar sus temores y esperanzas. Son seis manzanas, unas doscientas cuarenta personas. Saber si en ese microcosmos las parejas se casan, si follan, si nacen niños. La calle se llama Logavina. El plan es publicar una serie a doble página en siete días consecutivos. Tendrías que aportar ocho fotografías por capítulo, de las que se publicarían tres o cuatro. Es mejor enviar de más, así los jefes sienten que mandan. En el primer día seremos portada. Por esa foto pagarán el doble. Calcula unos siete mil dólares, quizá más.

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