Ramón Lobo - El día que murió Kapuscinski
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—Me gusta, parece un buen plan. Necesitaría un par de días para ganarme a las personas, que me vean sin la cámara levantada, que se acostumbren a mi presencia. Alguien cercano me enseñó que es importante que perciban el respeto. Las personas que se sienten respetadas se abren más.
La serie fue un éxito, lanzó a Amanda Bris como fotógrafa de guerra. El mayor elogio llegó de James Nachtwey, su gran referente junto con Sebastião Salgado: «Bris tiene alma, reconocería sus fotos entre una pila de imágenes». La tarde anterior de su regreso a Londres, Amanda vio a Roberto Mayo en el Ragusa, donde desgranaba batallitas ante un público embelesado. Al verla, enmudeció. Tras darle dos besos y apretarla contra su pecho dijo:
—Me tenías preocupado. ¿Dónde te has metido?
—He estado trabajando. Supongo que como vosotros.
Salieron de la ciudad por carretera en un blindado de la BBC, desandando el camino de ida: Ilidža, Kiseljak, Konjic, Jablanica, Mostar, Split. Cenaron en Boban, el restaurante de un amigo de Tobias que se declaraba austrohúngaro. Servían un pescado tan fresco que el cliente elegía la pieza viva antes de que la cocinaran. A Bris le pareció un detalle de mal gusto. Durmieron en habitaciones separadas en el hotel Split. Antes del amanecer estaban en la carretera. Había que devolver el coche en Trieste.
Amanda iba sola en el asiento trasero. Se situó a la izquierda para ver las islas y el mar. Bajó unos centímetros el cristal; necesitaba oler y sentir la brisa. Mayo puso música. Parecía árabe, un desafío en la zona croata y católica por la que transitaban. Hope parecía dirigir una orquesta. Nadie habló en casi siete horas de viaje, más allá de las palabras urgentes, «necesito mear», «¿comemos algo?» o «quiero un puto café».
4. Beirut, 1983-1985
La explosión fue tan fuerte que durante unos segundos no supo si estaba vivo o muerto, si la nube de yeso y polvo que lo envolvía era parte del paraíso o del infierno. Puta Esperanza tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si se le hubiera congelado el grito de Munch. Vio a Mayo en el suelo, tapado por las tablas de una estantería. A la derecha distinguió un cuerpo doblado contra la pared. A la izquierda le pareció reconocer a dos de los más reputados periodistas británicos que pisaban Beirut en aquellos años. Se sentía aturdido, incapaz de recordar sus nombres. Una mujer movía los brazos detrás de la nevera reventada por la metralla; a sus pies crecía un charco de leche y agua. «Estamos muertos —pensó—. ¡Mierda! Si aún no he cumplido treinta años». Se miró las manos e intentó acercárselas a la cara. Buscó sus piernas, trató de moverlas. Había perdido el control de sí mismo, nada le obedecía. Sacó la punta de la lengua y recorrió sus labios en busca de algo salado, fuera sangre o sudor. Miró a través del agujero de la pared, donde antes había una ventana, cristales, cortinas y un retrato de Ernesto Che Guevara. Ni siquiera era capaz de escuchar el ruido de la guerra. Sintió la brisa del Mediterráneo, o tal vez se la imaginó. Siempre le había gustado el mar, una querencia infantil. Lo conectaba a Saint-Malo y a la abuela materna. Empezó a fluir la película de su vida. Le pareció confusa, sin lógica narrativa. «¡Pero qué basura es esta! —se dijo enfadado—. ¿Cómo es posible que lo sucedido en 1982 me llegue antes que mi infancia?». Vio las expresiones de los asesinados en Sabra y Chatila antes que las de los muertos de Vietnam. Le desconcertó la falta de cronología. «¡Qué idiota! No vendí una puta foto. Fue un viaje ruinoso», se dijo. «Quería ir a una guerra, saber qué se sentía. Buscaba respuestas, descubrir si iba a ser mejor persona que el cabrón de mi padre. Ese ha sido mi camino: huir de la posibilidad de ser como él. No he sabido regresar a tiempo para ser yo mismo y alcanzar la paz. Soy un yonqui de la desgracia ajena, un puto mirón. Y ahora estoy aquí, sentado en el suelo de una oficina de prensa, en el séptimo piso de un edificio de Beirut, hablando solo sobre una película de mi vida que se mueve a saltos y en la que no entiendo un puto carajo. Quizá esto sea el resumen de mi existencia, y todo haya sido así de incoherente y superficial. ¡Pobre madre! No le agradecí lo suficiente lo que hizo por mí durante su vida. Ahora que no sé si estoy vivo o muerto no me apetece pensar en el hijo de puta que nos pegaba al llegar borracho a casa. Así fue siempre, sin que importara la edad. Hice bien en enfrentarle a los diecisiete, harto de humillaciones. Lo recuerdo bien. Fue en el vestíbulo. No hubo saludos ni amenazas. Lo miré a los ojos como si fuera un duelo. En los suyos brillaba el odio. Tenía los brazos caídos, sueltos, como si estuvieran preparados para lanzarse sobre las cartucheras y desenvainar las pistolas. Al percibir el movimiento de un músculo en su cara me adelanté a su golpe. Fue un directo de derecha en la nariz. Antes de que pudiera reaccionar le crucé un croché de izquierda a la sien, y otro más con la derecha en la boca. Siempre me gustó el boxeo. Era mi forma de sentirme capaz. Disfrutaba del descaro de Mohamed Ali, imitaba su dribling. Al caer se golpeó en el baúl en el que guardábamos las botas y los zapatos. Un líquido tan oscuro como su alma empezó a brotar detrás de sus orejas. Intentó incorporarse. Parecía un sonado, emitió un gemido y se desplomó. Mi madre me abrazó. Así permanecimos hasta que estuvimos seguros de que seguía vivo. Llamó a la policía primero y a una ambulancia después. Les dijimos la verdad callada durante tantos años. Pero ¿qué hago pensando en estas cosas? ¿Será que ya estoy en el puto Juicio Final? Me declararon inocente en el juicio terrenal que siguió. El juez dictaminó que había actuado en defensa propia. A él le impusieron una orden de alejamiento de ocho años, pero no fue a la cárcel. Me pareció una puta burla. Al salir del tribunal le dije: “Te cortaré los putos huevos si te acercas a mi madre”. No sé de dónde saqué la idea, supongo que de alguna película. Días antes de cumplir la mayoría de edad viajé a Vietnam. Necesitaba probarme. Mi madre me animó. “Ve, hijo, yo estaré bien, tengo familia en París.” Me cambié el apellido en Saigón. Sentía repugnancia de ser hijo de un maltratador. Fue una ruptura categórica. Tenía que desinfectarme de su genética. Elegí Hope, como si fuera un lema y un objetivo. Mi madre murió tres días después de mi regreso. Parecía que me estaba esperando para despedirse. Después de mi partida, ella tuvo dolores en el abdomen. Pensó que era debido a las emociones de los últimos meses. Los médicos le diagnosticaron un cáncer de estómago y metástasis en el hígado y en el páncreas. Le dieron tres meses de vida. No quiso estropearme el viaje. El nombre de la enfermedad podía ser cáncer, pero lo que la alimentaba eran el dolor y las humillaciones. Me acerqué a los bares que él frecuentaba. “Mi madre ha muerto. Decidle al hijo de puta de mi padre que la orden de alejamiento sigue vigente. No quiero verlo en el cementerio.” No apareció. Ni siquiera sé si vive.»
A Tobias le invadió una tristeza profunda. Nunca creyó en los cuentos de la religión, pero ahora que estaba a punto de partir, si es que no lo había hecho ya, sintió pánico de acabar junto a su padre. «¿Me condenarán por esto al puto fuego eterno? ¡Es injusto! He sido un monógamo consecutivo, no fumo, no tomo drogas, apenas bebo, y si lo hago es por culpa de Mayo», pensó como proyecto de defensa celestial. Dejó escapar una carcajada seguida de toses que le parecieron parte del sueño. Vio acercarse una botella de agua, y detrás de ella, los dedos, las manos, los brazos y el cuerpo de Delphine Thitges, productora de la agencia France-Presse.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
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