Hay dos fuentes principales en la emergencia de la etnicidad como categoría clave en el discurso intelectual y político. El primer fenómeno es la maduración de los discursos nacionalistas entre mediados y finales del siglo XIX, en los que la “comunidad imaginada” que es la nación se representa en los discursos hegemónicos como una cultura nacional que funciona como una especie de etnicidad ficticia que subordina a sus otredades internas que, en esa lógica, son calificados como “grupos étnicos” 150. En Europa los ejemplos más notables de dichas otredades étnicas en el interior de cada nación son los rom o gitanos y los judíos a través de toda la región. En Estados plurinacionales como España, hay formaciones de pueblo con su propio lenguaje e identidad como los vascos y los catalanes 151.
La nación como comunidad político-cultural y la nacionalidad como identidad que le corresponde tienden a fundamentarse en discursos esencialistas de acuerdo con lógicas de reducción y exclusión de corte racial 152. La cultura nacional se erige como etnicidad ficticia a través de un quehacer identitario que suprime las diferencias en su interior y excluye otredades internas raciales, de clase (campesinos y obreros) y sexuales (homosexuales en los discursos patriarcales y de mujeres en las representaciones homoeróticas de nación); a la vez que se construye a partir de lógicas racialistas en las que a los sujetos nacionales se les atribuyen rasgos fijos y uniformes de personalidad, como cuando se afirma que los chinos son laboriosos y los puertorriqueños vagos. La nación como forma histórica surgió articulada con referentes raciales. Los Estados naciones del vasto territorio que hoy llamamos América Latina nacieron en el terreno disputado de ideologías racistas occidentalistas que asociaron las incipientes repúblicas como herederas de la civilización occidental europea, como corazón de la blanquitud, a contrapunto de discursos criollos descoloniales como los del puertorriqueño Betances, y de los cubanos Martí y Maceo, que esgrimieron un americanismo crítico en el que el indio y el negro no eran problema, sino fuente vital de identidad y cultura 153. A contrapunto, en Estados Unidos prevaleció la ideología de la nación-imperio como la “república blanca” que persiste hasta hoy día, como se demuestra en la retórica del recientemente electo presidente Trump ( Laó-Montes, 2003).
En Estados Unidos, las denominaciones étnicas han sido de gran elasticidad histórica debido al carácter nutrido y continuo de las inmigraciones, acompañado por la persistencia del blanqueamiento como estrategia de nacionalización. Es así que a principios del siglo XX se consolidaron cambios en la definición étnico-racial llamando no-blancos a grupos como los italianos e irlandeses, que eran considerados fuera del criterio anglosajón de blanquitud, que ahora se racializaron como blancos caucásicos 154. Como consecuencia de estos procesos de blanqueamiento, la etnicidad de los nuevos blancos, como italianos e irlandeses, en gran medida se absorbió en sus adscripciones raciales 155. A contrapunto, las ideologías de blanquitud en la región que hoy conocemos como América Latina, tendieron a fundamentarse en discursos de mestizaje desde principios del siglo XX. Es decir, mientras en los EE.UU. primó la racialización como no-blancos si hay ancestralidad distinta a lo considerado blanco, en América Latina se ha tendido a integrar el llamado mestizaje en los discursos de blanquitud 156.
En los Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, emergen identificaciones étnico-nacionales como méxico-americanos y puertorriqueños, que devienen en la década de 1980, en la panetnicidad latina/o de los Estados Unidos. Lo común a través de esta historia es que la narrativa nacional hegemónica se define con base en la contradicción entre los relatos de la “república blanca” y “la nación de inmigrantes”, donde a pesar de un supuesto pluralismo cultural prima la eurodescendencia como pilar de una ideología en la que “los étnicos” tienden a ser los otros internos de la nación blanca. Este discurso hegemónico de la república blanca es ejemplificado en las llamadas identidades con guion, como los africano-americanos, mexicano-americanos y asiático-americanos. En este pentagrama étnico-racial el entrelace entre raza, nación y etnicidad se revela en naciones translocales del Caribe hispano –entendido como el traspatio en el imaginario imperial yanqui– como los dominicanos y puertorriqueños, que como sujetos coloniales y neocoloniales son racializados como no-blancos en los Estados Unidos (aun los de piel clara que en Puerto Rico y República Dominicana serían blancos), a la vez que por su nacionalidad son etnicizados como grupos étnico-nacionales y/o con la categoría panétnica latinos de los Estados Unidos que, a su vez, tiene un contenido racial a partir de la distinción civilizacional entre anglos y latinos. Dicha complejidad no debe negar la especificidad de la diferencia afrolatina de las/los dominicanos y puertorriqueños negros, muchos de los cuales han asumido identidades afroamericanas y afrodiaspóricas.
Otro ejemplo revelador de la complejidad y formas variadas como se articulan las categorías de raza y etnicidad en los Estados Unidos son los panameños-antillanos en Nueva York, que por su color tienden a racializarse como “negros” o “afroamericanos”, a la vez que pueden autoidentificarse como nacionales panameños, y con las categorías panétnicas/regionales “latino” y “caribeño”, indicando así tanto la relación necesaria como la distinción relativa de estos constructos identitarios. Este ejemplo de las combinaciones y permutaciones de las identidades afropanameñas en la ciudad de Nueva York demuestra cómo raza, nación y etnicidad son categorías que tienen sus significaciones propias de carácter abierto, ambiguo, complejo e inestable, a la vez que están entrelazadas.
La segunda razón principal por la cual se comenzó a generalizar el uso del lenguaje de la etnicidad a finales del siglo XIX fueron las luchas contra el llamado racismo científico que se cultivó desde las “ilustraciones” europeas –alemana, escocesa y francesa– y que se consolidó con la emergencia de las ciencias sociales y el paradigma cientificista newtoniano desde el siglo XIX hasta principios del XX 157. En América Latina fue la era del positivismo que produjo sus propios movimientos de eugenesia ( Stepan, 1991).
A contrapunto, fueron madurando ideas antirracistas de nuevas corrientes teóricas constructivistas sobre lo étnico-racial, a la par con movimientos contra el racismo desde niveles locales y nacionales hasta de escala mundial, que abogaban por la equidad y la realización plena de la ciudadanía y la democracia. Un momento importante en esta sinergia de corrientes intelectuales y políticas fue el Congreso Mundial Contra el Racismo, celebrado en Bristol, Inglaterra, en el que convergieron el sociólogo afroestadounidense W. E. B. Du Bois con dos científicos sociales eurodescendientes con posiciones de liderato en la academia norteamericana y a nivel mundial, el sociólogo Robert Park y el antropólogo Franz Boas, ambos antirracistas y que llegaron a tener gran influencia en el surgimiento de la categoría etnicidad como constructo clave en sus respectivas disciplinas. Así, los grupos étnicos llegaron a ser el objeto de estudio principal de la antropología en su acepción como estudio de las alteridades de lo moderno y de la sociología como otredades internas de la nación.
Esto ocurrió luego de que ganara terreno intelectual y político la crítica del racismo científico que había orientado tanto a la antropología como a la biología evolutiva en el siglo XIX 158. Una de las influencias mayores en dicho giro político epistémico fue la sociología de Du Bois, quien influyó incluso a su profesor Max Weber. Los argumentos pioneros de Du Bois sobre raza como construcción histórica entraron en diálogo con los planteamientos de figuras como Boas y Park, quienes propusieron remplazar “raza” por “etnicidad” como categoría básica de identidad cultural. A contrapunto de Boas y Park, Du Bois llegó a proponer un concepto de raza abierto, complejo y cambiante, capaz de incorporar criterios culturales y corporales, de ancestralidad y localización histórica, sin reemplazarlo por el de etnicidad, que como hemos argumentado, conlleva la misma carga esencialista, naturalista y jerarquizante 159. Du Bois consideró el racismo como fundamental en las constelaciones modernas de poder, como también en sus formas culturales, modos de conocimiento e identidades individuales y colectivas, también a contrapunto de Boas y Park.
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