Juan Fernando Hincapié - Gramática pura

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"Hoy es un día difícil para mí, pero trataré de ejecutar con donaire y elegancia. Puesto que siempre es mejor apoyarse en ejemplos, tomaré como base mi vida en los últimos diez años: una visa como cualquier otra, una vida decente, una vida entregada al conocimiento, una vida colombiana. Hay gente que sostiene que una vida colombiana no puede ser decente ni puede estar entregada al conocimiento. Les demostraré a estos bausanes que están equivocados".
Quien escribe esto es Emilia Restrepo Williamson, una señorita bogotana asentada en ese grupo que se refiere como cómodamente a sí mismo como gente bien. Caprichosa, espontánea, opinionada -un adjetivo que ella amaría-, en estas páginas repasa su vida, su idioma, su familia y su clase. Ante una voz como la de Emilia solo cabe acudir al contundente lugar común: la amas o la odias.

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No, con Faustino no tocamos el tema, ni siquiera cuando en Historia Estadounidense todo era excitación. Míster Jackson no había preparado la lección y les preguntaba a todos con quién iban a ir. La gente contestaba, eludía, se ponía colorada o efusiva. El pobre Faustino se evadió antes de que el moreno le preguntara si me iba a llevar a mí.

Moreno, morocho, todos tontos eufemismos de la palabra negro, que no entiendo por qué razón evitamos. Bueno, sí entiendo y por eso mismo reconozco la estupidez de hacerlo. Se trata de Colombia, de nuestro español asustadizo y acomplejado. No es más que eso.

Mi vestido no era moreno ni morocho, era negro. Era de terciopelo, con un escote recatado y adornos en los hombros. Se me ceñía al cuerpo y terminaba unos centímetros arriba de las rodillas. Para la ocasión lucí el pelo suelto, medias veladas oscuras y tacones altos. A juicio de Sharon y Wayne, siempre tan amables, lucía hermosa.

En fin: Limones, en esmoquin, vino hasta mi casa, me entregó mi buqué y todos posamos con todos. Se veía igual, pero con esmoquin. De pronto se había hecho algo en el pelo, pues toda la noche dio la impresión de estar húmedo. Algo cicatero de su parte, me llevó a cenar al Red Lobster, y más o menos hacia las nueve de la noche hicimos nuestra entrada al salón que el colegio había alquilado para la ocasión. Antes de sentarnos nos tomaron la fotografía oficial, que por mucho tiempo conservé en una caja originalmente de zapatos en un rincón de mi guardarropa.

Nos sentamos en nuestro lugar asignado, al lado de una simpática pareja ni morocha ni morena: negra, con la cual Brian se trenzó en un intercambio de afabilidades. Yo sonreía y no decía nada. Me costó reconocerla, pero la chica era una de mis compañeras de Historia Estadounidense, quien sí pareció percatarse de mi presencia. Si entro a describir lo que había hecho con las tiesuras que coronaban su cabeza este relato se alargaría considerablemente. Pero se veía muy bonita.

Había mucha gente: profesores, alumnos, personas que yo nunca había visto, todos luciendo sus mejores galas. Así todavía no sea momento para hablar de ello, recordé el baile de graduación de mi colegio bogotano, el prom, como de manera arribista se alude a él. Cierta vez, ya en territorio patrio, discutí con un colega profesor de inglés sobre el origen de la palabra prom. El muy burro sostuvo que era apócope de promotion, y no atendía mis razones sobre el correcto promenade, cuya traducción es asunto complicado, y, como tal, queda de tarea.

En comunión con nuestros nuevos amigos, quienes también se levantaron, Limones me ofreció su mano y enfilamos hacia la pista de baile. Hasta que comenzamos a bailar se le notaba seguro, masculino, primermundista. Sólo lo pensé hasta ese instante, pero era la primera vez que bailaba en un país que no fuera el mío, con un hombre —o bueno— que no fuera de mi misma nacionalidad. No sabía cómo tomarme, se paraba muy lejos, no tenía en absoluto ritmo ni oído. Un desastre, que abandonamos hacia la segunda canción lenta. De las cosas feas que tiene la vida, bailar con alguien que no sabe es de las primeras en la lista. (Alguna vez emprendí la confección de ese listado y la referencia al baile estaba en el número cuatro.) Yo misma lideré el retorno a la mesa, donde de la nada aparecieron Kirsten y Agustín. De Faustino no había rastro, ni tenía por qué haberlo.

Agustín se mostró cortés con mi pareja. Kirsten y yo intercambiamos tensos encomios sobre nuestros vestidos y apariencia en general. Estaba guapa, la gringa, tengo que admitirlo. Agustín también se veía muy bien con su estilo a medio afeitar. Charlamos animadamente, bailamos canciones que no requerían acercamiento ni agarre, pero incluso de esta forma los movimientos de Brian, su entusiasmo y su gesto sólo podían calificarse como lamentables. Nos llevaron afuera, Kirsten y Agustín, y nos ofrecieron del contenido de una botella de bourbon que el argentino había escondido en un matorral. Limones se puso rojo al beber, a mí me sentó bien. Entre los cuatro la acabamos.

Estuve a punto de preguntar por Faustino pero me abstuve. Estaba un poco borracha pero no mal, apenas mareada, ligera, contenta. De vuelta en nuestra mesa, Kirsten se excusó para ir al baño y Brian se ofreció a traernos ponche a todos. Cuando nos quedamos solos, Agustín preguntó si ya había besado al «gringazo ese». Fingí enojo y sonreí: «¿A ti qué te importa?». Entonces sonó un slow dance y propuso que bailáramos.

El nivel del argentino en lo referente a la danza era mucho mejor que el del gringo y mucho peor que el de cualquiera de mis compatriotas. Teniéndolo cerca, su mano en mi talle, sentí un ligero estremecimiento. Nos acercamos, perdidos en la mitad de la multitud. De un momento a otro sentí su aliento cálido en mi cuello. No cedí.

Dimos vueltas y más vueltas.

Con la esquina del ojo izquierdo, a un par de metros, vi cómo Brian bailaba respetuosamente con Kirsten.

No puedo relatar cómo sucedió, pues fue de esas cosas que suceden y no vale la pena buscarles una explicación. Desde mi cuello, los labios de Agustín fueron encontrando un sendero hasta mis propios labios. Me tomó entre sus brazos y me besó largamente. No hice nada por detenerlo.

Deslizando sus manos desde mis hombros hasta llegar a los codos, fue el argentino quien interrumpió el beso. «Colombiana», exclamó. Nos miramos y yo, tras unos segundos, recapacité y me excusé para ir al baño. Allí sentí ganas de quitarme la ropa y contemplarme en el espejo. A punto estuve de hacerlo, me bajé las tiras del vestido, probé ambos perfiles. Después permanecí en cada uno de los tres cubículos por algunos instantes, pero volvía a salir a mirarme en el espejo. Finalmente entraron unas chicas y logré componerme el maquillaje y arreglarme el vestido. Entre una cosa y otra, permanecí en el recinto alrededor de diez minutos. Cuando salí, puesto que no sabía qué hacer, caminé en dirección a la mesa. Allí, con un esmoquin que le iba un poco justo pero que parecía nuevo y no le quedaba del todo mal, en soledad y tomando ponche, estaba Faustino.

—Emiliana —exclamó afectando tranquilidad.

—Faustino.

Me senté enfrente y en un lapso de dos canciones ingerí todos los vasos de ponche que la gente había abandonado. No musité palabra. Faustino me miraba de vez en cuando, pero era fácil concluir que yo no era el objeto principal de su atención. No correspondí sus miradas.

—¿Y los demás? —consideré que ya había pasado el tiempo suficiente.

—Cuando llegué no había nadie.

Siguieron sucediéndose canciones. A un rap seguía un slow dance y, en consideración con los latinos, saco en el que nos echaban a un mismo tiempo a chicanos, argentinos y colombianos, una canción de la cubana Gloria Estefan. Faustino ni se iba, ni hablaba, ni me sacaba a bailar. Yo me di por vencida con respecto a Agustín, Kirsten y Brian. Seguramente Kirsten le hizo una escena al rosarino y se lo llevó. Era probable, también, que Limones me hubiera visto y se hubiera enfadado y marchado. Estaba sopesando mis opciones, la noche a punto de terminarse, cuando Faustino me interpeló una vez más:

—¿Necesitas un aventón?

Asentí con humildad. Me dijo que esperara un segundo y caminó hacia la salida. A su regreso anunció:

—Cinco minutos.

Pero transcurrió media hora. Nos quedamos en la mesa sin dirigirnos la palabra mientras la gente se iba. Un profesor caminó hasta nuestra posición y preguntó si todo estaba bien. Faustino lo ahuyentó con lo que a mí me pareció un inglés correcto. Transcurrieron treinta minutos, decía, hasta que estuvimos dentro de la camioneta de Chuy, en el angosto corredor detrás de las sillas. Chuy llegó en compañía de Jay (se pronuncia yei): vociferaban, reían, daban toda la impresión de haber estado ingiriendo licor. Chuy —que claramente sabía quién era yo— me preguntó si quería ir a su casa, tomar unas cervezas, platicar, dejar mi virginidad. Al decir esto, vi cómo Faustino conectaba miradas con él por el espejo. No dije nada. Chuy y Jay siguieron en lo que venían. Cada tanto requerían a Faustino, quien permanecía en silencio. La troka finalmente se detuvo en una estación de gasolina. Los dos ocupantes de las sillas delanteras, eléctricos, se bajaron. Faustino dejó pasar un minuto y también se bajó. Desde mi posición era imposible dilucidar en qué parte de la ciudad nos encontrábamos. Comencé a llorar.

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