Félix de Azúa - Nuevas lecturas compulsivas

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Félix de Azúa rescata en
Nuevas lecturas compulsivas la pasión por los libros que han marcado su vida, un recorrido emocional que constituye su segunda biografía, la de papel, es uno de los escritores más originales, brillantes y cosmopolitas de la literatura española. Los poemas de Holderlin, Byron o T.S.Eliot; las novelas de Cervantes Víctor Hugo, Henry James o Eugenia Ginzburg; los ensayos de Montaigne, Orwell, Steiner o Sánchez Ferlosio, entre otros, transcurren en paralelo con las vivencias del autor, en un viaje cargado de ironía y deslumbramiento. El repaso a los grandes escritores que han construido la memoria colectiva de Occidente alerta sobre la incertidumbre de un tiempo, el presente, que abandona el reposo de la lectura fascinado por la vacuidad de Internet.

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Sólo usaban la misma lengua aquellos que se habían agrupado para una misma tarea; así, por ejemplo, quedó una misma lengua para todos los arquitectos, otra lengua para todos los poliorcetas, otra para los talladores de piedra, y así sucesivamente para cada grupo de obreros. El género humano fue, por tanto, dispersado en tantas lenguas como trabajos imponía la construcción; y cuanto mayor fue la excelencia de su tarea, más ruda y bárbara es ahora su lengua.

Las lenguas romances son, para Dante, hijas de aquellos lenguajes gremiales y técnicos. La descendencia lingüística de este argumento dantesco es infinita.

El modelo culpabilizador pasó intacto a los reformadores durante el Renacimiento, y Lutero volverá a hablar de una guerra de los humanos contra Dios en los orígenes del mundo. En su Comentario al libro del Génesis añadió, sin embargo, aquella hábil aproximación de Babel con la Roma constructora de la basílica de San Pedro que tanto seducía a Juan Benet, pero sólo para hacer un uso político de la analogía y no porque creyera que la dispersión de los constructores babélicos había sido un regalo divino. Thomas Müntzer, en cambio, utilizó el tema agustiniano de la ciudad del mal para fustigar a las ciudades feudales opresoras del campesinado. Y no habrá un solo utopista, de More a Campanella, que no repita la versión penalizadora.

Quizás la más radical de todas las interpretaciones es la de Roger Caillois, quien entiende que la divinidad ni siquiera hubo de intervenir para dispersar a los constructores. La soberbia de los babélicos, los cuales se presentaban ante sus semejantes como hombres superiores y de ideas muy radicales, actuó como un disolvente y arruinó cualquier posibilidad de construir la Torre. ¿Por qué iban a preocuparse de calcular y medir, de levantar con aplomo y solidez, de ornamentar y sanear, unos obreros que habían superado nada menos que la idea misma de divinidad y que miraban con desprecio a los pobres estúpidos que aún hacían ofrendas? No hubo necesidad de castigo: la propia culpa destruyó a los babélicos. La lectura de Caillois, ingeniosa y malévola, aproxima el episodio de Babel al de las vanguardias artísticas contemporáneas.

Pero éstas son derivaciones externas al núcleo moral de la leyenda de Babel y utilizaciones oportunistas del mito. Hora es ya de regresar a nuestro punto de partida, es decir, a la diferente visión que sobre la culpabilidad de los humanos tenían Hegel y Hölderlin allá por los años 1798 y 1802.

el filósofo y el poeta

En 1797 Hölderlin logró que Hegel fuera elegido para una plaza de preceptor en la ciudad de Frankfurt, en donde él mismo residía contratado por el banquero Gontard para educar a los cuatro hijos de su esposa Suzette. Y aunque en 1798 se vio obligado a dejar el empleo porque su relación con Suzette no era del agrado de Gontard, Hölderlin buscó domicilio muy cerca de Frankfurt para mantener viva su ligazón amorosa. Así que ambos amigos, Hölderlin y Hegel, permanecieron en constante relación hasta 1800. En una de sus últimas cartas, antes de acudir a Frankfurt desde Berna, Hegel le había escrito a Hölderlin:

La parte que en mi rápida decisión [de aceptar el empleo] haya tenido el ardiente deseo de volver a verte y hasta qué punto el pensamiento de nuestra reunión, el alegre porvenir que compartiremos juntos, va a permanecer vivo ante mis ojos durante los días venideros, eso es algo sobre lo que no voy a extenderme.

Hegel y Hölderlin se encontraban en un momento crítico de su desarrollo intelectual, y precisaban el uno del otro para un constante contraste de puntos de vista. A las turbulencias sentimentales añadió Hölderlin, en ese mismo periodo, la redacción inacabada de su Empédocles y los esenciales fragmentos sobre la tragedia griega; un temario de filosofía política centrado en las relaciones jurídicas de los individuos dentro de la pólis. Hegel, a la sazón, redactaba el también inconcluso Espíritu del cristianismo y su destino, en el que trata de pensar los orígenes jurídicos de las monarquías cristianas. Ambos estaban reflexionando sobre el fundamento de una posible sociedad libre, empujados por el huracán de la Revolución Francesa. Y ambos se hacían la misma pregunta: ¿por qué y cómo desaparecieron los dioses que sostenían las libertades de la pólis griega? O lo que es igual: ¿cuál es la esencia del cristianismo? ¿Por qué nuestras sociedades cristianas son sociedades absolutistas y serviles? ¿Cómo y por qué la cultura cristiana prefirió la servidumbre?

Para el Hegel de Frankfurt la respuesta es clara: el cristianismo es una de las múltiples estrategias de control sobre ese vacío que llamamos «muerte»; una estrategia que consiste en deshacerse de todas las libertades potenciales para vivir una libertad absoluta en sueños. La misma estrategia que cíclicamente empuja a los pueblos al totalitarismo cuando la vida interna de la sociedad se ha extinguido. El origen de esa estrategia hay que buscarlo, según Hegel, en el monoteísmo judío, primer ejemplo documentado de servidumbre voluntaria, y para comprender la religión de los judíos es preciso estudiar con extrema atención los mitos y leyendas bíblicos, pues en cada uno de ellos se encuentra expresado de manera inmediata, ingenua y literaria, un pensamiento que se busca a sí mismo.

En su versión de la leyenda de Babel, Hegel, como Dante, también añade al texto bíblico el desarrollo de Flavio Josefo sobre el gigante Nemrod y la proeza técnica de Babel como un desafío paralelo al de los Titanes contra Zeus. Pero por vez primera en la historia de la leyenda el desafío ya no nace de una inexplicable «soberbia» ínsita en los humanos desde su creación (lo que haría cuando menos arriesgada la adscripción de la «culpa»), sino de un lúcido análisis histórico por parte de dos conductores de pueblos postdiluvianos. Nemrod y Abraham, los caudillos de Babel, toman decisiones libres, sin culpabilidad ninguna, atendiendo al futuro de su pueblo. El porvenir político, el proyecto social en común, y no una inexplicada «soberbia» culpabilizante, se convierte en la causa eficiente del episodio de Babel. La construcción de la Torre aparece como una alegoría del momento de divergencia en dos concepciones de la autoconciencia humana y de la construcción de sociedades complejas. He aquí, muy resumida, la interpretación hegeliana:

Los humanos perdieron su confianza en la naturaleza tras el Diluvio. El inmenso desastre infligió una herida irreparable a los supervivientes, los cuales dejaron de verse como una parte de la totalidad natural: ahora se veían como enemigos de la naturaleza y como su diferencia. Pero esta enemistad se tradujo en una doble táctica o negociación: por una parte, Abraham, tras negar y abjurar de la naturaleza, se entregó a un Señor todopoderoso, superior a la misma naturaleza, abstracto y eterno, capaz de garantizarle una participación en su poder por alejado de la realidad empírica que éste pudiera encontrarse. Es lo propio de todos los fundamentalismos. De otra parte, Nemrod, el gigante fundador de ciudades y constructor de torres, emprendió activamente el dominio y sujeción de la naturaleza, poniendo en juego toda la potencia humana, como única posibilidad de supervivencia. El primero puso a su pueblo bajo la estupefaciente protección de un sueño omnipotente. El segundo puso en práctica una omnipotencia imposible y autodestructiva.

Nemrod, según el texto hegeliano, logró reunir a los supervivientes dispersos y desconfiados que habían conocido el Diluvio y fundó con ellos una tiranía basada en la técnica. Abraham, en cambio, «vagaba con sus rebaños por una tierra sin fronteras, sin considerar como propia ni la más reducida de las parcelas, sin cultivarla, sin embellecerla, sin amar tierra alguna ni convertirla en su propio mundo». Abraham se separa absolutamente de la naturaleza, la desprecia, y ni siquiera se digna trabajarla. Abraham es «un extranjero en la tierra», firmemente atado a su condición de extranjero. Mantiene la unidad de su lengua porque esa lengua no es de ningún lugar.

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