De otra parte, la leyenda de la división de las lenguas podría remontarse precisamente a un poema épico sumerio, Enmerkar y el Señor de Aratta, datable en el tercer milenio antes de nuestra era, donde se menciona por primera vez el tema del lenguaje originario único y la historia de su dispersión por la acción de un dios enfrentado a otro dios. Pero tampoco en el relato sumerio interviene la culpabilidad humana; sólo las disputas divinas cuyos efectos caen sobre los mortales porque lo propio de su destino es soportar los conflictos divinos.
Un arqueólogo creyente, André Parrot, notorio precisamente por sus excavaciones en Mesopotamia, insinúa con muchísima prudencia y abundante zalamería dirigida a los teólogos vaticanos (por los que siente un pánico cerval) que finalmente el zigurat babilónico de Etemenaki, y por lo tanto la Torre de Babel, no era sino «un trait d’union destiné à assurer la communication entre la terre et le ciel».12 No un instrumento de soberbia y lucha contra la divinidad, sino «una mano tendida» hacia la altura, como lo define patéticamente.
¿Por qué, entonces, tenemos nosotros esa clara memoria de la leyenda de Babel como un terrible castigo de nuestra maldad? ¿Por qué recordamos el relato como otro capítulo de la culpabilidad humana, el tercero en el Génesis?
Lo cierto es que la tradición cristiana (aunque no toda la tradición cristiana) adoptó otra versión de la leyenda de Babel, una versión muy posterior a la escritura del Génesis, la cual, esta vez sí, es una versión culpabilizante: la de Flavio Josefo en sus Antigüedades judías, la de Filón de Alejandría en De confusione linguarum, la del Pseudo-Filón en sus Antigüedades bíblicas. Una tradición que llega hasta el De Vulgari Eloquentia de Dante y finaliza con el Hegel de El espíritu del cristianismo y su destino.
Nuestra convicción de que la leyenda es un relato de pecado y penitencia obedece a que los traductores modernos de la Biblia siempre desvían el sentido del texto tendenciosamente, porque todos ellos obedecen a la tradición interpretativa culpabilizadora. Traducciones como: «cuya cúspide llegue al cielo» (De Valera), o «que su cima toque al cielo» (Pirot), por ejemplo, insinúan que los constructores quieren violar el espacio divino. El caso más exagerado es el de la Biblia de Jerusalén: «Bâtissons-nous une ville et une tour dont le sommet pénètre les cieux».13 Según estos honrados traductores, los humanos querían, por lo menos, perforar el cielo.
Otros exégetas prefieren situar la soberbia humana en la necesidad de «darse un nombre». Así, «y hagámonos nombrados», dice la Biblia del Oso, y una pérfida nota a pie de página añade: «célebres, hombres o gente famosa», como si los constructores sólo estuvieran movidos por la vanidad. O bien, «y nos haga famosos» (Nácar-Colunga), junto con esta admirable elucidación de los «profesores de Salamanca»: «El autor sagrado ve en estos designios algo demoníaco en contra de los designios divinos».14
Antes de exponer, aunque sea muy brevemente, la segunda leyenda de Babel, me permito adelantar que Hölderlin se sitúa al margen de la tradición penalizadora y que no es el único. Isidoro de Sevilla, por ejemplo, en De linguis gentium (Etymologiarum. Lib. IX), atribuye la construcción de la Torre a la soberbia humana, pero no afirma que la dispersión sea un castigo:
Linguarum diuersitas exorta est in aedificatione turris post diluuium. Nam prius quam superbia turris illius in diuersos signorum sonos humanam diuideret societatem, una omnium nationum lingua fuit quae hebrea uocatur.15
Se podría incluso argumentar que el uso de una fórmula tan neutra como «prius quam superbia turris» no carga la «soberbia» sobre los constructores, sino sobre la misma Torre. Pero es un argumento para que lo desarrollen los lingüistas. Dejémoslo en que la diversidad de lenguas simplemente «aparece».
Tampoco Calvino culpabiliza a los humanos, en este particular pasaje bíblico. En su Comentario sobre el Génesis presenta la dispersión como un acto de previsión divina; la diversidad de las lenguas es sólo una consecuencia de la dispersión, cuando los pueblos dejan de hablar entre sí. Ciertamente no puede evitar acusar a los humanos de ser orgullosos, pero la construcción de la Torre no constituye un pecado de orgullo; tan sólo es un síntoma de orgullo. Algunos comentaristas modernos, como Von Rad, Benno Jacob o Westermann también diferencian entre la dispersión (que no es un castigo sino una profilaxis, según sus propias palabras) y la diversidad de lenguas que adviene como consecuencia de la misma.
Caso extremo de interpretación en defensa de la inocencia humana es el de Juan Benet en su extraordinario artículo sobre las características técnicas de la construcción de la Torre, según pueden deducirse de la célebre tela de Pieter Brueghel en el Kunsthistorische de Viena. La torre allí pintada no posee la habitual estructura helicoide, sino una forma telescópica que obliga a replantearse todas las medidas en cada terraza o tambor. Ninguna de las seis plantas pintadas por Brueghel aparece concluida, pero a medida que asciende la torre, más débiles y contradictorios son los elementos constructivos. En su cúspide, se alza un incomprensible e inquietante circo o graderío.16
La torre de Brueghel es imposible de rematar por su propia naturaleza y toda la construcción es utópica: de hecho, la torre, convertida en un proyecto trascendental y simbólico, usurpa lo propio del ámbito sagrado, y ése es su error. Podría hablarse de una soberbia «técnica» que no va dirigida contra ninguna divinidad, aunque la substituya. Tengo para mí que Benet, en su artículo, señala indirecta y sagazmente a los constructores del «socialismo real», cuya Babel, por cierto, es hoy una verdadera ruina.
Pero en el terreno histórico, Benet interpreta la pintura de Brueghel como un disimulado ataque contra el Vaticano (nueva Babilonia), cuyas construcciones monumentales hacia 1520 son comparables a las de Babel, y cuya unidad lingüística (el latín) será destruida por los reformistas, los cuales inaugurarán la lectura de los Evangelios en todas las lenguas nacionales. Según este criterio, la dispersión no fue un castigo, sino una bendición.
No deja de ser curioso que en ello coincida con teólogos «multiculturalistas» como B. Anderson, de Princeton, para quien Dios decide en Babel la necesidad y la bondad de la diversidad racial, lo que explica casualmente la situación de los Estados Unidos como más adecuada al plan divino que la de los países sin problemas de integración racial. Un juicio que comparte con los teólogos nazis, para los cuales la existencia de un pueblo único (un pueblo internacional y cosmopolita) es algo explícitamente condenado por Dios en el episodio de la Torre: Dios quiere que los humanos sean nacionales y, a poder ser, nacionalistas y nacionalsocialistas.
Por las más variadas y aun contradictorias razones, hay, en efecto, un puñado de partidarios de la inocencia humana. Pero los defensores de la culpabilidad son muchos más. Veamos las líneas generales de la exégesis penalizante, la cual siente particular complacencia en mostrar la impotencia humana, como si de ella pudiera deducirse la omnipotencia divina.
La culpabilización forma parte de la exégesis rabínica al texto del Génesis. Para muchos exégetas judíos la Torre es un instrumento de ataque de los humanos en su guerra contra Dios, sea para llegar hasta él y combatirle (Targum del Pentateuco), sea para explorar sus condiciones de resistencia (la midrash del Génesis), sea para resistirse a un segundo diluvio (Talmud). La tradición interpretativa de los comentaristas hebreos considera unánimemente la leyenda de Babel como un capítulo más en la lucha contra Dios que emprenden las generaciones anteriores a Abraham, lucha que ya habría traído un primer diluvio y podía precipitar el segundo en cualquier momento.
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