En Papeles inesperados —esa familia de libros que, cuando estás muerto, descubren en un baúl tus herederos— se incluyen varios episodios inéditos de Un tal Lucas, personaje alter ego del autor. En uno de ellos, se muestra como un tipo obsesionado con las erratas. Está convencido de que estas degeneran en ratas y encarga a un miniaturista japonés la elaboración de una ratera para erradicarlas. «Las erratas se sigilosan», sostiene Cortázar, «viven una vida propia y es precisamente esa idiosincrasia la que lleva a estudiarlas con lupa en mano y a preguntarse una noche de iluminación si el misterio de su sigilosancia no está en eso, en que no son palabras como las otras, sino algo que invade ciertas palabras, un virus de la lengua, la cia del idioma, la transnacional de la semántica…».
La literatura está plagada de millones de erratas, algunas célebres. Si tiene curiosidad, búsquelas por su cuenta. Confieso que si me he puesto a escribir es porque un amigo me ha prometido un gin-tonic. Personalmente, tengo devoción por Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, que en su primera edición decía: «Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño fruncido». Feliz error. No quiero imaginar Arroz y tartana, o cualquier otro texto de Ibáñez, y tener que leer una sosería como «ceño fruncido». En la misma onda dichosa se halla este verso de Garcilaso: «Y Mariuca se duerme y yo me voy de putillas [por puntillas]».
El aborrecimiento de Cortázar hacia la errata se transforma en pasión con Borges. Enrique Krauze cuenta que en una ocasión, estando Borges en México, acudió con Isabel Turrent a entrevistarlo. De paso, le llevaron el último número de Vuelta, revista a la que el argentino contribuía con un poema. «Dígame, ¿salió con alguna errata?». Todo indicaba que no. «Lástima, ya mi única esperanza son las erratas. Cuando Alfonso Reyes publicó un libro de poemas en el que abundaban, Enrique Díaz comentó que Reyes había publicado un libro de erratas con algunos versos. Las erratas, cuando se las descubre, son como picaduras de mosquito, pero le importan solo al autor. El lector sabe con resignación que de todos modos leerá una insensatez», les manifestó Borges.
Nunca conseguiré escribir la novela que tengo en la cabeza, porque esa novela debería arrancar con la siguiente frase: «Aquí me tienen, cascándomela en la ducha. Para mí, el mejor momento del día. A partir de aquí, todo va a peor». Pero esta frase, lamentablemente, ya la pronuncia Lester Burnham (Kevin Spacey) en American Beauty, lo que me obligaría a buscar un comienzo de consolación. Tal vez un comienzo distinto me conduzca a un desarrollo diferente, y este a un final indeseado, y después de todo, escribiré seguramente el tipo de novela que repudio. En última instancia, casi siempre acabas lejos del lugar al que pretendías llegar. Todos estamos sometidos a frustraciones así. A diario. O los fines de semana. O una vez al mes. Lo que no significa que al final no sea lo mejor que nos pueda suceder. El lugar equivocado representa a veces el lugar más favorable. Deseamos algo, no podemos alcanzarlo, y eso nos empuja a una búsqueda que nos conforta de la desolación.
Woody Allen, en Días de radio, lo contaba a su manera, cuando aseguraba que «de pequeño quise tener un perro, pero mis padres eran pobres y solo pudieron comprarme una hormiga». Es una variante americana del «canto en los dientes». Raramente las cosas suceden como nos gustaría, pero pese a todo conviene dar gracias. No suele haber excepciones. Recuerdo cuando hasta Nabokov —¡Nabokov, el puto Nabokov, señores y señoras!— en sus primeros días en Berlín, tan lleno de sueños, se vio obligado a mantenerse a base de dar lecciones de un inverosímil quinteto de materias, que incluía francés, inglés, tenis, prosodia y boxeo. Quizás por eso, cuando más tarde al fin estuvo en disposición de hacerlo, se pasó la vida acariciando los detalles. La felicidad, que nadie sabe a ciencia cierta qué es —más allá de ir golpeándose con ella a oscuras, como si fuese la arista de un mueble en una habitación sin luz— probablemente sea eso: el detalle acariciado.
La realidad es lo que hay después de descartar la mejor parte. No recuerdo quién decía que lo más importante en la vida es espantar las cucarachas. Esas tenemos. Después de todas las penalidades que saldrán a tu paso, después de toda la mierda que te harán comer, siempre tendrás que escribir un libro completamente distinto al que habías soñado cuando aún no sabías que en la vida hay que apartar —cuando no comer— cucarachas. Afortunadamente, aprendes a renunciar a tus mejores sueños por tu bien, y a disfrutar de las cosas sobre las que un día ni siquiera habrías escupido de lado, porque no merecían ni un espumarajo. Como cuando Oscar Levant, para evitar la felicidad, dio la espalda a la bebida: «Yo no bebo. No me gusta. Me hace sentir bien».
No me gusta tomarme en serio. Es una manía. No sé por qué sospecho que su utilidad es relativa. La última vez que me exigieron ser serio, para ejercer de padrino en un bautizo, me obligaron a renunciar a Satanás, y todo fue peor desde entonces. Todos conocemos ejemplos de gente que se da cierta importancia, y el resultado es esta mierda en la que estamos acomodados. Nada me hastía más que mi identidad. Uno no necesita tanto ser algo concreto, como tener un buen abrigo. Todo lo demás, sobra, incluyendo la partida de nacimiento. Godard sostenía que para hacer cine solo necesitas una pistola y una chica. En la vida, uno puede ser feliz incluso sin armas.
Cada día entiendo menos esa obsesión por decir «yo soy así y yo soy de aquí». ¿Por qué hay que ser algo en concreto, y toda la vida, y vivir con gloria esa manifestación abstracta? Personalmente considero que el verbo ser constituye una maldición. La vida, decía Benjamin Constant, consiste en salir de las cosas. En la medida en que quedamos ensimismados dentro de ellas comienza la obsesión. Luego, solo es cosa de tiempo ponerse serios, pensar en lo que representamos, en lo que somos, en la patria... Salir de las cosas, cuando comenzamos a adoptar su forma, evita dolores de cabeza. En esencia, se trata de huir de la identidad para buscar acomodo en lo extraño, hasta que ese asiento se vuelve común, y hay que huir de nuevo a lo desconocido. Uno debería poder ser hoy un artista abstracto, opinaba Andy Warhol, y la semana siguiente figurativo, o pop. Incluso, en determinados momentos, no deberíamos ser nada. Ni tener una familia. Ni pertenecer a un país. Estar solo con tu abrigo y tu chica. O tu chico. O tu perro Tobby. El Portnoy de Philip Roth lo exponía a su estilo cuando decía que «la minga era lo único que podía considerar mío en este mundo». Todo lo demás era un hostil desierto.
Un día le oí contar a Rodrigo Fresán que Chris Shaw, ingeniero de sonido de Bob Dylan, se acercó a este después de un concierto, y refiriéndose a la interpretación que acababa de hacer de It's Alright, Ma (I'm Only Bleeding), quiso saber si alguna vez la había vuelto a tocar como en la versión original. Dylan respondió: «Bueno, ya sabes, un disco no es más que un registro de lo que estabas haciendo ese día en particular. Y a nadie le gustaría vivir el mismo día una vez y otra, ¿no?». Esta es la idea. ¿Por qué hay que ser algo concreto todo el tiempo? La identidad, que consiste en ser algo eternamente, aburre.
Matar es una cosa muy personal
Todas las generaciones tenemos una «losa» encima de la que debemos deshacernos mediante un asesinato. Matar es algo muy personal, de modo que cada uno elige su víctima y su arma, pero no por ello menos necesario. William Faulkner lo expresaba en su estilo cortante con un consejo que, después de seguir, legó a sus discípulos: «Kill all your darlings». Algo así como «Mata a tus ídolos». Antes o después tus ídolos se vuelven tus enemigos. Si no te deshaces de ellos, pongamos que empujándolos al precipicio, corres el riesgo de perseguirlos eternamente. Antes o después, conviene que camines solo, siguiendo tu propia vía. Las revoluciones ajenas no sirven para que tú hagas tu revolución. A menos que tu ideal se compendie en aquello que el profesor José Luis López Aranguren atribuía al refranero navarro: «Por la mañana mi misica; por la tarde mi copica; por la noche mi putica».
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