Juan Tallón - Mientras haya bares

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Mientras haya bares es la lógica transgresora alimentada por todos los libros que 
Juan Tallón ha subrayado a lo largo de su vida. Ningún estilo, autor o época le son ajenos y las huellas que han dejado sus lecturas se confunden con su propia existencia, con ese gusto de cultiva la frase lapidaria y la comparación desconcertante. Por las páginas de 
Mientras haya bares discurren la literatura, el cine o las anécdotas de personajes insólitos contadas con el sarcarmo y la lucidez de una mirada acostumbrada a ver más allá de lo evidente. Un recorrido literario en el que 
Tallón muestra el oficio de uno de los mejores escritores de su generación.

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En este contexto, tu pie se bate contra la pata de la cama. Naturalmente, como en el caso del Everton, sale derrotado y doliente. En este tipo de trompadas emerge siempre el individuo oscuro e irreconocible que todos somos. En el dolor se advierte que cada uno de nosotros es varios. Como mínimo, dos. Nos pasamos la vida negando el lado de cada uno que, inevitablemente, emerge en las grandes hostias y en los desengaños. Cuando emerge, y hay testigos, estos quedan impresionados. No conocían esa parte de nosotros. No es tanto decepción lo que sienten, como sorpresa ante un descubrimiento mayúsculo. Recuerdo cuando en la final del Mundial de Fútbol de Alemania, Zidane se volvió hacia Materazzi, le dio un cabezazo descomunal en el pecho y lo derribó como si fuese un bolo. La humanidad quedó asombrada ante aquel gesto. Todos conocíamos a un Zidane e, inesperadamente, conocimos al otro. Estos hallazgos siempre tienen algo de iluminador. Producen confort porque evidencian la imperfección personal. Todos somos así en el momento en el que nos enfrentamos a un abismo íntimo.

Cuando, acostumbrado a la perfección de los textos de Borges o a su corrección personal, casi británica, descubro de pronto una impostura en el escritor argentino, experimento gran alivio. Hace poco, leyendo en el váter los diarios de Bioy Casares, encontré la entrada correspondiente al 23 de noviembre de 1951. Ese día, Borges abrió The Perfumed Garden y leyó en una de sus páginas: «Women (...) would succeed in making an elephant mount on the back of an ant, and would even succeed in making them copulate [Las mujeres (...) conseguirían que un elefante trepase sobre el lomo de una hormiga, y aun serían capaces de lograr que copulasen entre sí]». El jardín perfumado, escrito por el Jeque Nefzawi en el siglo xvi, es un manual árabe sobre erotismo, donde se trata el sexo con un elegante estilo poético. Cuando Borges acabó de leer aquel párrafo, miró a Bioy Casares y dijo: «Aquí está la versión oriental, y desprovista de gracia, de “con paciencia y con saliva el elefante se la metió a la hormiga”».

En el tratamiento del sexo Borges se mostraba especialmente desinhibido. Era otro Borges. Como el día que le propuso a Bioy, para una antología pornográfica, los versos de Alejandro Sirio: «La señora de Pérez y sus hijas/ comunican al público y al clero/ que han abierto un taller de chupar pijas/ en la calle Santiago del Estero».

Mándame verbos, Ernest

«Mándame verbos», le pedía el redactor jefe a Ernest Hemingway cuando el novelista redactaba crónicas desde Europa. Aquel periodista —como los escritores y los poetas— creía posible dar información sobre la realidad que hiciese entendible qué ocurría en la misma. De puta madre. Pero la realidad, incluso en aquellos años, ya nos había desbordado. El mundo venció al hombre. Lo aplastó. Aunque parece que no tengamos noticia de esa derrota. ¿Importa lo que recojan los periódicos? ¿Cambia algo el canto de los poetas? ¿Podemos detallar la realidad? Thomas Bernhard estaba convencido de que nunca consigues trasladar al folio lo que piensas o imaginas. «La mayoría —decía— siempre se pierde en el traslado. En el fondo no puedes comunicarte. Aún no lo ha conseguido nadie». La realidad posee un mecanismo superior que, cuanto más realista pretenda ser su descripción, menos posibilidades hay de alcanzar su entendimiento. Llenamos millones de páginas a diario, pero nos quedamos lejos de la comunicación. «Tantos versos y tan poca poesía», lamentaba Jules Renard.

No hay nada que contar que dé la medida verdadera de lo que pasa en el exterior. Recuerdo al novelista estadounidense E. L. Doctorow relatar que un día se vio en la necesidad de escribir una nota para justificar la ausencia de su hijo pequeño en la escuela, y no fue capaz. La escribió veinte veces porque, quien es verdaderamente escritor, hasta cuando escribe algo banal se enfrenta al problema irresoluble del lenguaje para entrar en el núcleo del mundo. Siempre habrá un mal adjetivo, un problema sintáctico, una coma mal puesta. Wittgenstein estuvo cerca de desnudar el misterio cuando se preguntó: «¿Cómo puedo saber sobre qué estoy hablando, cómo puedo saber qué quiero decir?».

En septiembre de 1985, Susan Sontag entrevistó a Borges, que le confesó que le asombraba que se hablara de ediciones definitivas. «¿Cómo puede ser que un autor no pueda arrepentirse de un punto incómodo o de un adjetivo? Es absurdo». Ni las cosas más simples permiten que nos acerquemos a ellas. Solo algunas personas se enteran. Tal vez una fuese D. H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley, novela donde los personajes de Constance y Mellors, para acercarse mejor a la verdad de su relación, bautizaron a sus genitales como John Thomas y Lady Jane.

El escritor debe seguir caminos de perdición

La idea que estoy teniendo últimamente es que la ignorancia produce grandes obras. Tal vez parezca una idea ridícula, equivocada, pero en el fondo es irreprochable y redonda. En una entrevista de hace dos años, Fabio Morábito sostenía que un escritor es, en rigor, alguien que no sabe escribir. Al principio no entendía qué quería decir, pero me pareció evidente que alguien que se pronunciaba en esos términos misteriosos estaba accionando una bomba invisible. La verdad, en ocasiones, es verdad porque no se entiende. Hice lo que conviene hacer en casos así: huir, pensar en otras cosas. No pensar. Como era previsible, el enunciado acabó regresando por su propio pie, pero esta vez claramente descrito. Morábito hablaba de la necesidad de trabajar con las herramientas que otorga la ignorancia. Un novelista tiene que desconocer dónde pone los pies. Una idea clara nunca puede ser superior a una duda, incluso a un error. Cesar Aira sostiene a menudo que cuando se comete un error, cuando algo sale mal, no hay que cambiarlo, no hay que corregir, sino seguir hacia delante. A veces, siguiendo adelante —añade— los errores se capitalizan y dejan de ser errores.

Un escritor debe acometer novelas que no sea capaz de abordar, que lo aboquen al fracaso. Hay que fracasar de nuevo cada vez. Ese es el programa del verdadero escritor. Acabar con todo aquello que lo haga sentirse seguro como novelista. Solo así, tal vez, no fracase. Trato de explicarlo en mi próxima novela, que deambula a la busca de editor. Probablemente estas condiciones sean las únicas en las que lo imposible puede hacerse realidad. En algunos oficios hay que encontrar la determinación y la fuerza necesarias para tomar siempre caminos de perdición. La dirección correcta es siempre la dirección equivocada. Entre dos caminos, elegir el que no es. Los aciertos que se siguen del conocimiento no deparan a menudo más que aburridas emociones.

Es imprescindible que un autor, en cada momento, sienta que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo. La filosofía sería que, en ese instante milagroso previo a redactar las primeras palabras, el novelista declare la intención de escribir la novela que no tiene ni puta idea de escribir. En literatura, como en otras facetas de la vida, no conviene disponer de plan. Y si existe un plan, es imprescindible salirse de él. Juan José Becerra mantiene que escribir «es una secuencia donde uno escribe con la mano y borra con el codo». El hecho de borrar, en el sentido de escribir contra lo que uno sabe, le parece una operación obligada para cualquier escritor. Es en el naufragio, en la ignorancia frente a las decisiones que se deben tomar, donde el hombre está más seguro y próximo a acertar.

Las erratas se sigilosan

No tengo ningún problema con las erratas. En el fondo, creo que conspiran a favor del libro. Acabo de leer una crónica boxística de Normal Mailer, en una viejísima edición cubana, que no es tanto un homenaje a Mohamed Ali y Joe Frazier como a las cagadas del tipógrafo. Me creería si me dijesen que Mailer encargó el asesinato de ese individuo, incluso que se ocupó él personalmente, aunque eso no evita que aquel disparatado trabajo editorial me resulte simpático. Esto no es ningún sentir general. Hay quienes sienten mareos si descubren una errata en un texto. No digamos si ese texto es suyo. A Cortázar le molestaban por encima de su salud. Eso lo convirtió en un insigne teórico de la errata.

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