Juan Tallón - Mientras haya bares

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Mientras haya bares es la lógica transgresora alimentada por todos los libros que 
Juan Tallón ha subrayado a lo largo de su vida. Ningún estilo, autor o época le son ajenos y las huellas que han dejado sus lecturas se confunden con su propia existencia, con ese gusto de cultiva la frase lapidaria y la comparación desconcertante. Por las páginas de 
Mientras haya bares discurren la literatura, el cine o las anécdotas de personajes insólitos contadas con el sarcarmo y la lucidez de una mirada acostumbrada a ver más allá de lo evidente. Un recorrido literario en el que 
Tallón muestra el oficio de uno de los mejores escritores de su generación.

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Prohibido tirar libros al retrete

El lunes por la noche dejó de funcionar la cisterna. Naturalmente, se originó cierta psicosis en casa. Nunca es buen momento para una eventualidad así. Figúrese. Justo es el tipo de avería a la que más se teme en un hogar. Cualquiera preferiría quedarse sin agua caliente antes que descubrir, cuando ya es tarde, que tirar de la cadena no surte efecto. No sé por qué, pensé que podría repararla. En una maniobra elemental, retiré la tapadera. Si había sido capaz de escribir un libro, que posteriormente leyó medio centenar de personas, tal vez podía arreglar la cisterna, que en alguna medida también tenía que ver con la lectura.

Hubo un caso célebre, que Ilyá Ehrenburg narra en sus memorias Gente, años, vida. El periodista soviético cuenta que llegó a Moscú desde la Guerra Civil española, donde estaba como corresponsal, y se asombró al encontrar en el ascensor de su casa un cartel que decía: «Prohibido tirar libros al retrete». Al parecer, la posesión de ciertos libros era peligrosa y, en ocasiones, había que deshacerse de ellos aunque fuese a costa de atascar las cañerías.

Miré hacia aquel abismo desde arriba, y me pareció contemplar un complejo universo de tubos y palancas que solo Dios podía explicar. Me dio la impresión de que estaban rotos los topes de la válvula de descarga. No ocultaré que me puse algo nervioso, incluso me emocioné, como cuando adviertes que si mueves el alfil a f6, haces jaque mate. Me pareció demasiado fácil como para no sospechar que la facilidad debía ser una trampa de la cisterna para que me animase a sustituir la pieza personalmente, y luego provocar una avería mayor, irreversible. Tenía recientes algunas experiencias, como cuando intenté montar un mueble de Ikea con un martillo, pensando que avanzaría más y mejor que con la llave Allen. También recordaba cuando quise agujerear la pared para fijar un perchero, y empleé la broca equivocada. No necesitaba hurgar más en el pasado. La facilidad siempre es un señuelo, como ciertas luces de neón, o la música deliciosa de las tragaperras. Había aprendido la lección. Busqué en Google un fontanero, y llamé. Le expliqué que la cisterna bla bla y que, según una observación primaria del escenario, etcétera etcétera. «Mañana a primera hora estamos ahí», dijo rápidamente, como si tuviese prisa por llegar. «Sin falta», añadió. Apareció a la una de la tarde, el muy hijoputa. Entretanto, tuve que bajar dos veces al váter del bar Mundial 82.

Cuando llamó a la puerta le abrí entusiasmado, ansioso, como si yo fuese Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, y el fontanero un miembro destacado de la comitiva americana que llega a Villar del Río. Lo estudié de arriba abajo. Medía un metro noventa. En una mano llevaba una llave inglesa y dos destornilladores. La otra la tenía metida en el bolsillo. «¿Dónde has dejado a tu socio?», pregunté, dando por sentado que alguien tendría que portar la caja de herramientas y las piezas de relevo. «¿Qué socio? Yo trabajo solo. Se discute menos». Me pareció un razonamiento demoledor, y me callé.

Como sospechaba que esta gente factura seguramente por minuto, y por eso camina siempre con tanta lentitud y habla tan despacio, yo me había tomado la molestia de sacar la pieza rota. De hecho, el fontanero solo tuvo que llegar al baño y decir: «La válvula de descarga está rota». «Tendrás que poner una nueva, entonces», arriesgué. «No he traído», alegó. «Tendrás que ir a buscar una, ¿no?», deduje. «Sí, pero no me va a dar tiempo», pretextó, para a continuación añadir: «Vamos a tener que dejarlo para la tarde». No era con lo que yo soñaba, así que puse ciertas condiciones: tendría que ser a primera hora. «A las cuatro sin falta», afirmó. Apareció a las siete. Llevaba de nuevo una mano en el bolsillo y la pieza nueva encajada en la axila. A partir de ahí, todo ocurrió a velocidades vertiginosas. En dos minutos colocó la válvula, cerró la tapadera, accionó el tirador para probar y todo volvió a la normalidad. Perfecto. «¿Cuánto es?», pregunté feliz, creyendo que el precio guardaría proporción con la dificultad. «Setenta euritos, por favor», dijo con la voz muy dulce. Tenía educación. Me quedé blanco, sin habla, como Pepe Isbert cuando los americanos pasan de largo. Máxime teniendo en cuenta que la pieza costaba doce euros y podía instalarla un repetidor de segundo de la eso. Cualquiera. Yo inclusive. Antes de pagar, pregunté con ingenuidad si no me daba una factura. «Es que no he traído», se disculpó. «Pues yo tampoco he traído dinero», estuve a punto de decir. Pero no quise montar un espectáculo en mi propia casa.

Yo siempre llevo la droga encima

Esto es lo que ha pasado: acabo de recordar que hace seis meses, cuando me mudé de ciudad, me marché sin pasar por la tintorería a recoger una chaqueta azul marino que había dejado para limpiar. Era mi chaqueta favorita, pero no la he echado de menos hasta esta mañana. En ocasiones, las cosas importantes pasan completamente desapercibidas. No es una tragedia. Ni siquiera una cuestión de vida o muerte. Tal vez, como dijo a propósito del fútbol Bill Shankly, entrenador del Liverpool entre 1959 y 1974, es algo mucho, mucho más importante que eso. Cuando vestía aquella chaqueta cambiaba mi perspectiva de la realidad. Nada me parecía demasiado grave, ni solemne, ni relevante. Era como leer If, de Kipling, donde se te revelaban, de pronto, verdades en las que no habías creído. Es difícil de explicar. En realidad, es difícil de entender. Aquella chaqueta actuaba como escudo, pero también como un cristal deformante que me ofrecía la mejor panorámica posible de lo que tenía alrededor.

Imagino que desde que la llevé a la tintorería, la chaqueta no ha dejado de dar vueltas en ese circuito cerrado que hay en estos negocios, en el que presionando un botón, el mecanismo va moviendo las prendas en círculo hasta que llega a la chaqueta o el pantalón o lo que sea, que el cliente haya venido a recoger. En parte, la vida va de eso, de dar vueltas sin parar, como un idiota, sin ningún sentido especial. No creo que nunca, cuando regrese a Madrid, sea capaz de pasar por la tintorería. ¿Cómo me mirarían? No. Descartado. No sabría enfrentar el contacto con la chaqueta.

El escritor estadounidense Hunter S. Thompson contó una vez en una entrevista en un periódico de Boston, que cierto día recordó, un año después de abandonar un apartamento de alquiler en San Francisco, que había olvidado, escondidos en una baldosa del piso de la cocina, 250 gramos de hachís. ¡Nada más que un cuarto de kilo! ¡Hachís! Cuando echó en falta aquel botín y quiso regresar para recuperarlo, descubrió que en el apartamento ahora vivían dos agentes de policía. Fue un error infantil ocultar la droga en un punto recóndito, y hacerlo, probablemente, cuando estaba borracho. Borracho y drogado, supongo. Yo siempre llevo la droga conmigo. Es vital tenerla cerca. Nunca sabes cuándo vas a necesitarla de urgencia. Naturalmente, Thompson tuvo que abandonar sus pretensiones. Pero aprendió una lección. En mi caso, ahora sé que nunca hay que quitarse la chaqueta favorita. Si es necesario, duermes con ella, comes con ella, follas con ella.

Hegel y los negocios decadentes

En todos los sitios, en una ciudad, en una aldea decadente, en una carretera solitaria, hay una tienda en la que nadie compra. Ni siquiera entra. Pero misteriosamente, resiste. No necesita a la sociedad. Lleva ahí toda la vida. Se acostumbró al vacío, a que la puerta no se abra, a que no haya cambio en la caja registradora, al beneficio cero. No necesita clientes. Tal vez si un día comenzase a entrar y salir gente del negocio, a hacer transacciones, a facturar, a realizar devoluciones, a anotar pedidos, en definitiva, a vivir al revés de como vivió en los últimos cuarenta, cincuenta o sesenta años, no tendría otro camino que cerrar. Algunas cosas solo funcionan siguiendo la dirección contraria, dejando de funcionar. Hace meses que observo una ferretería cerca de mi casa. Cada vez que paso por delante, espío el interior. Nunca hay nadie, excepto el propietario. En dos ocasiones entré y encontré lo que buscaba. Pero el dueño me miró como cuando pasas diez años solo en una isla deshabitada del Pacífico, y una tarde de verano aparece un tipo en chanclas y bermudas.

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