Juan Tallón - Mientras haya bares

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Mientras haya bares es la lógica transgresora alimentada por todos los libros que 
Juan Tallón ha subrayado a lo largo de su vida. Ningún estilo, autor o época le son ajenos y las huellas que han dejado sus lecturas se confunden con su propia existencia, con ese gusto de cultiva la frase lapidaria y la comparación desconcertante. Por las páginas de 
Mientras haya bares discurren la literatura, el cine o las anécdotas de personajes insólitos contadas con el sarcarmo y la lucidez de una mirada acostumbrada a ver más allá de lo evidente. Un recorrido literario en el que 
Tallón muestra el oficio de uno de los mejores escritores de su generación.

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Amago de infarto

Lorenzo había sufrido un principio de infarto la semana anterior a Nochevieja y convalecía en el hospital de Ourense. Entretanto, en casa veíamos la tele, comíamos las uvas, las escupíamos en la mano y nos marchábamos a la cama, para no ser cómplices de nuestra decadencia. Por estos días mi familia se desmoronaba a la vez que descubría que la vida es cruel, aterradora y bella. En el último momento, sin atisbo de reflexión, varié mis planes, metí una botella de whisky en la mochila y me dirigí al hospital.

Entré por Urgencias. Allí la noche hacía equilibrios sobre una calma movediza. Casi era la una de la madrugada y, cumpliendo con una tradición oscura, no tardarían en llegar las ambulancias con las primeras intoxicaciones del nuevo año. Me acerqué a la ventanilla de admisión. A la administrativa le costó apartar los ojos de su teléfono móvil. Recé para que fuese una de esas personas que se ablandan ante las historias de seres humanos solitarios y tristes. Desconozco por qué, pero esa noche pensé que obtendría más provecho de la sinceridad que de una hermosa y grotesca mentira, así que le expliqué que venía a «enjuagar en un trago la Nochevieja más triste de un enfermo del corazón». No sé de dónde saqué una frase así. Ella me miró como a un pelele y me respondió: «Esto no es un bar, sino un centro hospitalario. ¿Te das cuenta, no?». No era la reacción que esperaba, pero aun así adiviné una grieta para la esperanza en el modo en que había pronunciado «bar», sin atisbo de burla o desprecio.

Me persuadí de que casi la tenía en el bote, y le expliqué que yo era lo más parecido a un familiar que tenía mi amigo. «Solo querría desearle feliz año nuevo, y que no piense que está solo como un perro en este mundo», exageré. Me estudió fijamente durante dos segundos. «¿Cómo has dicho que se llama?». Repetí el nombre. «Pues lo siento, pero ya está acompañado por un familiar». Me quedé helado. Lorenzo no tenía padre, ni madre, ni hijos, ni hermanos, ni sobrinos. Nada. Ni siquiera una tortuga. «¿A qué pariente se refiere?», pregunté. «A su esposa», me aclaró. Sonreí sin sonreír, para no ofender. Lorenzo estaba soltero, como acostumbra a decirse, de toda la vida. Algunos días alternaba con putas, pero sin llegar a casarse con ellas.

Me aparté un instante del mostrador. Me vendría bien pensar. Era obvio que no le había caído en gracia. Pero, aunque fuese, me resistía a no celebrar con Lorenzo que no había nada que celebrar. Sospechaba que necesitaba compañía. Y a mí tampoco me vendría mal. Pero, ¿cómo conseguirlo? La buena fortuna acudió en mi rescate. En un pasillo al fondo reparé en la presencia de Sandra Salvatierra, una radióloga con la que había tenido un rollo un par de veces, sin que a los dos nos quedasen marcas. Le hice un gesto, sonrió, nos acercamos. Casi se me pasa por la cabeza intentar una tercera aventura, y olvidarme de Lorenzo. Le resumí la situación, mi cariño por mi amigo, lo solo que debía encontrarse en este momento en su habitación. En última instancia, me puse melodramático: «¿No te ha pasado alguna vez que has temido que a un amigo le quede una sola noche de vida, y que tal vez tú podrías ser la última persona querida que viese?». No sé si dio resultado, pero lo dio.

Sandra me condujo por un laberinto de pasillos y cuando estuvimos ante la habitación 215 me dijo: «Es aquí». Empujé la puerta y me dio en la cara una amplia y gruesa oscuridad. Me quedé paralizado. Unos alientos se tropezaban como si fuesen electrones, con suavidad, pero furia. La oscuridad se llenó con jadeos. Me retiré y me senté en el suelo a esperar no sabía bien el qué. Al rato, el pestillo de la puerta se movió y apareció una mujer altísima, negra, con pantalones ajustados y tacones imponentes. Creí ver cómo se guardaba unos billetes en un bolsillo. La seguí con la mirada mientras se alejaba, fascinado. Después entré en la habitación y descubrí a Lorenzo muy recuperado del amago de infarto.

La sorpresa fue mayúscula

No me gustan las sorpresas. Desconfío de la gente que disfruta con ellas. No menos que de la gente que rechaza un chupito de hierbas solo porque no le gusta. O de la que nunca saca el brazo por la ventanilla mientras conduce. Esas sorpresas que algunos tanto veneran, cuando te das la vuelta se traducen en adolescentes que abren eufóricos su regalo y encuentran —toma sorpresa— unos calzoncillos de otra talla o unos calcetines negros. O un libro. Gestionar esa decepción, de tal forma que parezcas entusiasmado, es la clase de cosas que te lleva a creer que la vida es una mierda.

Todavía lloro al recordar aquella Navidad que mi tía Elisa me regaló unas bragas rojas, con encajes y un pequeño pompón, ridículas incluso si yo hubiese sido mujer. Me había entregado, por error, el regalo de mi hermana. Cuando lo subsanó, me tocó una de esas cintas del pelo para hacer deporte. Hay días que creo que aquella confusión con las bragas me desgració la infancia.

En mi familia, cuando nos queremos hacer un regalo sorpresa, nos preguntamos qué necesitamos, para acertar. Nadie ha dicho nunca bragas rojas, ni calzoncillos, ni cintas para el pelo. Nos va bien así. Me acuerdo a menudo de la felicidad que embargaba a mi padre cuando la abuela, por el día de San Ramón, le regalaba todos los años un cartón de Ducados sin envolver. Ni siquiera dentro de una bolsa. Aquella ausencia total de sorpresa producía, sin embargo, un frenesí total en mi padre, que había nacido para fumar. Si eres fumador lo comprendes mejor. Kipling se aproximaba a esa experiencia cuando, con la mentalidad de su época, sostenía que «una mujer es solo una mujer, pero un cigarro es fumar».

En mi casa, un regalo nunca puede ser una sorpresa, solo una constatación. No nos desmayamos del asombro, pero tampoco nos alegramos por compromiso. Es cierto que en esta familia estamos muy escarmentados. Tenemos siempre presente la historia del primo Óscar, que en paz descanse. Trabajaba en la marina mercante y pasaba largas temporadas fuera de casa. En unas navidades, para dar precisamente una sorpresa a su novia, adelantó en un día su regreso. Cuando entró por la puerta, llamó tres veces a Beatriz. No contestó nadie. Supuso que su novia se habría entretenido en el hospital, o tal vez cambiado el turno con alguna compañera. Entretanto, él se acomodó. Solo tuvo sensación de estar en casa al abrir la nevera y sacar una cerveza. Los hogares se construyen en cierto sentido sobre las bebidas. En vista de que ella no daba señales de vida, se dirigió al apartamento de su vecino Abelardo. Necesitaba charlar con alguien. Encontró entornada la puerta. Le pareció raro. Nadie dejaba nada abierto, y menos la puerta de casa. Ni siquiera el paquete de tabaco. Avanzó sin llamar, con sigilo. Si alguien estaba robando, lo mejor era entrar en silencio y sorprender al ladrón. Avanzó de puntillas. No vio a nadie en la cocina. Ni en el salón. Cuando se asomó al dormitorio descubrió a Abelardo follando con una mujer de pelo largo y moreno. Estaba de espaldas. Mi pariente retrocedió muy despacio y con una gran sonrisa en la cara. Se alegraba horrores por Abelardo.

Cuando regresó a su apartamento se sentó en el sofá, puso los pies sobre la mesa y se consagró a las cervezas y la televisión. Media hora después, entró su novia en el piso. Vestía un pantalón muy corto y una camiseta de tiras, y calzaba chancletas. Se puso blanca al ver a Óscar en casa. Finalmente balbució unas palabras de desconcierto: «¿Pero tú no llegabas mañana?». No era la típica frase de alguien que se alegra de ver a su novio. «¿Y tú de dónde vienes?», preguntó a su vez Óscar, al que se le hacía un poco raro que su novia fuese a trabajar con aquella pinta al hospital. «Me quedé sin sal y le he ido a pedir una poca a Abelardo. Hemos estado un buen rato de cháchara». Mi primo se quedó de piedra. En efecto, la sorpresa fue mayúscula.

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