Juan Eduardo Vargas Cariola - Historia de la República de Chile

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El proceso de emancipación que culmina en 1826, con la incorporación de Chiloé a la República de Chile, abre paso a lo que este volumen denomina La búsqueda de un orden republicano. El título indicado encierra, en realidad, lo que constituyó el gran desafío que se enfrentó entonces: reemplazar el orden monárquico por el republicano, esto es, por la libertad moderna, en una sociedad que desconocía cómo llevar a cabo esa verdadera revolución, en la que todavía muchos se desenvolvían de acuerdo con el imaginario del Antiguo Régimen y en la que no se podía hablar todavía de la existencia de una nación. Los caminos que se propusieron para vencer ese reto fueron variados y pusieron de relieve que las diferencias entre los grupos que se disputaban el poder nacían de la mayor o menor libertad que pretendían establecer. Como bien se sabe, se impusieron _nalmente quienes dieron vida a un autoritarismo presidencial que importó, en lo fundamental, instaurar un orden que dejó el control del parlamento y del poder judicial en manos del ejecutivo, quien fue dotado además de las armas necesarias para suspender las garantías individuales en caso de amenaza externa o interna. Sobre esa base, el país, antes que otros de América Latina, alcanzó una sorprendente estabilidad, si bien ese logro fue objetado y rechazado por quienes estimaron que se vivía bajo una dictadura, y propugnaron que el camino por seguir no era otro que reponer la libertad ganada en los campos de batalla y perdida debido al régimen despótico que, según sostenían, se implantó a partir de 1830. El desarrollo de esa lucha política, marcada por la intolerancia y la violencia, forma parte de la trama principal de un relato que convierte en una suerte de actores colectivos al espacio geográ_co, a las ciudades, al campo, al ejército, a la marina y a la Iglesia; y en los protagonistas individuales a las mujeres y a los hombres, al tiempo que sugiere que el destino de unos y otros dependió de ellos mismos, pero también de fuerzas que les resultaron desconocidas e inmanejables.

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Coincidió con ese proceso de reducción de la flora nativa la introducción de especies vegetales nuevas, como el álamo, que por su adaptación a los suelos y al clima del país y por el fácil trabajo de su madera se difundió desde la emancipación con extraordinaria rapidez. Fue, según se ha afirmado, el provincial de los franciscanos, fray José Javier Guzmán, quien incorporó dicha especie a Chile en 1805 al recibir 20 ejemplares que había encargado a Mendoza, que plantó en su convento y repartió entre algunos vecinos 21 . Se utilizó para el diseño de alamedas en las ciudades, con Santiago como ejemplo, pero fue su empleo en el deslinde de propiedades rurales y de potreros y en dar sombra a los caminos lo que lo convirtió en uno de los elementos más característicos del paisaje, en especial en la zona central.

A fines del decenio de 1830 llegaron a Chile semillas de diversas especies arbóreas, y en 1841 se realizaron ensayos para introducir el pino marítimo de Francia en Copiapó 22 . El sauce llorón (Salix babylonica) , bastante diferente del sauce chileno (Salix chilensis) , se propagó con gran rapidez en el campo por su notable capacidad para controlar los cursos de agua, con la sombra para el ganado como beneficio adicional.

A lo anterior se debe agregar, según se examina en otro capítulo, la sostenida política llevada oficialmente desde el gobierno de Manuel Bulnes por la Quinta Normal de Agricultura para introducir nuevas especies vegetales desde Europa y los Estados Unidos. Así, palmeras de innumerables variedades, robles, castaños, pinos, arces, encinas, olmos, fresnos, acebos, hayas, alisos, tuliperos y muchos más se hicieron comunes en los parques de los fundos, en las plazas y en los caminos. En 1857 Matías Cousiño plantó eucaliptus (Eucaliptus globulus) con el propósito de enmaderar los piques mineros 23 , si bien según Abdón Cifuentes fue Manuel José Irarrázaval quien lo introdujo en el decenio de 1860.

Antes de la generalización de los alambrados para cercar los potreros se utilizaron algunas especies vegetales foráneas con tal objeto, como la zarzamora o murra (Rubus ulmifolius Schott.) y el espinillo (Ulex europaeus) , ambas llegadas a mediados del siglo XIX y que se convirtieron en agresivas invasoras. Se afirma que la primera fue traída por los colonos alemanes 24 , en tanto que la segunda lo fue probablemente por la Quinta Normal, en cuyo conservatorio había en 1853 varias macetas con ese arbusto 25 .

RECONOCIMIENTO DEL TERRITORIO

Una vez afianzada la Independencia, las nuevas autoridades republicanas comenzaron a hacer efectivo su dominio en los espacios territoriales que no habían sido ocupados materialmente durante el periodo monárquico, para lo cual se optó por incorporarlos mediante un proceso de colonización. Para lograr ese propósito se crearon centros poblados y se construyeron vías de comunicación con las áreas ya consolidadas 26 .

La ocupación del territorio chileno fue un proceso paulatino que se estructuró desde el centro del país hacia los extremos norte y sur. En algunos casos este fenómeno obedeció a la iniciativa privada, en otros fue el Estado el que impulsó su realización, y en no pocos casos correspondió a una complementación de ambos. Hubo en el siglo XIX un evidente cambio de ritmo en ese proceso, al incorporarse por el norte Tarapacá y Antofagasta —lo que, por ocurrir después de 1881, no es tratado aquí— y por el sur, la Frontera, la zona austral y Magallanes. En las áreas marítimas y patagónicas el Estado dirigió el proceso, de manera que al finalizar el siglo XIX la mayor parte del territorio nacional había recibido la estructura jurídico-administrativa propia de la república. Sin embargo, había un espacio que permanecía despoblado debido a que sus condiciones geográficas hacían difícil su ocupación: la Patagonia occidental 27 .

Las autoridades debieron hacer frente a la organización y administración de la nación, y uno de los problemas con que se encontraron fue la carencia de un conocimiento sistemático del territorio. Si bien existían descripciones geográficas y cartografía de la gobernación de Chile, realizadas tanto por funcionarios de la corona como por naturales del territorio, y también por cartógrafos y viajeros de otras nacionalidades, estas eran bastante generales y las representaciones cartográficas, salvo contadas excepciones, no pasaban de ser simples esquicios. Entre las hispanas podemos mencionar el mapa de Chile publicado por Antonio de Herrera el año 1601, que forma parte de la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano 28 ; el mapa de Chile elaborado por el gobernador Ambrosio Higgins, de 1768, que presentó en Madrid al ministro de Indias Julián de Arriaga, en el que se indicaba con especial detalle la localización de las misiones de los jesuitas; el notable Mapa de América Meridional del cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, de 1775 y con tres ediciones más hasta 1785, y el Plano General del Reyno de Chile , elaborado en 1793 por el cosmógrafo Andrés Baleato por encargo del virrey del Perú Francisco Gil de Taboada. Entre la cartografía elaborada por criollos se debe mencionar el mapa de Chile que acompaña la obra de 1646 de Alonso Ovalle, Histórica relación del Reino de Chile , así como el mapa Il Chile regno del L’America Meridionale , que forma parte de la obra de Juan Ignacio Molina de 1776, Compendio de la geografía natural y civil del Reino de Chile. Entre los mapas confeccionados por cartógrafos extranjeros está el titulado Chile, Provincia Amplissima , de 1597, que integra el atlas del holandés Cornelius Wytfliet; el mapa del holandés Johannes Laet, de 1625, titulado Chili , que sirvió de modelo a otros cartógrafos europeos para representar a Chile; el mapa del cartógrafo francés Nicolás Sanson d’Abbeville, de 1656, titulado Le Chili. Por su parte, entre los viajeros, cabe mencionar el mapa levantado por la expedición de Alejandro Malaspina del año 1790, que se diferencia de los otros por la base científica con la cual fue elaborado, pero limitado esencialmente a la costa de Chile.

Dada las imprecisiones de los mapas existentes, las autoridades republicanas se abocaron a la tarea de disponer de cartografía confiable tanto del territorio marítimo como del continental. Para satisfacer lo anterior se realizaron diversos intentos. En el plano marítimo, el piloto Claudio Vila, radicado en Valparaíso, interesó en 1823 al ministro del Interior Mariano Egaña para crear allí una academia náutica, la que, además de formar a los pilotos para la navegación, debería levantar cartografía hidrográfica tanto del litoral como de los puertos, teniendo en consideración la extensa costa del país. Sin embargo, la muerte sorprendió al piloto Vila antes de ver hecho realidad su proyecto. Un propósito similar persiguió en 1837 José de Villegas, director de la Escuela Náutica de Valparaíso, junto a Manuel García y Castilla, que tampoco tuvo éxito. Sin embargo, los levantamientos hidrográficos hechos por algunas potencias europeas, en especial Inglaterra y España, comenzaron a ser muy frecuentes en esta parte de América. En ella se inscribió la cartografía del territorio chileno austral y central levantada por el hidrógrafo inglés John William Norie y publicada en 1822 y 1824, labor a la que colaboró posteriormente el Almirantazgo británico. Los marinos españoles, continuadores de la escuela de Vicente Tofiño de San Miguel, hicieron importantes contribuciones a la cartografía náutica de las costas chilenas, como la realizada por la ya mencionada expedición de Alejandro Malaspina de finales del siglo XVIII.

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