Juan Eduardo Vargas Cariola - Historia de la República de Chile

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El proceso de emancipación que culmina en 1826, con la incorporación de Chiloé a la República de Chile, abre paso a lo que este volumen denomina La búsqueda de un orden republicano. El título indicado encierra, en realidad, lo que constituyó el gran desafío que se enfrentó entonces: reemplazar el orden monárquico por el republicano, esto es, por la libertad moderna, en una sociedad que desconocía cómo llevar a cabo esa verdadera revolución, en la que todavía muchos se desenvolvían de acuerdo con el imaginario del Antiguo Régimen y en la que no se podía hablar todavía de la existencia de una nación. Los caminos que se propusieron para vencer ese reto fueron variados y pusieron de relieve que las diferencias entre los grupos que se disputaban el poder nacían de la mayor o menor libertad que pretendían establecer. Como bien se sabe, se impusieron _nalmente quienes dieron vida a un autoritarismo presidencial que importó, en lo fundamental, instaurar un orden que dejó el control del parlamento y del poder judicial en manos del ejecutivo, quien fue dotado además de las armas necesarias para suspender las garantías individuales en caso de amenaza externa o interna. Sobre esa base, el país, antes que otros de América Latina, alcanzó una sorprendente estabilidad, si bien ese logro fue objetado y rechazado por quienes estimaron que se vivía bajo una dictadura, y propugnaron que el camino por seguir no era otro que reponer la libertad ganada en los campos de batalla y perdida debido al régimen despótico que, según sostenían, se implantó a partir de 1830. El desarrollo de esa lucha política, marcada por la intolerancia y la violencia, forma parte de la trama principal de un relato que convierte en una suerte de actores colectivos al espacio geográ_co, a las ciudades, al campo, al ejército, a la marina y a la Iglesia; y en los protagonistas individuales a las mujeres y a los hombres, al tiempo que sugiere que el destino de unos y otros dependió de ellos mismos, pero también de fuerzas que les resultaron desconocidas e inmanejables.

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Aunque no se perciben cortes en las estructuras sociales como consecuencia de la emancipación, no faltaron quienes, por su condición de realistas —chilenos y españoles— y por las malas experiencias vividas durante la confrontación bélica, abandonaron Chile y se negaron a retornar. Fueron, entre otros, los casos de Ignacia Villota y Pérez Cotapos, cónyuge del peninsular Santiago de Ascasíbar y Murube; de su hermana Isabel Villota y de su marido el rico comerciante Pedro Nolasco de Chopitea —quien en forma novelesca salvó su vida de la pena de muerte dictada por los patriotas—, radicados con sus hijos en Barcelona 215 , y de Luis de Urrejola y Leclerc de Bicourt, quien, enviado en 1815 a una comisión a España, jamás volvió y formó allí su familia 216 .

Tampoco faltaron los peninsulares realistas que, tras abandonaron Chile debido al triunfo patriota, optaron por regresar una vez consolidado el nuevo régimen, como lo hicieron en 1826 el vasco Domingo de Amunátegui y Aldecoa, comerciante de Chillán; el también vasco Francisco de Echazarreta y Osinalde, regidor de Santiago en 1815 y huido a Lima después de la batalla de Chacabuco 217 , o el doctor Félix Francisco Bazo y Berry, oidor de la Real Audiencia, cónyuge de María del Tránsito Riesco, pasado a Lima en 1811, reincorporado a su plaza en 1815 hasta la extinción del tribunal en 1817, retornado a España en 1822 y en Chile dos años más tarde 218 . Pero el contingente mayor estuvo representado por inmigrantes espontáneos que probablemente buscaban un mejor destino en América ante las turbulencias políticas —como ocurrió con Juan Francisco de Zegers y con José Joaquín de Mora— y la mala situación económica en la península. Los matrimonios de muchos de ellos con mujeres de la elite les permitieron su rápida incorporación a esta. Cabe indicar entre otros al gaditano José Montes Orihuela, casado con María Loreto Rosales y Mercado y con una abundante descendencia marcada por la endogamia; al vasco Francisco de Bernales y Trucíos, casado con Dolores Urmeneta Astaburuaga; al también vasco Agustín Llona Beláustegui, casado en 1835 con la limeña Josefina Alvizu Reynals; a los hermanos Joaquín y Ramón Noguera, oriundos de Cataluña, casados en el decenio de 1840 con dos hermanas Opazo Silva; a Antonio Besa y Barba, casado en la primera mitad del siglo con Antonia de las Infantas; al navarro Vicente de Cruchaga y Amigot, casado en 1820 con Josefa Montt Armaza; a los riojanos Braulio Fernández y Fernández, en Chile en 1849 por su pretensión al vínculo de Bucalemu, casado en 1855 con Amalia Vicuña Guerrero y retornado a su país en 1861 219 ; Valentín Fernández Beltrán, agricultor y fundador en 1854 de la Sociedad de Beneficencia Española, llamado por su tío el comerciante riojano Rafael Beltrán Íñiguez 220 ; Manuel Fernández Cereceda, casado en 1849 con Ana María Íñiguez Ovalle, con larga sucesión 221 ; Domingo Fernández de la Mata, en Chile en 1850, casado con Enriqueta Jaraquemada Vargas, también con numerosa descendencia 222 , y el catalán José Cerveró y Moxó, casado con su parienta chilena Mercedes Larraín Moxó. Es necesario tener en cuenta que esta inmigración, pequeña en número, parece haber obedecido, al menos en parte, al denominado traslado por requerimiento, es decir, al llamado de parientes ya radicados en Chile. Solo a partir de 1888, y estando en funciones la Agencia General de Colonización, la emigración española adquirió un mayor volumen 223 .

Los ingleses y alemanes desempeñaron un papel destacado en el reforzamiento de la elite santiaguina, no obstante que numéricamente no tuvieron la preponderancia que exhibieron en Valparaíso. Se debe tener presente, sin embargo, que muchas de las familias fundadas por extranjeros en Valparaíso y en La Serena se establecieron finalmente en la capital. Al médico inglés Nataniel Cox (en Chile en 1814) y al médico irlandés Guillermo Blest (en Chile en 1827), se deben agregar el médico Tomás Armstrong, procedente de las Canarias, aunque de origen escocés, casado en 1839 con Micaela Gana López; Eduardo Mac Clure, comerciante en Santiago en 1830, y casado con Manuela Matte Messía; el alemán Jorge Huneeus, natural de Bremen, radicado en Inglaterra, y en Chile en 1829, en representación de la firma Huth, Grünning & Co., casado en 1835 con la española Isidora Zegers Montenegro, viuda del coronel Guillermo de Vic Tupper, con una extensísima descendencia 224 ; el hamburgués Enrique Teodoro Moller, casado en Santiago en 1847 con Carolina García de la Huerta Ramírez, y el médico austriaco Pedro Pablo Herzl, casado en 1849 con Irene Lecaros Valdés. A estos debe agregarse a inmigrantes americanos, como el boliviano Javier Gumucio Echichipea, llegado antes de 1850, y el ecuatoriano José Gregorio Benítez, casado en La Serena en 1823, como ya se indicó.

El incremento del comercio, las actividades mineras en el norte y en la zona de Concepción, el sostenido desarrollo de la agricultura, en especial del cultivo del trigo, el ejercicio profesional, los servicios financieros y las inversiones en países como Perú y Bolivia no solo incrementaron la riqueza pública y privada, sino también la importancia de Santiago como centro de decisiones políticas y económicas. El crecimiento de la capital y, sobre todo, su indiscutible preeminencia política y social sobre las demás ciudades de Chile, tuvieron expresiones visibles en la renovación urbana que se aceleró en la segunda mitad del siglo XIX. La construcción de viviendas, tanto para los miembros de la elite como para los sectores medios, que se examina en otro capítulo, fue la parte visible del desarrollo de la ciudad.

La creación de nuevos servicios, las obras públicas, la construcción, que tomó gran fuerza desde el decenio de 1860, y el desenvolvimiento de la actividad comercial representaron una sostenida demanda de trabajadores, desde el gañán, en general proveniente del campo, hasta el artesano, el cochero o el sirviente. Hasta el término de la primera mitad del siglo se conservaron las antiguas modalidades de servicio doméstico características del Chile indiano, marcadas por el paternalismo. Así, en las casas de los miembros de la elite los esclavos emancipados continuaron sirviendo a sus antiguos amos, al igual que lo hacían las “chinitas” e “indiecitos” comprados a los indígenas a través de intermediarios, o los hijos del personal dependiente entregados a sus patrones para que los “crecieran”. Sin embargo, la regulación de los contratos de trabajo con la vigencia del Código Civil fijó un nuevo marco en las relaciones laborales y, aunque intentó limitar la movilidad de los trabajadores, en la práctica no lo logró 225 . Pero no solo hubo desplazamiento de hombres hacia la capital; también las mujeres migraron desde el mundo rural, para encontrar en el servicio doméstico santiaguino una fuente de ingresos económicos periódicos que no les proporcionaba el agro. La demanda de mano de obra desde Santiago explica, pues, la sostenida recepción de personal no calificado desde ciudades menores y desde el campo, en especial del aledaño a la capital, como Colina y Lampa. Estima Luis Alberto Romero que a partir de 1875 Santiago comenzó a absorber población proveniente de lugares más distantes del valle central 226 . Domingo Faustino Sarmiento, testigo atento del fenómeno, calculaba en 1842 que en la capital había unos 10 mil desocupados, muchos de los cuales vendían en las calles mote, huesillos, frutas y zapatos 227 . Otros sectores en crecimiento, como el transporte, el abasto y el artesanal-manufacturero, también requirieron, en forma estable o temporal, a trabajadores no calificados 228 . Y fue precisamente la temporalidad de algunos trabajos, tanto agrícolas como urbanos la que empujó al gañán a retornar al campo, a otras ciudades, e, incluso, a las minas del Norte Chico, de acuerdo a las demandas estacionales.

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