Juan Eduardo Vargas Cariola - Historia de la República de Chile

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El proceso de emancipación que culmina en 1826, con la incorporación de Chiloé a la República de Chile, abre paso a lo que este volumen denomina La búsqueda de un orden republicano. El título indicado encierra, en realidad, lo que constituyó el gran desafío que se enfrentó entonces: reemplazar el orden monárquico por el republicano, esto es, por la libertad moderna, en una sociedad que desconocía cómo llevar a cabo esa verdadera revolución, en la que todavía muchos se desenvolvían de acuerdo con el imaginario del Antiguo Régimen y en la que no se podía hablar todavía de la existencia de una nación. Los caminos que se propusieron para vencer ese reto fueron variados y pusieron de relieve que las diferencias entre los grupos que se disputaban el poder nacían de la mayor o menor libertad que pretendían establecer. Como bien se sabe, se impusieron _nalmente quienes dieron vida a un autoritarismo presidencial que importó, en lo fundamental, instaurar un orden que dejó el control del parlamento y del poder judicial en manos del ejecutivo, quien fue dotado además de las armas necesarias para suspender las garantías individuales en caso de amenaza externa o interna. Sobre esa base, el país, antes que otros de América Latina, alcanzó una sorprendente estabilidad, si bien ese logro fue objetado y rechazado por quienes estimaron que se vivía bajo una dictadura, y propugnaron que el camino por seguir no era otro que reponer la libertad ganada en los campos de batalla y perdida debido al régimen despótico que, según sostenían, se implantó a partir de 1830. El desarrollo de esa lucha política, marcada por la intolerancia y la violencia, forma parte de la trama principal de un relato que convierte en una suerte de actores colectivos al espacio geográ_co, a las ciudades, al campo, al ejército, a la marina y a la Iglesia; y en los protagonistas individuales a las mujeres y a los hombres, al tiempo que sugiere que el destino de unos y otros dependió de ellos mismos, pero también de fuerzas que les resultaron desconocidas e inmanejables.

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Las modificaciones en la composición de las elites de Copiapó y La Serena fueron paralelas a otras protagonizadas por el bajo pueblo, de mucha mayor envergadura cuantitativa estas, pues significó el desplazamientos de grandes masas humanas hacia los establecimientos mineros, en torno a los cuales se improvisaron centros habitados, que desaparecían con el término de las faenas. Es lo que ocurrió con Arqueros, primero, y más adelante con Chañarcillo y Tamaya.

La imperiosa necesidad de contar con abundante mano de obra, base de una extracción minera muy primitiva y carente de elementos mecánicos que le asegurara mayor eficiencia, impulsó un vasto movimiento de trabajadores hacia los yacimientos de la provincia. Empleados como barreteros y apires, sus remuneraciones, aunque bajas, parecen haber sido superiores a las pagadas en el resto del país. Esto lo justificaba, por cierto, el durísimo trabajo físico que realizaban, en especial los apires. No está de más indicar que en 1866 se contabilizaron en Atacama 199 minas de cobre y 177 de plata en explotación 164 .

La escasez de operarios que se advertía a comienzos del decenio de 1850 obligó a la Junta de Minería de Atacama a poner en práctica una campaña para atraer a los posibles interesados, con el ofrecimiento de buenos salarios, puntualidad en el pago, alimentación y condiciones de estabilidad y seguridad. La Junta contó con agencias para enganchar a peones en Coquimbo, Valparaíso, Constitución, Talcahuano y Chiloé 165 . Pero el problema principal radicó no tanto en contratar trabajadores como en retenerlos 166 . Hay indicios de haberse practicado modalidades de retención de los trabajadores mediante las deudas en las pulperías 167 .

Sobre la forma de vida de los trabajadores los antecedentes disponibles indican, por una parte, la existencia de elevados salarios, como medio de atraer a la mano de obra, junto a deficiencias en materia de alojamiento y alimentación. Las malas condiciones sanitarias, agravadas por constantes epidemias de viruelas, que, por ejemplo, afectaron a la zona de Ovalle en 1839, 1863-1864, 1871, 1873, 1877-1878 y 1882, eran paliadas en algunos minerales con el establecimiento de lazaretos. Las enfermedades más habituales eran la difteria, la disentería y los cólicos, pero los mayores estragos obedecían a la tuberculosis 168 . Los accidentes del trabajo parecen haber sido numerosos, aunque se carece de información cuantitativa al respecto 169 . En los yacimientos coquimbanos los operarios ganaban, en promedio, 30 pesos al mes, con una ración consistente en una telera de pan, frejoles e higos secos. Cada tres o cuatro días el minero pedía un vale de dos o tres pesos para adquirir mercaderías en la pulpería del establecimiento. Cuando recibía su remuneración se dirigía a la placilla, “donde los salones llenos de vistosas damiselas, vestidas con trajes de diversos colores y con blanqueo o coloretes en la cara, esperan a los parroquianos, los que llegan pidiendo un vaso de ponche para refrescarse, y este vaso generalmente es un potrillo” 170 .

Sin embargo, el broceo de las minas o la reducción del precio de los minerales llevaba a la cesantía a los obreros, a quienes se les abrían pocas opciones: el retorno a sus lugares de origen, la emigración a los países vecinos o, simplemente, el vagabundaje. Son numerosas las denuncias de bandidaje en Atacama en el decenio de 1880, cuando ya habían concluido los ciclos de la plata y del cobre. En enero de 1886 el intendente de Atacama solicitaba al Ministerio del Interior fondos para establecer una patrulla rural en la zona de Freirina, por haber “muchos vagos en los caminos, lo que ha traído desconfianza de la gente para transitar por ellos” 171 . Y otra petición de auxilio extraordinario aludía con más detalle al problema: “La criminalidad en este Departamento [Copiapó] es extraordinaria, debido en primer término a la decadencia de la industria minera, que deja sin colocación [a] centenares de brazos que, no teniendo centros de trabajo donde ganar la vida, se dedican al pillaje y al asesinato” 172 . No puede extrañar, en consecuencia, que a los minerales que aún seguían en explotación llegaran personas “más interesadas en ejercer sus perversos instintos”. Este cuadro de la ciudad y de su región es expresivo de la situación que vivía como consecuencia de la crisis de la minería del cobre y de la plata. Una situación parecida se repetía en Coquimbo. El intendente José Velásquez informaba en noviembre de 1886 que en el mineral de Condoriaco se iba formando “no una población ordenada e industriosa, sino un agrupamiento de individuos de costumbres licenciosas, dispuestos a cometer toda clase de desmanes, especulando con el robo de minerales, denominado vulgarmente cangalleo” 173 .

VALPARAÍSO Y VIÑA DEL MAR

A la inseguridad de la bahía de Valparaíso para las embarcaciones —“tiene fama universal de ser uno de los peores que visitan las naves”, aseguró Alberto Fagalde en 1906 174 — se añadió el limitado espacio plano que podía utilizarse para la construcción de bodegas, almacenes y casas. La imagen que pudo formarse un viajero y naturalista alemán, Eduard Poeppig, al llegar al puerto a principios de 1827, no correspondió a lo que parecía “prometer su bello nombre”:

Paralelamente a la costa roqueña, y a apenas a una distancia de 200 pies de ella, se elevan por doquier cerros parados, con flancos a menudo perpendiculares como una muralla, y que dejan libre en su base, en la parte occidental de la bahía, un camino que solo está seco cuando baja la marea. En este reducido espacio se encuentra la única calle de Valparaíso, torcida y estrecha; una pequeña plaza inaparente y algunas callejuelas, que constituyen en conjunto lo que allá se llama, específicamente, el puerto o centro de todos los negocios 175 .

Y al desembarcar, Poeppig, que esperaba encontrarse con “lo curioso de las costumbres nacionales”, sufrió un nuevo desengaño:

Uno recorre la única calle que conduce al mercado, de insignificante apariencia. A ambos lados hay tiendas llenas con los productos de la industria europea, exhibidos en parte con igual buen gusto que en nuestras ciudades mayores. Alternan con las grandes bodegas de las casas comerciales británicas de primer rango y con las tabernas de los marineros, de las que salen sonidos que también se podrán escuchar en Londres o Hamburgo. Es cierto que, excepción hecha de las horas caniculares del mediodía, la gente se aglomera en esa calle de gran movimiento comercial, pero en su mayoría son extranjeros, y casi se oye hablar más la lengua de Inglaterra que los sonidos más sonoros de la península hispana. Los trajes nacionales desaparecen entre el vestuario para mí inexpresivo de la moda del norte de Europa, e incluso los puestos del mercado no ofrecen nada que recuerde las costas del Océano Pacífico 176 .

El teniente de la Real Armada británica, Hon. Frederick Walpole, se refirió a Valparaíso, hacia 1845, calificándolo como “el agujero más horrible de las costas del mundo” 177 . Sin embargo, precisaba que en los “barrios respetables” las casas eran “grandes y hermosas”, y que la ciudad había duplicado su extensión en 10 años. “Hacia el lado sur se está levantando, en forma muy rápida, una jurisdicción o arrabal hermoso y grande, llamado el Almendral” 178 .

La imagen que del puerto dejó una viajera austríaca, Ida Reyer de Pfeiffer, que estuvo en él durante algunas semanas en 1846, no difiere demasiado de las anteriores. Además del aspecto “aburrido y monótono”, le sorprendieron los “tristes cerros” a cuyos pies se hallaba la ciudad 179 .

Múltiples razones, ligadas a la falta de higiene, a la presencia de pordioseros —muchos autorizados para mendigar y llevando al cuello un rótulo con el nombre del municipio 180 —, marineros y prostitutas; a las quebradas, que con las lluvias invernales transportaban grandes caudales de lodo y piedras que se deslizaban por las laderas de los cerros; a los perros vagos, “salvajes como los que infestan las ciudades turcas” 181 , hicieron huir del reducido plano de la ciudad a sus habitantes, especialmente a los extranjeros 182 . Hacían especialmente ingrata la vida en el puerto los vientos del suroeste, que levantaban enormes polvaredas en las calles, cubiertas, según Ida Reyer de Pfeiffer, “con 30 centímetros de arena y polvo” 183 . Francisco Antonio Pinto, que decidió veranear en Valparaíso en febrero de 1857, no dejó de quejarse de “los vientos fuertes y fríos que reinan en la presente estación” y de “los malditos vientos que son intolerables” 184 . De la violencia de los fenómenos meteorológicos fue muestra la torrencial lluvia que cayó en diciembre de 1875 sobre el puerto cuando en él se encontraba el naturalista inglés Henry Nottidge Mosley. No solo se inundaron las calles, sino que las aguas llevaban tanto barro que las líneas de los tranvías quedaron sepultadas bajo dos pies de tierra 185 . Aunque la mayor amplitud del Almendral había permitido allí la existencia de casas y quintas de cierta extensión, los comerciantes ingleses y alemanes prefirieron habitar en dos colinas muy próximas a la sede de sus negocios: los cerros Alegre y Concepción. Ya desde el decenio de 1830 se iniciaron las obras de urbanización de esos cerros, con el pavimento y la apertura de calles y la canalización de los cauces que corrían por las quebradas. Las residencias, aisladas y con antejardín, le dieron a estos cerros un inconfundible aire anglosajón y sus propietarios vieron aumentar con rapidez el precio del suelo 186 . Anotó Ida Reyer que en el Cerro Alegre se encontraban las “más bellas quintas, con elegantes jardines y una vista al mar extraordinariamente hermosa” 187 . Para quienes estaban dispuestos a soportar viajes más largos, las grandes quintas de la subida de Las Zorras ofrecieron cómodas formas de vida semirrural 188 .

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