David Eufrasio Guzmán - Piel de conejo

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Piel de conejo: краткое содержание, описание и аннотация

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Piel de conejo es el primer libro de David Eufrasio Guzmán, pero en su caso eso no quiere decir iniciación, tanteo o golpe de suerte. Lo que aquí brilla es una alegría más bien inusual, como animal escaso: unos cuentos que fluyen por el dominio del oficio, y, sobre todo, por la autenticidad de las historias, hechas de una sencilla magia, algo así como una verdad literaria que envuelve poco a poco entre cuento y cuento … Pero esto podría decirse de muchos buenos libros de la literatura colombiana actual; en lo que sí encuentro un sello especial con Piel de conejo es que en esta prosa hay un humor delicado, nostálgico, irónico, y a veces juguetón, que muestra la conquista de la voz propia, es decir, de una poesía que reinventa para otros el mundo familiar y cercano una vez vivido, y luego una y otra vez imaginado en una palabra que continuamente se enriquece con la lectura. Esa condición de inagotable es un admirable mérito.
Felipe Restrepo David

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Le expresé al padre Aníbal que desde eso me sentía muy mal, habían hecho trampa en mis narices, a mi favor, y no fui capaz de decir nada, y lo peor es que había llevado la medalla a la casa y le había dado una felicidad a mis padres. Traté de volver a conmoverlo con la historia del divorcio y la herencia del ajedrez, lastimero le dije que mi padre ya no vivía con nosotros y que eso era muy duro, y como un dato suelto le confié que me había regalado unos tenis por haber obtenido ese oro. Acudí a esta artimaña con el único fin de que no me condenara a devolver la medalla, pero pensé en Carlito, el perjudicado, y le dije al padre que nada de lo que yo había sufrido se comparaba con la muerte de la mamá de mi compañero, y que tal vez eso era lo que más me dolía, pero que a religión cierta no sabía si había engañado o mentido, ni cuál era el pecado exactamente.

—¿A sí que co me tis te u na ca na lla da, eh? –retomó el padre y resumió los hechos. Su sotana emanaba un aroma a libro mohoso y su aliento amargo revelaba que había estado tomando café en la mañana.

Al final, me dijo que hiciera lo que me dictara el alma, me habló del arrepentimiento y de la paz que obtendría si hablaba con Carlito. También me dijo que si no lo hacía, no iba a quedar tranquilo y yo sabía eso, pero la posibilidad de devolver la medalla me angustiaba y agradecía que no me obligara a hacerlo. De penitencia dictó siete padrenuestros y cinco avemarías por el tema de las groserías y, como mi drama había funcionado de una manera protectora, dejó en mis manos el asunto que me agobiaba.

Salí contento de donde Aníbal pero al día siguiente los mismos tormentos me asaltaron la conciencia. Si me miraba los tenis nuevos me sentía sucio mientras que Carlito caminaba en paz, ajeno a la corrupción que me había tocado presenciar y que había alimentado con cobardía. El viernes de esa semana, cuando ya no aguantaba más la situación, fui a buscar a Pafabio en la capellanía. No podía creer que tuviera tanto miedo de enfrentarme al padre más bondadoso que conocía. Al abrir la puerta se sorprendió de verme allí asustado en lugar de estar disfrutando el descanso. Le dije que era importante y le conté lo sucedido. Cuando le mencioné a Carlito sonrió con los ojos cerrados, lo amaba desde adentro porque, además de ser el único herido por la vida, era tierno como una mascotica. Emití unos lloriqueos y entonces Pafabio me tomó de la barbilla y acercó su cara rosada y redonda, sonriente como la de Ziggy, para susurrarme.

—Tranquilo, pequeño, a veces hacemos travesuras pero lo importante es que estás arrepentido, haz lo que te deje tranquilo, pero no llores por eso, eres un buen niño –me dijo Pafabio ocasionándome unas lágrimas sinceras.

Gracias a esas lágrimas de las que me sentía orgulloso tuve un fin de semana de paz. Había superado la confesión con los sacerdotes del colegio. Sin embargo, el lunes al ver a Carlito me volví a sentir en deuda conmigo y con él. En medio de mis reflexiones entendí que no era un asunto de arrepentimiento, sino de honestidad, y que era urgente confrontarlo. En la tarde, a solas en mi cuarto, descolgué la medalla de oro y la metí en un sobre. Había estado casi mes y medio en la pared de mi cuarto, pero la indulgencia de los padres frente a mi pecado quizás había surtido un efecto de desapego hacia ella.

El martes, emocionado, busqué a Carlito en el primer descanso y conversamos. Cuando le entregué el sobre y sintió la dureza y la forma de la medalla, pareció incomodarse. Yo hubiera querido salir corriendo y cambiarme de colegio pero ya estábamos ahí, frente a frente como aquella vez de la final. Como empecé a gaguear, tomó la palabra y me dijo que él se había dado cuenta de la trampa, pero que al igual que yo no había sido capaz de reaccionar. Los dos habíamos sido ratones de laboratorio de los grandes de bachillerato.

Como un felino con su presa, Carlito había olfateado mi miedo desde que supe que la final era contra él, y los dos lo sabíamos. Por eso estaba resignado a recibir mi medalla de plata, pero en un acto de su grandeza Carlito me propuso repetir la partida a puerta cerrada, en la biblioteca, en el descanso largo. Sería nuestra final secreta. Me correspondieron las blancas y desde la salida hice un trabajo digno, con movimientos bien pensados. En los primeros minutos la partida fue pareja y con el paso de las jugadas se desarrolló como era de esperarse: Carlito me fue maniatando con su estrategia ofensiva. Las piezas que dispuse para proteger mi retaguardia se tuvieron que ocupar de otras labores y descuidé lo más preciado. Después de una masacre progresiva, que pudo haber detenido antes, por fin me dio jaque mate. Ni resucitando mis dos torres y mi reina a tiempo lo hubiera podido impedir.

El último vuelo de la Araña Contenido Milord El secreto del miami Pecado al tablero El último vuelo de la Araña Chicle caliente Piel de conejo Un beso a Tyson De vuelta al matadero En las barbas de Joseíto Criatura divina

El paseo comenzó normal, con el acostumbrado madrugón a las tres de la mañana. El silencio y la penumbra que en días de colegio me abrumaban y ejercían sobre mi morral un peso insoportable en estos días eran cómplices de la emoción por viajar al mar. Salir de la casa en medio de la pureza de la noche, transitar las calles vacías, sentir el silencio expandido, uno que otro ladrido a lo lejos, uno que otro loco arrastrando una cobija, uno que otro carro fantasma. Todo resultaba hermoso cuando íbamos para la cabaña del tío Fernando.

El encuentro alegre con los primos y el resto de la familia fue en Los Ruiseñores, la fonda que también funcionaba como fortín político de los tíos. Allí nos recogió el pulman que alquilaron para uso exclusivo de la familia. Las últimas imágenes antes de partir, tías en sudadera con el rostro desfigurado por haber dormido poco, primitos sin bañarse, primas con los párpados hinchados, termos de tinto, fiambres, maletas en el suelo, la contentura de los familiares. Era extraño estar en Los Ruiseñores a esa hora; los recuerdos en este lugar eran en campaña, haciendo sánduches en días de elecciones, repartiendo propaganda, despachando carros, festejando el triunfo en las urnas, pero ahora también lo recordaríamos como nuestra pequeña terminal privada.

El imponente Rey Dorado se fue llenando de a poco. En las sillas de adelante se hicieron los familiares más adultos mientras que los más bullosos y fiesteros, que llevaban radio con pilas y botas llenas de aguardiente, colonizaron la banca y las sillas de atrás. Los primos de mi edad, Andresayo, Caliche y yo quedamos en el medio del bus, cerca de primas que acapararon sillas dobles para acostarse en posición fetal y dormir todo el viaje sin quitarse sus walkman.

Como Colombia recién había sido sensación de la Copa América de Argentina, estábamos afiebrados con el fútbol; desde que arrancamos empezamos a hablar del partido que solíamos armar contra los nativos, o sea, contra los hijos de Peyo, el mayordomo, y los hijos de otros mayordomos de la zona. La idea era entrenar todos los días para preparar y ganar el partido como si de eso dependiera nuestro propio triunfo en la Copa. Esa posibilidad de entrar en concentración como unos futbolistas profesionales nos sedujo y nos generó un sentido de pertenencia por nuestro equipo.

Tras una hora de viaje, el bus se quedó en silencio y desde la banca de atrás apenas si se sentía un murmullo o alguna carcajada solitaria. Las luces se apagaron y fuimos arrullados por el ruido del motor que prometía un largo viaje. Yo miraba de reojo a Sayo y lo veía con sus ojos entrecerrados, tratando de dormir con sus manitos de rata entrelazadas en el regazo y no sé por qué sentía como si fuésemos la selección Tamayo yendo a jugar una decisiva semifinal a tierras cordobesas, tal como lo había hecho ese año la selección Colombia ante Chile. Durante largas horas rumié esa expectativa, teníamos toda la infraestructura para jugar nuestro juego: hospedaje, alimentación, balones y playas para entrenar.

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