David Eufrasio Guzmán - Piel de conejo

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Piel de conejo: краткое содержание, описание и аннотация

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Piel de conejo es el primer libro de David Eufrasio Guzmán, pero en su caso eso no quiere decir iniciación, tanteo o golpe de suerte. Lo que aquí brilla es una alegría más bien inusual, como animal escaso: unos cuentos que fluyen por el dominio del oficio, y, sobre todo, por la autenticidad de las historias, hechas de una sencilla magia, algo así como una verdad literaria que envuelve poco a poco entre cuento y cuento … Pero esto podría decirse de muchos buenos libros de la literatura colombiana actual; en lo que sí encuentro un sello especial con Piel de conejo es que en esta prosa hay un humor delicado, nostálgico, irónico, y a veces juguetón, que muestra la conquista de la voz propia, es decir, de una poesía que reinventa para otros el mundo familiar y cercano una vez vivido, y luego una y otra vez imaginado en una palabra que continuamente se enriquece con la lectura. Esa condición de inagotable es un admirable mérito.
Felipe Restrepo David

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Por esos días, encariñado con el miami que me servía de orinal, como si sintiera que fuera un poco mío, le dije a mi mamá que le pidiera a doña Mirian un piecito. No sé qué la sorprendió más, que usara la palabra piecito para ese efecto, como le decía Neli a la rama que cortaban de una mata madre para duplicarla, o la propuesta en sí.

—Oigan a este bobo con lo que sale –se apresuró a contestarme.

El hecho de haberme dicho bobo significaba que estaba desconcertada y prevenida. Ella tenía sus miamis dentro de la casa, en la sala, y para ella eran más hermosos que el de las escalas, y no tenía por qué ir a pedir piecitos de miamis a nadie y menos a la vecina. Mi mamá desconfió de mi hombría por estos intereses inesperados, por haber llevado tierra de capote y musgo a la casa, pero en vista de que mi relación con las matas era secreta muy pronto dejó de vigilarme.

Mi vida siguió común y corriente. Como sabía que el olor en la sala podría no ser culpa de los hámsters, abandoné la idea de abonar las matas de la casa mientras que al miami de la vecina le entregué todo. Ahora no solo lo orinaba cuando llegaba del colegio, sino en cualquier subida si tenía un mínimo de ganas. Así pasaron varios días hasta que, sumergido en mis cosas, cometí la falla de no prestar atención a dos hechos que me hubieran podido alertar: uno, que cada vez era más frecuente ver a las vecinas del tercer piso trapeando el pasillo, y dos, el olor a jaula de mico perfumado que viajaba entre los pisos dos y cuatro.

Un día que estaba chichiciando normal en el miami, doña Mirian abrió la puerta intempestivamente. Había estado toda la mañana vigilando por el ojo mágico, esperando el momento con el puñal en la boca. A través de ese pequeño monóculo desenfocado en los bordes me vio llegar bien enfocado allá al fondo, en realidad cerquitica de su puerta y de su mata, desabrocharme el pantalón, bajarme el cierre y empapar sus reinos que también eran los míos. El sonido de la puerta me hizo brincar y me alcancé a orinar una mano.

—¡Maldito culicagado, vos sos el que me está miando la mata! –gruñó doña Mirian mientras yo seguía evacuando mi agüita amarilla. La falta de práctica no me permitía detener la orinada con soltura. Lo único que pude hacer fue encorvarme un poco para tener más privacidad. Para que la situación no se hiciera muy eterna, se me ocurrió abrir la boca.

—Abonando la matica, doña Mirian –dije apenado y me apresuré a terminar. Al mirarla, pude ver el rostro pecoso de Ángela asomado en la puerta.

—¡Descarado, ¿por qué no va y orina en las matas de su casa?, puerco! –vociferó la doña y siguió echando cantaleta pero yo ya estaba viajando en la memoria. Que madre e hija me vieran orinando frente a su casa me recordó la vez que, enfermo de varicela, una vecina llegó de visita con una niña de mi edad. Por falta de previsión de Neli, entraron hasta las piezas y me vieron desnudo parado en la cama de mi mamá mientras ella me echaba una pinta de pomada en cada roncha. Ahora estaba igual de acorralado y tan descubierto que me tuve que escabullir escaleras arriba. Nunca más volví a hacer pipí en el miami de doña Mirian. Sufrí como nunca a partir de entonces para entrar o salir del apartamento, del bloque o de la unidad. Tuve que obligarme a orinar al salir del colegio hasta que a los dos meses me sacaron del bus para meterme a otro transporte más barato con un señor de la unidad. A veces me comía un banano y le entregaba las cáscaras a Neli para que brillara el cafeto y una vez probé a pasar yo mismo las cáscaras por sus hojas, pocas caricias que cambiaron mi relación con él: ya no parecía en un entierro, sino un buen estudiante con zapatos Verlón.

De pronto, cuando estaba jugando en la unidad, hacía pipí en cualquier arbolito pensando en que le estaba dando un bocadillo de fósforo y nitrógeno, y otras veces, motivado por la maldad, me metía a otros bloques para buscar miamis y matas paralelas para mearlas y desquitarme del embarazo que me había dejado el tropiezo con doña Mirian y la pecosa. Era terrible darles la cara pero me tocaba porque me saludaban formales y complacidas. La emboscada me había servido de escarmiento. Solo pude superar el episodio al año siguiente cuando nos trasteamos para los bloques de abajo de la unidad. Separados por una colina, ya casi no me encontraba a doña Mirian. A Ángela sí la veía con sus amiguitas por ahí. Si coincidíamos me miraba con la fuerza del que tiene la información. Sonreírle cada vez era tener preservado nuestro secreto.

Pecado al tablero Contenido Milord El secreto del miami Pecado al tablero El último vuelo de la Araña Chicle caliente Piel de conejo Un beso a Tyson De vuelta al matadero En las barbas de Joseíto Criatura divina

La fila para confesarse con el padre Fabio se alargaba por el corredor, doblaba la esquina de la enfermería y llegaba hasta el bosquecito donde jugábamos canicas. En condiciones normales, la hubiera hecho. No solo para capar clase y alargar el momento de la confesión, sino porque el padre Fabio, el cariñoso Pafabio, era comprensivo y laxo a la hora de sentenciar las penitencias. Esta vez, sin embargo, las piernas me temblaban de miedo: en mi pecado estaba involucrado un compañero del salón que, de todo el estudiantado, era su consentido, su monaguillo honoris causa. En especial me asustaba que Pafabio me pidiera hacer público lo sucedido.

El problema era que la medalla dorada ya estaba colgada en mi pieza, junto a otras viejas medallas futboleras de plata y bronce. La única de oro era aquella con un caballo en relieve que me acreditaba como campeón absoluto del interclases de ajedrez a costillas de Carlito, la ñaña de Pafabio y uno de los alumnos más admirados por los profesores. Estaba en el top tres de los mejores del salón y era el único que cargaba con el sufrimiento prematuro de haber perdido a su madre. No sé cómo hacía para aguantar ese inmenso dolor en su cuerpito de pluma, yo no lo hubiese resistido.

Al principio pensé que mi sentimiento de culpa sería vencido por mis rezos y monólogos nocturnos dedicados a dios y la virgen, pero al seguir atormentado había decidido acudir a la confesión. Y para no mencionar a Carlito ante Pafabio, me incliné a hablar de mi pecado con el temido padre Aníbal. Su fama era muy distinta, no lo tomaba a uno por la barbilla, ni le apretaba con cariño un brazo para anunciar la pena, sino que hablaba distante y pausado, repetía los pecados que uno decía, como para rumiarlos en su boca, y luego, con el tono de un papá molesto que se priva de darle correa al hijo, preguntaba algún detalle que permitiera conocer las razones de la debilidad y dictaba la dura penitencia.

Era la oportunidad de desahogarme sin zalamerías y al mismo tiempo esquivar roces con Pafabio. Con las manos sudando frío crucé al corredor donde estaba Aníbal confesando a la profesora de Sociales. No había nadie más en la cola. Esperé mi turno mientras repasaba mentalmente el parlamento que más o menos tenía preparado para este difícil momento.

—Cu én ta me tus pe ca dos, hi jo... –me dijo por fin el padre Aníbal desde un pupitre que sacaban al corredor para las confesiones.

Como uno se confesaba parado, quedaba a la misma altura y muy cerca del padre. Años atrás me había confesado con él para la primera comunión pero no recordaba bien el tamaño de su cabeza. Lo miré y fue como descubrirlo en realidad, tenía tanta cantidad de piel entre los ojos, la nariz y la boca que para apreciar su rostro entero debía hacer recorridos con la mirada.

—Padre, es que he estado diciendo muchas groserías –dije, como para empezar con un pecado estándar.

—¿Di ci en do mu chas gro se rí as, eh?... –replicó el padre Aníbal en su costumbre de recapitular los pecados–. ¿Qué ma las pa la bras has es ta do di ci en do?

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