David Eufrasio Guzmán - Piel de conejo

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Piel de conejo es el primer libro de David Eufrasio Guzmán, pero en su caso eso no quiere decir iniciación, tanteo o golpe de suerte. Lo que aquí brilla es una alegría más bien inusual, como animal escaso: unos cuentos que fluyen por el dominio del oficio, y, sobre todo, por la autenticidad de las historias, hechas de una sencilla magia, algo así como una verdad literaria que envuelve poco a poco entre cuento y cuento … Pero esto podría decirse de muchos buenos libros de la literatura colombiana actual; en lo que sí encuentro un sello especial con Piel de conejo es que en esta prosa hay un humor delicado, nostálgico, irónico, y a veces juguetón, que muestra la conquista de la voz propia, es decir, de una poesía que reinventa para otros el mundo familiar y cercano una vez vivido, y luego una y otra vez imaginado en una palabra que continuamente se enriquece con la lectura. Esa condición de inagotable es un admirable mérito.
Felipe Restrepo David

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—Eh, padre, las que oye uno por ahí... güevón... cacorro...

—¿Qué más?

—Pues padre, carechimb, malpari, hijueput, las conocidas...

El padre Aníbal me echó un sermón sobre la limpieza del alma y del manantial o el pantano que brota de los labios y otras cosas que no recuerdo porque yo estaba esperando para avanzar con el pecado importante. Aunque no haberme confesado después de varios días de decir groserías me impedía comulgar, no era una cosa que me atormentara, en la familia y en la unidad era común el insulto como muletilla permanente. Antes de que el padre Aníbal indagara por más fallas en mi comportamiento, tomé la iniciativa.

—Padre, otra cosita es que... hice trampa en la final del interclases de ajedrez –solté la frase y ardí por dentro como si tuviera el corazón ampollado.

Quedé a merced del padre, desprotegido, listo para ir a la guillotina o a la horca. En ese caso hubiera pedido como último deseo que me dejaran estar a solas con Teresita, mi directora de grupo, para darle un beso y abrazarla, y quizás también para despejar dudas sobre si hubo algún tipo de amor entre nosotros. Pero más que un verdugo, lo que quería el padre Aníbal era conocer detalles y yo sabía que si lo conmovía era posible obtener una pena que así fuera dura me permitiera conservar la medalla, un oro que me había representado premios adicionales en la familia y ahora lucía con orgullo en una pared de mi cuarto. Estaba dispuesto incluso a ser su monaguillo el resto de año con tal de permanecer con esa gloriosa medalla de oropel.

Amplié mi confesión tratando de lacerarme pero a la vez con piedad. Primero acepté haber cometido una “canallada”. Utilicé la palabra a propósito, la conocía por mi papá y me parecía que podía surtir un buen efecto porque parecía provenir de los tiempos de la Conquista y la evangelización. Así fue. Aníbal movió su cuello de cebú para mirarme de soslayo. Aproveché entonces para decirle que había tenido una infancia muy dura, que la separación de mis padres me había devastado, y que una de las cosas que le había heredado a mi papá y a mi abuelo era el gusto por el ajedrez. Le conté que era el mejor de los primos, que ya le ganaba a mi papá y al tío abuelo Alfredo. A veces yo mismo me interrumpía para decir que estaba arrepentido por no haber denunciado, pero que no sabía hasta qué punto había pecado. Eso lo improvisé sobre la marcha para generar curiosidad. Hizo efecto. Me pidió que avanzara, que qué era lo que había pasado. Ahí fui más solvente y le conté despojado de cualquier sentimiento que todo había ocurrido en el interclases de ajedrez, que había sido el primero en superar la primera ronda con un jaque pastor a mi contrincante y que eso me había convertido automáticamente en uno de los favoritos para llevarme la medalla de oro. Al igual que Carlito, cuando fue pasando de rondas. A medida que los dos íbamos venciendo a los contrincantes de séptimo y octavo, el entusiasmo se fue apoderando de la gente del salón. Eran nuestros primeros interclases en bachillerato y dos compañeros estábamos peleando contra los grandes por una dorada. En los demás deportes no teníamos posibilidad de arañar siquiera un bronce. Cuando mencioné a Carlito, el padre Aníbal borbolló sutilmente, cualquier otro nombre o apodo habría pasado desapercibido. Su interés creció cuando le dije que los dos habíamos llegado a la final: el salón celebró que ya teníamos aseguradas dos medallas y aunque en el bajo bachillerato Carlito era favorito indiscutido para llevarse el oro, los más amigos míos y algunos rebeldes pensaban que yo podía dar la sorpresa.

Pero en el fondo sentía que era imposible ganar. La sola presencia consumida y silenciosa de Carlito me intimidaba, pocos eran más flacos que yo en aquella época. Con su pelito de paja oscura parecía ir levitando todo el tiempo, imperturbable. Había ganado dos veces la Copa del Mejor Carácter y era considerado uno de los más inteligentes del colegio mientras que los profesores veían mi faceta ajedrecista como un chiste del destino. Si hubieran abierto apuestas para aquella final, todo el mundo habría apostado por Carlito, quien además de mazo despertaba la simpatía de todos por su vulnerabilidad física y fortaleza mental, y también por la terrible realidad de tener la mamá en el cielo.

El día de la final me hallé sin mentalidad ganadora, como si ya hubiera llegado muy lejos. Atrás habían quedado los jaque mate maravillosos con los que derroté a pelaos de séptimo y octavo. Ahora veía a Carlito meditando como un gigante frente al tablero, como si fuera Gandhi con el cerebro de Gasparov. El padre escuchaba atento mi relato. Le conté que había salido súper defensivo, especulando con los caballos, con miedo a adelantar los peones, luego Carlito atacó y ya enfrentado a la bestia tuve que defenderme, abrirme, atacarlo.

La partida, programada en horas de clase para poder jugar en silencio, se alargó. Como Carlito parecía en una mejor posición, me demoraba eternidades en hacer mis jugadas, y así, de tanto pensarle, equilibré el juego hasta que ambos quedamos con el rey y un par de peones. Le propuse que le dijéramos a Jairo, el profesor de Educación Física, que habíamos quedado en tablas, que nos diera el oro a los dos. Carlito accedió pero Jairo dijo que era imposible, había una medalla de oro, una de plata y una de bronce. Jueguen hasta que haya un ganador, dijo, y tuvimos que volver a armar el tablero, padre. Ahora me tocaba con las negras y el miedo me volvió al cuerpo pero decidí jugar lo más concentrado posible. Pensé que la medalla de plata ya era ganancia y jugar contra Carlito, casi un privilegio.

El juego final comenzó parejo y muy pronto me le comí un caballo sacrificando una de mis torres. Eso lo azaró y en un momento le vi cara de preocupado. Luego cometió un error infantil que puso la partida a mi favor. A punto de despejar el camino por donde iba a empezar a desgastarlo con jaques sonó el timbre del descanso y la gente llegó a ver quién había ganado las finales. A unos metros de nosotros acababa de terminar la final del alto bachillerato entre un pelado de once y la vencedora, una pelada de décimo. Todos los que estaban fueron a ver entonces el desarrollo de nuestro partido; se abarrotaron alrededor del tablero y los de once y décimo gritaban encima de nosotros y les tiraban chitos a las piezas. Jairo trató de poner orden pero la mayoría se quedó sin parar de reírse, ni de comentar jugadas imposibles, ni de burlarse de nosotros sin conocer los dolores humanos que había padecido, por ejemplo, Carlito.

Mi pecado, le dije finalmente al padre Aníbal, fue guardar silencio frente a lo que hizo uno de los pelaos de once, apoyado al lado del tablero: en medio de la bullaranga y la chanza de los espectadores agarró la torre que me habían comido y ocultándose la mano con el otro brazo la colocó en el tablero. Esperé a que Carlito alegara para llamar a Jairo y suspender el juego, pero hizo su jugada como si nada hubiera pasado. Yo me hice el bobo y moví cualquier otra pieza inofensiva. Carlito volvió a jugar. Me parecía increíble que no se hubiera dado cuenta, de pronto había estado cegado creando jugadas en la mente.

La trampa no descubierta por mi rival hizo que los espectadores se carcajearan contenidos y permanecieran expectantes alrededor del tablero. No sé por qué sentía que debía corresponderles aquel gesto con un triunfo liderado por aquella torre resucitada; si lo hacía no solo podía ganar, sino que era una forma de congraciarme con gente que ya estaba curtida del bachillerato. Así que satanás tomó mi mano y usé la torre maldita para romper la defensa de Carlito. Le di jaque mate en cinco jugadas y en medio de la actuación, los de once me montaron en hombros, me tiraron para arriba varias veces y casi me dejan caer.

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